Sabía que iba a suceder. A sólo confirmarse la apertura de la discusión sobre la ley de servicios audiovisuales que habrá de reemplazar a la ley de radiodifusión de la dictadura, las primeras voces serían de clausura. Presentía, o mejor: tenía la precognición, de que ese primer movimiento hacia un sistema mediático más democrático recibiría impugnaciones e intentos de legrado.
Esperé el momento con la curiosidad respecto de quiénes serían los primeros actores. Y debo decir que estoy sorprendido. Imaginé, por esa certeza desgraciada que tengo respecto de la degradación del periodismo, que de esa usina partirían los primeros misiles. Así creí, dada la supremacía de lo empresarial sobre lo editorial y de lo editorial sobre la libertad profesional que presenta el periodismo en estos tiempos. En cambio, la política habló primero.
Claro que no la política que gustaría de hablar, sino la que gusta de acallar, de silenciar, de no decir sino para que nada se diga. Es esa política de horizonte corto, de pequeños octubres, de bajo cálculo, minusválida y oportunista.
El senador y jefe nacional del radicalismo, Gerardo Morales, acusó al Gobierno de intentar «el control de los medios de comunicación» y advirtió que si prospera la reforma de la ley de radiodifusión anunciada el domingo por la Presidenta, «vamos a estar en la parrilla y Venezuela va a quedar un poroto al lado de la Argentina».
Morales discurrió cómodamente por el desvarío y la fantasía sin que alguien atinase a distraerlo de la enajenación. Así, la política desesperada y crispada, imaginó un sistema mediático venezolano atenazado por un dictador dominando ese sistema. Desconozco qué le gustaría a Chávez, no ignoro en cambio que ese sistema concentrado constituye la oposición misma en la Venezuela real. En el 2002 participó, no como colaboracionista, sino como actor directo del golpe de Estado. Hoy es la molienda de todo el discurso antichavista que circula por el mundo. No los intimidan los resultados electorales que siguen dándole al “dictador” garantías constitucionales y favores para la continuidad en la gestión, para la libre prensa venezolana la voluntad popular no cuenta. Dicho de otro modo, entendiendo lo que dice Morales, no sé de qué habla.
Pero eso es lo de menos, el caribe con su frondosidad y la imaginación de Morales con su morosidad pueden construir ese pergeño. Lo de más es que habla de la ley a la que no ha aportado ni una miserable idea, ni un paupérrimo segundo de atención. Lo aterrador es que hace consideraciones sobre un proyecto de ley cuyo contenido desconoce, y se basa en supuestos que surgen con evidencia de las postales desarrolladas por su correligionaria Silvana Giudici, una especialista en el tema de ignorar los asuntos de la comunicación. Si se me cree atrevido sírvanse consultar su proyecto personal (el de Giudici) que desconoce las opiniones de la mayoría de los actores de la comunicación, la historia de la radiofonía alternativa de los últimos veinte años, y que cree que el asunto principal es qué hacer con los medios de propiedad del Estado, la pauta oficial que es el 3 por ciento de la pauta publicitaria total, y no la cuestión aciaga de la concentración mediática y el peligro que encarna para las instituciones republicanas y para el sistema democrático en particular. Cabe en Giudici aquello de la incredulidad sobre el hecho de que una sola persona pueda ignorar tantas cosas.
Pero si Morales dixit o Giudici dicta , solo importa en la medida en que se convierten en el primer obstáculo que los oligopolios simbólicos de la Argentina le ponen al cambio del statu quo de la palabra pública.
Hay un buen número de argentinos, cierto que radicales pocos, quienes han colaborado para el diseño de 21 puntos estructurales que la nueva ley de radiodifusión habrá de tener en cuenta. Allí hay mucho que discutir, mucho que revisar, mucho que reconsiderar a la luz de la información adecuada y de las experiencias en suma. Pero ese es el hueso que Morales no quiere roer, y prefiere agitar sábanas de fantasmas.
Habrá que discutir más, asustar menos, animarse más, silenciar menos.
¡Ley señores! Para que en la Argentina la palabra diga y los medios respeten a la gente y, así, por la fortuna humanamente milagrosa del logos libre, ellos mismos se hagan respetables.