Milonga por el sudaca desconocido

Como la historia la hacen los dioses para burlarse de los hombres que creen interpretarla sucedió que en un lejano país, al parecer enorme, gobernaba una señora de escasas luces que para mayor sarcasmo tenía el luminoso nombre de María Estela, viuda de Perón. Gracias a ella y al glorioso ejército argentino -se han dado cuenta ustedes que no hay ejército que no sea glorioso y eso y todo cuando es bien sabido que no existe ejército que no cuente con más razones para la vergüenza que para la gloria-, por merced de estos encanallados protagonistas de la historia de Argentina hete aquí que cambió el signo de nuestro peculiar pasado.

¡España era por primera vez tierra de asilo!

Eliminados los judíos por el procedimiento sumarísimo de la expulsión, liquidados los musulmanes para confirmar el monopolio de la fe católica, sometidos a la clandestinidad los masones, España en toda su historia moderna no conoció otra minoría que los gitanos, de cuyo trato y tradiciones excuso explicarme dado que es asunto que tuvo a su cargo una Benemérita institución de recia raigambre hispana, la Guardia Civil.

Somos un país que se cerró allá por el XVII y que recibió a los extranjeros de uno en uno y con el pasaporte en la boca, lo cual es tanto como decir con los dientes apretados y con limitaciones en su libertad de expresión. No tuvimos minorías que ejercieran de tales; tuvimos, a lo más, heterodoxos emboscados. Jamás fuimos tierra de asilo sino carne de exilio.

Nuestro siniestro destino fue el de provincianos de la historia, orgullosos de esqueléticas glorias castellanas, catalanas, aragonesas y hasta asturianas. No hay comunidad autónoma que no pueda llenar con sus vergüenzas un museo y hasta dos, uno el de verdad y otro para enseñanza de escolares.

Como la historia la hacen los dioses para burlarse de los hombres que creen interpretarla sucedió que en un lejano país, al parecer enorme, gobernaba una señora de escasas luces que para mayor sarcasmo tenía el luminoso nombre de María Estela, viuda de Perón. Gracias a ella y al glorioso ejército argentino -se han dado cuenta ustedes que no hay ejército que no sea glorioso y eso y todo cuando es bien sabido que no existe ejército que no cuente con más razones para la vergüenza que para la gloria-, por merced de estos encanallados protagonistas de la historia de Argentina hete aquí que cambió el signo de nuestro peculiar pasado.

¡España era por primera vez tierra de asilo!

Ya no se trataba del puñadito de ricos y de estetas que se protegían de los cascotes de la Primera Guerra Mundial, ni siquiera los que venían de paso hacia más seguras tierras huyendo del nazismo, ni la nata latinoamericana cuando todavía era yogur y recalaba en una Barcelona que aspiraba a ser cantón suizo en el Mediterráneo. Ahora llegaban a miles los sudacas; morenos en general y pobres de cualquier cosa que no fueran sus experiencias.

¡Qué lejos queda aquello, pero qué auténtica la ironía de convertir la derrota de la izquierda argentina en la primera victoria progresista de una España donde acababa de morir el último emperador!

Franco había expirado hacía unos meses, presidía el país otro allegado a la cofradía de los sin luces, Carlos Arias Navarro, y la democracia estaba en una impasse dialéctica, que diría un analista sudamericano; se ansiaba cercana por los antifranquistas y demoradísima para los albaceas del imperial cadáver.

Exactamente al revés de como se explica ahora. Aunque siente mal a las nuevas hornadas de patriotas periféricos y mesetarios, gracias a los sudacas este país empezó a convertirse en Europa. Una magnífica paradoja, la de unos americanos que nos homologaban al menos en algo con los vecinos pirenaicos. ¡Nos convertimos por primera vez en nuestra historia en tierra de asilo!

Visto en la distancia que consiente estos veinte años es preciso evocar el chirrido de las bielas, esa estridencia que provocó en el tren de nuestra comunidad intelectual acostumbrada a tener todas las estaciones y las vías para ella sola.

El golpe militar de 1976 en Argentina trajo a España una emigración selectiva y eso repercutió en las diversas castas profesionales de un país donde las castas han conformado su historia desde la Edad Media, al decir de don Américo Castro.

Fue una conmoción en la vida española sin precedentes en su historia y sorprendentemente nadie ha evaluado aún su trascendencia. Para muchos, Argentina estaba en el enrarecido ambiente de la infancia, los libros de Enrique Larreta y su españolísima Gloria de Don Ramiro, los tangos de Irusta-Fugazot-Demare, las judías verdes que todavía en Cataluña se llaman «peronas», el azúcar negro, el lugar a donde huyeron Jacinto Benavente y Miguel de Molina, el inolvidable cantor de la Bienpagá, los dos maricones más acosados por los gerifaltes de la Falange; entonces no se llamaban homosexuales sino «de la acera de enfrente».

