Menores fusilados en Mar del Plata

..Con respecto a donde estaba Claudio Javier Díaz, y a que rol jugó en el asalto, Alejandro jura que el jugador de fútbol de 16 años no tenía nada que ver. «El nunca salió a robar en su vida, él andaba en otra historia, con el fútbol y todo eso. Nosotros lo conocíamos del barrio. Ese día nos lo encontramos de casualidad, y cuando se dio cuenta de lo que íbamos a hacer se quedó parado como a 10 metros del hecho. El tipo lo tiene que haber matado después de que me tiró a mi, cuando salí corriendo, porque cuando me iba, Claudio estaba como paralizado, mirando todo desde atrás. Lo mató de puro hijo de puta, eso te lo puedo asegurar».

1

Justo cuando estaban por dar las 12 de la noche, el subcomisario Pablo Fabián Bianchi estacionó su coche en uno de los laterales de la Plaza Moreno. Con él estaba Rosana Betina Losco, que más tarde sería presentada en sociedad como su novia. Estaba por comenzar la madrugada del 5 de Octubre del 2004, y el termómetro marcaba 7 grados de
temperatura y 93% de humedad. Ese día, la ciudad de Mar del Plata se había dormido temprano, porque los turistas todavía eran una promesa del futuro, y los lugareños prefirieron esconderse del viento que corre en las cercanías del mar. Los enamorados, en cambio, habían
elegido esa plaza oscura, en un barrio de la periferia de Mar del Plata, porque tenían mucho que hablar. Y, por lo menos Bianchi, ni soñaba con bajarse del Fiat Palio que los cobijaba.

El día después, Bianchi dio su versión de los hechos. En su
declaración indagatoria, explicó que cerca de las cero horas pasaron por la vereda de la plaza cuatro individuos, que por su contextura física parecían tener entre 18 y 20 años. Su actitud -Bianchi lo supo gracias al espejo retrovisor- «era sumamente sospechosa», sobre todo
porque no pararon de mirar hacia el coche, hasta que sus siluetas se perdieron entre los árboles y las construcciones del lugar.

Inquieto frente a la escena, Bianchi discutió con su novia. Le parecía conveniente irse de allí, solamente para prevenir cualquier problema.
Pero Rosana no se rendía; le pidió fumar otro cigarrillo antes de irse, porque esos jóvenes estaban bien vestidos y no tenían cara de andar en nada raro.

Siempre según los dichos de Bianchi, a los pocos minutos vieron sombras que se deslizaban alrededor del auto. No eran fantasmas precisamente: una de esas sombras se paró frente a la puerta del acompañante, que no tenía seguro, y otro lo hizo del lado del conductor.

El subcomisario tenía su arma reglamentaria desmontada, guardada en el buche de la puerta del conductor.

También tenía unos pocos segundos para actuar.

La puerta del lado de su novia se abrió. La sombra amenazante ahora era un joven con un arma en la mano, que intentaba gritar más fuerte que Rosana, que estaba al borde de la histeria. «Quedate quieta porque te mato», repetía el ladrón exaltado.

Daba pequeños saltos hacía arriba, como un boxeador, mientras su arma permanecía fija apuntando a la mujer.

2

Fue apenas una fracción de segundo. Así lo narra el subcomisario frente al fiscal: con la mano izquierda montó la pistola, y con esa misma mano corrió a su amada de la línea de fuego, empujándola hacia atrás. Con la derecha empuñó el arma, y el primer disparo que hizo le dio justo en el medio del pecho al asaltante. El joven -que tenía 14
años y llamaremos Daniel- cayó de espaldas contra el piso. A todos les pareció que lo hacía en cámara lenta.

Todavía quedaba uno más, tratando de abrir la puerta del lado del conductor. A Bianchi se le encendieron todos los reflejos, y se dio vuelta para mirar a su agresor, «esperando que reaccionara y me tirara
un tiro». Pero la silueta que veía a través del vidrio empañado, estaba ocupada tratando de abrir la puerta, a pesar del seguro, y a pesar del tiro que acaba de poner a su cómplice fuera de combate.

Preventivamente, el policía decidió hacer otro disparo, ahora contra la ventanilla cerrada, apuntándole al bulto negro que aferraba la manija del coche. A la escena que siguió, la vio en cámara lenta. «Los vidrios se estallaron…no terminaban de caer más» explicó durante su
declaración. Y mientras caían, vio que la silueta que estaba de su lado «giró para fugarse». Y que mas allá, las otras dos personas corrían por la plaza, perdiéndose en la oscuridad.

