Miedo negro

Aguardientes. Segunda temporada.

El tipo se paró y le dijo:

“Si me permitís, te quiero hablar ya que estás tan preocupado, escandalizado, indignado, y hasta enfurecido porque decís que el Estado, en cualquiera de sus formas, te quiere quitar el derecho que creés tener sobre tus hijos de darle la orientación y formación sexual según tus tiempos y tus formas.

Mirá, hermano, a mí no me gusta dar consejos desde ningún púlpito, así que mejor bajate del tuyo y hablemos desde acá abajo, desde acá, desde donde sabemos que nosotros, como personas, no contamos sólo las ganadas, sino también las perdidas, que son siempre bastante más.

Primera pregunta: ¿Vos sabés del tema sexualidad lo suficiente como para tirarle una onda a tu pibe o a tu piba?

No, pará, no te envares que se te va a pasar el efecto de la pastilla para la presión. Imaginate que si te incomodás conmigo al hablar de este tema, ¡lo que te vas a incomodar frente a tus hijos!

Repito la pregunta… ¿tanto sabés? ¿Qué? No, nene. No, yo te hablo de sexualidad, no de cómo darle a la matraca. Vos estás confundido, y con tanta confusión y tanta vergüenza no te podés presentar delante de tus hijos a batir el parche.

¿Que no sabés de qué hablo?

Yo te hablo de la sexualidad, repito una vez más, no de darle a la matraca, ni de hacer la porquería como te enseñaron a pensar. Te hablo de la sexualidad como un desarrollo imprescindible para que la personalidad se realice completa, sana, y dispuesta a chorearle a la vida varias horas de felicidad. De eso te hablo.

Te hablo de conocer al cuerpo, saberlo como el principal instrumento de que se sirven las almas para encontrarse, comunicarse, brindarse y construir lo común, lo colectivo, el grupo, la familia, la pareja, hasta la amistad que siempre se obstinan en separarla de lo sexual. No te hablo para nada de la reducción de la sexualidad, del arrinconamiento de lo sexual a pitilín y rajita. No nene. No.

Por eso, repito la pregunta: ¿Vos sabés de esto tanto como para enseñarle a tus hijos?

Cuando me encuentro con casos como el tuyo me felicito de haber ido a cursos de educación sexual, aunque sintiera que esos cosos tampoco se las sabían todas. La primera cosa que aprendí allí es que no sabía un jocara y que había regalado unos cuantos años al divino botón.

¡Dale! Otra vez colorado. ¡Aflojá el mentón querido! Relajate, dale. ¿De qué tenés miedo? Si por lo visto, el primero que debería hacer un cursito de esos sos vos y, entonces, después sí. Tenés una sexualidad tan hecha mierda que sufrís terror de que tu hijo te pregunte, te interrogue y que te descubra. Dale, che, ¡no seas gil!

Te cuento una historia de la infancia.

Cuando yo era pibe, digamos de nueve años, frente a mi casa había un baldío que no era baldío en realidad. Era la casa de Don Luciano. El viejo, un anacoreta citadino, tenía un rancho en el fondo de un terreno de sesenta metros plagado de chatarra, trastos, y autos destartalados. Junto al ranchito, estaba atado el Negro. El Negro era un perro de ese color y de un tamaño descomunal para las proporciones que a esa edad se tiene de los tamaños.

El Negro estaba atado a una cadena, y la cadena atada a un alambre que se extendía por todo lo ancho del terreno.

Nosotros jugábamos a la pelota en la calle, y cada tanto, la pulpo se iba de garufa dentro del terreno de Don Luciano. Cuando eso pasaba era como si se parara el mundo. Esa situación servía para que alguno de los mayores, como mi hermano Pelusa, se hiciera el héroe de Salgari y se mandara en aras de la recuperación del fúlbo, volviendo como Sandokan de las islas, lleno de gloria y con la valentía súper honrada.

El julepe que le teníamos al Negro era mayor. El tipo, cuando alguien se acercaba, se desorbitaba, rugía y tensaba esa cadena y ese alambre al punto de afinarlos como una cuerda preparada para una nota atroz.

Un día, una tarde de verano para ser más preciso, sin que mediara ningún motivo, el Negro apareció suelto en la vereda de mi propia casa. De verdad que era enorme. Nos acercamos el Pato, Dany, Marciano y yo, viéndolo como si se tratase de un león escapado de un circo. El Negro, preso de una felicidad inesperada y libre de una libertad desconocida, movía la cola, y sacaba una lengua del tamaño de un felpudo. Una hora después nos turnábamos para usarlo de caballo en una aventura de convoys que el Pato había imaginado y guionado de amateur. Ese día encontramos un perro hermoso y perdimos un miedo.

Con la sexualidad pasa lo mismo hermano. Es un perro si está atado, y otro si le das la razón a su libertad.

Así que aflojá. Enseñate primero a vos y, sin miedo, después, sin nada de miedo, explicale a tus pibes lo poquito que hayas aprendido y cuánto tiene ese poquito que ver con lo que realmente interesa: el amor, hermano, el amor, nada menos que el amor.”

El tipo paró de hablar, se tomó el resto del fernet, cazó la gorra, y salió del bar de Raúl para el lado de la placita de Olíden. Esa tarde la conocí a Rita.

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