Si en la Argentina de las sacudidas permanentes la anormalidad es un dato cultural casi constitutivo -por lo menos hasta que estalla-, también la normalidad tiene mucho de anormal. La etapa de estabilización económica e institucional iniciada con la salvajada devaluadora de Duhalde y consolidada por el gobierno de Néstor Kirchner en términos de reposicionamiento de la autoridad del Estado, revalorización de la política, crecimiento económico y mayor inclusión social, llevaron hace casi tres años a un tipo de normalidad casi indiscutida.
Indiscutida al menos en relación con los tiempos de los saqueos, cacerolazos, el ascenso piquetero, el movimiento asambleario, el apogeo y muerte súbita de las propuestas de democracia directa. Para las miradas dominantes, casi equivalentes a decir mediáticas, pasa a ser normal un país en el que la protesta callejera cede, las elecciones se realizan, la economía crece y ahí está el único rasgo insólito: el crecimiento “chino” que mantiene mansos y en sus casas a los representantes de sectores económicos dominantes y a no pocos de las clases medias que antes protestaban.
Esta normalidad aparente es como la muerte final de todo aquello de lo que se venía: las asambleas, el estallido de las representaciones, el cuestionamiento de las instituciones y de las formalidades democráticas, el vaciamiento y la irrelevancia de los partidos, el Que se Vayan Todos. Y sin embargo todo eso no muere así de fácil, sigue latiendo en el subsuelo de la normalidad.
Para un país cuya cultura política durante un siglo giró en torno de dictaduras militares y de dos grandes partidos que alguna vez fueron nacionales y populares, debería sorprender que tales partidos se hayan virtualmente licuado. No porque sea noticia sino por la profundización del fenómeno, debería llamar la atención que uno de esos partidos -el radicalismo-, tras arañar la extinción haya sufrido primero dos desgajamientos importantes y que sus despojos hoy estén partidos en tres.
Debería ser todavía noticia que el peronismo, terminado de vaciar por el menemismo y convertido poco después en una dificultosa confederación de clanes provinciales, esté también fragmentado en diversas ensaladas dispuestas a convivir y a candidatear ya sea a un Macri, a un Blumberg o a un Lavagna.
O que la derecha, a partir de circunstancias minúsculas, también apueste a loterías a la que te criaste. O que todos puedan ser candidatos multidistrito que discursean sobre la transparencia y las instituciones mientras esconden la baraja. O que el oficialismo apueste a un Scioli y sostenga minicaudillos que ya dieron lo peor de sí y apenas si alcanzan a repetirse.
Por la fuerza de los hechos, por voluntad, o por la ausencia de ella, se construyó una nueva realidad hecha con gran parte de lo viejo. Quizá eso explique que pudiera salirse tan rápido de las grandes convulsiones tanto como los límites del actual proceso. El éxito de la gestión gubernamental -quizá el temor de perder lo ganado- constituye su principal escollo: lo que sirvió para llegar hasta un punto es la más seria traba para ir más lejos, para remover las causas profundas de la implosión del 2001 y construir desde nuevas bases otros modos de representatividad y legitimación.
En esta encrucijada, cuyo punto de inflexión, por esas cosas de calendario y simbología, serán las próximas elecciones, asistimos a un minué de candidaturas que son, en sí mismas, el feo rostro de un país que ya no es.