Luego su novia bajó del coche. Estaba histérica y corrió a pedir ayuda. El, en cambio, mantuvo la calma y, «por una cuestión procedimental», bajó con el arma en la mano para terminar de tomar el control de la situación. El joven que estaba de su lado y que segundos antes había visto girar para escapar, había caído al piso, presuntamente herido. Estaba «como cuerpo a tierra», e intentaba alejarse arrastrando su existencia por el asfalto.

El policía caminó hacía atrás del vehículo, desde donde podía contemplar todo el escenario al mismo tiempo. Desde allí vio a su primer agresor, el de 14 años, que de a ratos intentaba incorporarse para alejarse del lugar. Recuerda Bianchi que el joven «caminaba como borracho», y que cuando le gritó «policía, levantá las manos», sólo
recibió como respuesta «me quiero ir, llamá ambulancia».

Nadie parecía obedecerle. Había que imponer autoridad, así que tiró
dos tiros al aire: era la mejor manera de hacerles saber quién
controlaba la situación. Luego llegaron los primeros testigos, sus
compañeros y un montón de peritos que se pusieron a trabajar en el
lugar.

El segundo herido, que según la declaración de Bianchi había intentado
abrir la puerta del conductor, se llamaba Claudio Javier Díaz. Tenía
16 años recién cumplidos. Según la versión oficial, la bala que salió
por el vidrio del coche le entró por la ingle, y quedó alojada entre
los intestinos. Con ese cuadro, entrando al hospital, Claudio alcanzó
a decirle a una vecina que le avise a sus padres «que él no había
robado nada, que no tenía nada que ver».

Pocos minutos después, ambos jóvenes morían en la sala de operaciones.

3

Alicia tiene 45 años, es evangelista, trabaja haciendo limpieza en
casas de familia, y cocina esas milanesas que solamente las madres
saben hacer. El último domingo, luego de comprobar las bondades de su
cocina, recorrimos juntos las callecitas peatonales del Barrio
Centenario. Es una zona de monoblocks, con cientos de edificios
iguales a sí mismos, donde el ritual de ir de un lado a otro es una
aventura para el recién iniciado. Porque si la mala fama del barrio
amedrenta a los foráneos, el peligro real es, en cambio, marearse en
las innumerables peatonales que sólo se conocen a fuerza de años de
caminar. Y Alicia es toda una experta en ese arte. Con porte de
matrona dulce, atraviesa jardines, dobla por pasillos pequeños, saluda
a los vecinos y me indica por donde tendría que volver de quedarme
sólo en ese laberinto.

«Todos los domingos – me dice- éste era el camino para mi
esparcimiento». Al final de la senda está la cancha donde juega
Alvarado, el club de fútbol del que es fanático todo el barrio. En las
inferiores de ese club, hasta hace poco jugaba Claudio Javier Díaz, su
hijo.

Hoy es la primera vez que Alicia pisa el club desde que Claudio murió
bajo una bala policial. Y lo hace sola, porque su marido prefiere
ocupar los fines de semana trabajando de albañil, quizás para tratar
de amortiguar el recuerdo esa ceremonia familiar repetida todos los
domingos. (1) Antes, era un padre capaz de cruzar Mar del Plata en
bicicleta, para no perderse las gambeteadas de su hijo menor.

4

El 6 de Octubre, un día después de los hechos, el Oficial Principal
César Giménez escribió en particular prosa:

«Por averiguaciones practicadas por el personal de la Delegación de
Investigaciones DDI, se pudo establecer que el menor causante
Daniel… registraba antecedentes judiciales por los delitos de robo
calificado, tentativa de robo calificado, abuso de arma, robo y
resistencia a la autoridad…siendo aprehendido en el presente año en
reiteradas ocasiones por registrar Capturas Activas, con reiteradas
fugas de Institutos…Y con relación al menor causante Díaz Claudio
Javier, es menester hacer constar que no se le han constatado antecedentes
judiciales o delictuales que dejar constancia».

Las detenciones de Daniel en el último año sumaban seis. De ellas, una
sola era por robo: el resto eran por escaparse de institutos de
menores, huidas por las que se había convertido en uno de los tantos
adolescentes prófugos de Mar del Plata.

Las fugas de estos pibes -de entre 13 y 16 años- no son nada
cinematográfico. No hay túneles cavados con cucharas de café, tomas de
rehenes espectaculares, o rescates en manos de bandas armadas con
fusiles y granadas.