Quizás ante el único personaje argentino sobre el que coincidían franquistas y antifranquistas era Perón; uno de los nuestros para el Régimen y un protegido de Franco para los clandestinos. Con el tiempo avanzamos algo y pasó a ser un fascista en clave latinoamericana, y ahí nos paramos.

Pero eso quedaba muy atrás. Ahora nosotros salíamos de una dictadura mientras ellos entraban. La proverbial soberbia porteña nos repateó los hígados. Había una diferencia tan notable entre su genuina prepotencia y nuestra ansiedad transformadora. Ellos habían hecho de Freud otro padre de la patria, como San Martín, a partir del cual cabía todo pero sin él nada; nosotros teníamos las impecables traducciones de López Ballesteros y los años de oscurantismo donde escribir freudiano rozaba la perversión.

Habían tenido acceso a los clásicos del marxismo, incluso habían gozado de la enseñanza del viejo Mondolfo, cuando nosotros lo más que habíamos conseguido era que un latinista, Wenceslao Roces, tradujera El capital y nuestra gloria autóctona, Manolo Sacristán, sobreviviera con un contratito de «penene» y traducciones. Y los disidentes de la revolución aparecían en Pasado y Presente, gozaban de los impetuosos prólogos de Acosta, leían a Rosa Luxemburgo y tenían al Che como paisano.

No sólo habían dispuesto de casi toda la literatura militante europea sino que habían combatido y sabían la diferencia entre una Luger y una Ballester Molina 45; aquí la guerra popular larga y prolongada del maoísmo se preparaba haciendo excursiones de fin de semana a la sierra de Guadarrama (los residentes en Madrid) y al Montseny (los residentes en Barcelona).

Si ellos se referían a las masas, nosotros apenas sabíamos más que de masitas. De aquel escozor quedó la palabra sudaca, tan inocua como expresiva.

Aquella llegada impetuosa recordaba demasiado a la de los españoles de la República en su exilio latinoamericano. Pensaban que no era más que un apeadero en la inminente vuelta victoriosa.

Lo peor estaba por llegar. Si algunos creían que la aportación argentina a la teoría política se reducía a la complejidad del fenómeno peronista, aún había una faceta más compleja: la explicación de por qué los «milicos» se convertirían en una asociación de asesinos con un grado de envilecimiento que elevaba el listón de la vergüenza más alto de donde lo había dejado el nazismo. El Estado criminal inaugurado en Argentina mañana hará veinte años es un capítulo especial de la historia universal de la infamia.

Es un buen momento para detenerse a pensar qué significó para la sociedad española la emigración política argentina, chilena y uruguaya que se instaló aquí con la democracia. Pero también al revés, qué significó el desmoronamiento de las convicciones de la izquierda latinoamericana durante su exilio y posterior integración en España. Encontrar la tenue línea de sombra que separó el entusiasmo revolucionario del crimen terrorista, primo hermano del fascismo de izquierdas.

Resulta harto difícil hallar la linde analítica que separa el asesinato de Matteotti por los fascistas italianos del asesinato de Aramburu por los montoneros peronistas. Entre las víctimas -Matteotti y Aramburu- hay mucha diferencia, entre los verdugos muy poca. ¿Algún fino analista porteño me podrá decir dónde está el rasgo personal e ideológico que me obliga a considerar como patrimonio recuperable de la izquierda futura a hombres como Masetti, Firmenich, Galimberti o Gorriarán Merlo? La Revolución rusa nos hizo dogmáticos y la Revolución cubana nos militarizó; cautivos del dogma y el arma acabamos convertidos en carne picada de la contrarrevolución.

Olvidar es un crimen, pero recordar no basta. La memoria es una tumba cuyas flores hay que ir cambiando cuando se marchitan. Los argentinos tienen un tango donde se señala que veinte años no es nada, y los españoles un verso de [Jaime] Gil de Biedma para quien de todo siempre hace al menos veinte años. Yo, puestos a escoger mi particular homenaje al sudaca desconocido, me quedo con unos versos de Alberto Szpunberg extraídos de su Última reunión en Buenos Aires:

También una derrota es una desgracia
pasajera -y necesaria, explicas-
y sólo los árboles afirman sus raíces
por debajo de esta podrida hojarasca
que cruje y cruje.

Es una nota vieja, pero ilustrativa de las comprensiones e incomprensiones que nos unieron y separaron de la izquierda española. No en muchas otras partes pudo leerse un elogio tal como «gracias a los sudacas este país empezó a convertirse en Europa»

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