Se trata, simplemente, de abrir una puerta. Cuando son detenidos por
delitos penales, muchos niños y jóvenes de Mar del Plata son derivados
a la capital de la provincia, la ciudad de La Plata. Todos tienen que
pasar por la oficina de Movimiento, desde donde son asignados a los
distintos institutos de menores. Algunos se fugan directamente desde
la puerta de esa oficina, antes de entrar. Otros se registran, comen
algo y esperan la oportunidad para escabullirse sin mucho cuidado, y
cumplir la aventura de volver a Mar del Plata colados en el tren.

Los celadores de Movimiento y los policías que hacen los traslados,
generalmente prefieren mirar para otro lado. «Elegí tu camino», fueron
las últimas palabras que escuchó de boca del policía que lo trasladaba
uno de esos pibes, que no dudó en tomar la senda contraria a vivir
encerrado en un depósito de niños.

«Si te quedás -le dijeron a otro- te quedás a cumplir». Y todos saben
lo que significa cumplir: hacinarse en cárceles para niños, vivir el
régimen de pequeños presos, sin ninguna otra perspectiva que salir
cuanto antes para volver a la calle, con el solo recuerdo del látigo
estatal grabado en la carne y en el alma.

La otra opción es tratar de quedarse en Mar del Plata, esquivando los
traslados y el peligroso viaje de vuelta. Para no ser llevado a la
capital de la provincia, hay que declararse drogadicto, demostrarlo en
los controles médicos y lograr ser derivado a un centro de
rehabilitación, donde la fuga se concreta doblando el picaporte de la
puerta.

Daniel había elegido la segunda forma de recuperar la libertad. Y cada
vez que fue detenido, se había ido directo a su casa, a pesar de que
en otras fugas allí lo habían ido a buscar. Como muchos niños y
adolescentes de Mar del Plata, estaba prófugo en su propio hogar.

5

«Claudio no tenía ni un antecedente, y jamás le había faltado nada».
Alicia repite la frase y enumera los recuerdos del último día. Las
milanesas con puré que su Claudio había comido antes de salir para el
cibercafé, el camino que hizo para buscar la bicicleta en la casa de
su abuela, el encuentro con los pibes del barrio. Y después, el tiro,
y las promesas del futuro desangrándose en el piso.

Alicia trata de entender lo que pasó, pero no puede.

Y a decir verdad, nadie lo puede creer. Durante todo el velatorio de
Claudio, cuatrocientas personas desfilaron para despedirse del joven
jugador. Eran los que habían aplaudido sus gambetas y cañitos, sus
centros precisos y mortales, su capacidad para adelantarse y meter un
gol casi desde la media cancha, para luego volverse atrás a cuidar la
ventaja que había conquistado. Estaban los que habían saltado en las
tribunas festejando alguna jugada inesperada, los pibes que habían
aprendido a pegarle a la pelota gracias a él, los que habían recibido
esos pases de gol, y también los que él solía retar cuando llegaban
mal dormidos a un partido.

Si en el barrio había heredado el sobrenombre de su hermano – le
decían El Abuelit o- dentro de la cancha se había ganado uno que
definía su personalidad: El Gallito. Desde siempre lo había poseído la
pasión por el fútbol, y todos coinciden en que el físico lo acompañaba
bastante bien. Incluso, con sus 16 años, ya había debutado en la 1ª de
Alvarado, pero luego lo devolvieron a las inferiores porque era el
capitán en su categoría, donde lo sentían irremplazable.

Porque El Gallito ordenaba el equipo, lo hacía funcionar. Y obligaba a
todos a soñar un poco, hasta a los que no estaban cerca. Emigrado en
Canadá, su tío lo vio jugar una sola vez, pero le alcanzó para apostar
a convertirlo en un profesional. Cada mes le giraba la plata
suficiente para pagarse el gimnasio, mantenerse al día con los botines
y terminar la escuela, a la que Claudio, El Gallito, iba de noche.

El plan y la disciplina que el adolescente disfrutaba tenía un
objetivo: irse a probar suerte en algún club de México, «salir de este
barrio y este país» a decir de su madre, y hacer carrera en un lugar
donde su 1.75 de estatura se podía cotizar muy bien.

6

Con Daniel, el chico de 14 que murió con una bala en el pecho, la
situación era distinta. Había empezado a robar poco tiempo antes, y en
el barrio todavía comentan que fue «por no aguantar más el llanto
hambriento de sus hermanitos».

«Era un pibe muy chico, recién empezaba a crecer». Así lo definió uno
de los viejos ladrones del barrio Centenario, que recuerda con
melancolía «como era todo esto antes, cuando acá la policía no
entraba, porque si ellos te corrían a tiros, desde adentro tus
compañeros respondían por vos». Son tiempos de los que Daniel sólo
conoció historias. Ahora, dice mi interlocutor, las épocas doradas de
grandes afanos son apenas una leyenda, y los que roban «son los pibes
chicos, que no tienen mucha experiencia en cómo hay que hacer».

Del niño muerto le quedó grabada una imagen. El estaba sentado en esas
plazas de cemento que aparecen irregularmente en frente a algunos
monoblocks. Daniel llegaba sonriente y algo agitado, trayendo en las
manos una caja de cartón que era más grande que su cuerpo. Adentro,
había cajas mas pequeñas, todas llenas de golosinas. El pibe había
robado un quiosco con una pistola de juguete, y el botín era una parva
de cosas dulces con las que no sabía que hacer. «Ese día -me cuenta y
sonríe- le regaló chicles y caramelos a todos sus amigos del barrio».

Porque no por salir a robar, un niño de 14 años deja de ser lo que es:
un niño .Y eso se refleja en todos los aspectos de sus vidas, incluso
hasta en las armas que portan.

«Acá no es como Buenos Aires, -me explica el ladrón viejo- apenas se
consiguen revólveres, y no siempre de los que funcionan». Como una
regla inapelable, las peores armas siempre las tienen los más jóvenes.
«A veces los pibes salen a robar con cualquier cosa, desde pistolas de
juguete hasta fierros viejos, que no funcionan, de esas que solamente
sirven para asustar, pero que acá te las cobran como cien pesos».

Aquel 5 de Octubre, el perito balístico que participó del
procedimiento, anotó que cerca del cuerpo de Daniel había un revolver
Calibre 32, con la culata envuelta en cinta adhesiva negra, y con una
particularidad: a simple vista se notaba que no tenía el martillo
necesario para disparar.

7

El camino a la verdad a veces está lleno de policías con armas largas.
Lo comprobamos viajando en el coche que una fuente de la zona maneja
más nerviosamente que de costumbre. Es jueves, y está por estallar lo
que luego todos llamarían una «sangrienta interna policial», pero que
por ahora es una serie de asaltos violentos, con un saldo de tres
muertos en una noche y todavía ningún detenido. Nosotros entramos, con
ese panorama, a un barrio oscuro, recuerdo de una clase media que
chapotea en la resaca de lo que no pudo terminar de ser.

Atravesando ese territorio militarizado, nos encontramos con un
adolescente de 17 años, al que llamaremos Alejandro. Es un chico que
todavía no cambió la voz, pero en sus ojos color miel muestra un dejo
de dolor que todavía no logramos descifrar. En el camino hacia un
lugar seguro, quién maneja el coche lo hace en forma todavía más
nerviosa: ahora llevamos una carga preciada, ese joven al que creemos
portador de un testimonio clave, y que -para variar- también está
prófugo en su propio hogar.

8

Fueron dos segundos eternos. Lo dice con mucha seguridad: «el que
quiso abrir la puerta del conductor fui yo». Remarca las dos últimas
palabras, porque quiere que todo esté bien claro. Me cuenta que tenían
todo calculado. El avanzaría por el lado del conductor, y su amigo
tomaría la puerta del acompañante. Tenía que ser rápido y efectivo,
porque ninguna de las dos armas servía para nada. Abrir, las puertas,
agarrar lo que se pueda y escapar.

Durante el relato, su mirada se vuelve furiosa, como si volviera a
revivir ese instante mortal. Primero escuchó el disparo, y a Daniel,
el chico de 14 años, que decía ‘Ale, este gil me mató, este gil me
mató’.

«Yo ya me había dado cuenta -explica- que la puerta del conductor
tenía seguro. Después de matar a Daniel, el tipo se dio vuelta y me
miró. Fueron dos segundos larguísimos. Sabía lo que tenía que hacer,
porque mi compañero estaba muerto y lo tenía que vengar. Pero no tenía
balas, apretaba el gatillo y no salía nada. Ahí el tipo me miró, no me
olvido más. Y te juro que no, no estaba el vidrio empañado ni nada,
porque nos miramos a los ojos…él supo que yo estaba dispuesto a
matarlo. El tenía el arma con la mano derecha, se asustó y se tiró
para atrás, bien contra el asiento. No entendía porque yo lo miraba y
no disparaba…Ahí me di cuenta que tenía que correr. Me di vuelta y
sentí un tiro cerquita, y vidrios que se rompían. En ese momento tenés
todos los sentidos alerta, así que nunca me voy a olvidar como pasaban
las balas cerca mío mientras corría por el medio de la plaza. Nunca me
voy a olvidar, porque tengo a mi compañero muerto, y eso no se te
borra nunca más».

Con respecto a donde estaba Claudio Javier Díaz, y a que rol jugó en
el asalto, Alejandro jura que el jugador de fútbol de 16 años no tenía
nada que ver. «El nunca salió a robar en su vida, él andaba en otra
historia, con el fútbol y todo eso. Nosotros lo conocíamos del barrio.
Ese día nos lo encontramos de casualidad, y cuando se dio cuenta de lo
que íbamos a hacer se quedó parado como a 10 metros del hecho. El tipo
lo tiene que haber matado después de que me tiró a mi, cuando salí
corriendo, porque cuando me iba, Claudio estaba como paralizado,
mirando todo desde atrás. Lo mató de puro hijo de puta, eso te lo
puedo asegurar».

9

Su mirada esta al borde del estallido. Tratamos de hablar de cualquier
cosa, concientes ambos de que lo más importante ya está dicho, y que
no queremos seguir dando vueltas sobre la muerte de su amigo Daniel.
Me cuenta de su vida clandestina, y de su intención de seguir robando
aunque ya no tenga más compañero.

No ve otra opción ni proyecto posible. Tiene que seguir. Como a muchos
jóvenes de su edad, las causas para ponerse un arma en la cintura le
son difíciles de explicar. Comienzan a veces por necesidad, pero
pronto el robo se convierte, aunque cueste entenderlo, en la única
forma de sentirse alguien en la vida. Condenados a la nada desperada,
robar es lo único que les permite tener sueños: salvarse o ser
respetados entre sus pares.

Cuando lo dejamos en la orilla de su refugio, por primera vez creo que
empiezo a entender el significado de esta historia. Lo de Claudio, con
sus sueños de estadios fervorosos y goles de media cancha, es apenas
una excepción. En la ciudad llamada «La Feliz», la del millón de
turistas al año, la mayoría de los pibes no tienen mucho que hacer.

Alejandro se aleja caminando despacio, perdiéndose en la oscuridad de
su barrio, y no puedo dejar de pensar en como será su vida ahora que
se oculta a la vista de todos. Su intimidad me está vedada, pero lo
imagino muy igual a otro adolescente que conocí en la misma zona.
Aquel tenía dos fugas y 16 años. Cuando llegué a verlo, se escondió en
un cuarto del fondo de su casa a mirar televisión, tirado sobre la
cama. Estaba concentrado en una película de aventuras, como cualquier
pibe de su edad.

Por los ruegos de su madre, aquel pibe hacía rato que no salía a
robar. Su cuerpo y su personalidad eran propias de un niño, pero en su
mirada era la de un viejo cansado, muy cansado de la realidad.

10

A mediados de los 90, el ahora subcomisario Bianchi fue asignado como
instructor al juzgado del Doctor Hoft, cuyo secretario era, por
entonces, Marcos Pagella. Más tarde, cuando Pagella pasó a ser fiscal,
Bianchi siguió reportándose a él, junto a su compañero el Principal
Julio Cesar Giménez.

Actualmente, la causa por doble homicidio contra Pablo Bianchi, que se
tramita con el número de IPP 177.879, está en manos de ese mismo
fiscal, el Dr. Pagella.

Las irregularidades en la investigación comenzaron el mismo 5 de
Octubre, cuando los primeros en llegar al lugar de los hechos fueron
los superiores directos del subcomisario. El pionero fue el Comisario
de la DDI Carlos Testini, que luego sería el encargado de tomarle
declaración a la supuesta novia de Bianchi, la que según varias
versiones sería en realidad una prostituta de la zona. La mujer
describió los momentos previos al tiroteo, pero su declaración termina
con la primera bala. Después, asegura, «cerró los ojos» y sólo los
abrió cuando todo estaba terminado.

Como ayuda adicional, la instrucción de la causa está en manos de la
policía, pero eso no parece alcanzar para armar un escenario
coherente. En el plano del lugar construido por uno de esos policías,
se dejó constancia de la existencia de una vaina servida a cada lado
del auto; una bien adelante, y la otra bien atrás, ambas sobre la
calle. Casi en medio de la acera, también encontraron un plomo
encapsulado, que nadie se preocupó por explicar.

Todos esos elementos entran en contradicción con los dichos del propio
Bianchi, que en su declaración indagatoria se ubicó si mismo siempre
en la parte trasera del coche, desde donde supuestamente hizo los dos
disparos al aire para «controlar la situación». Para que los dichos
del subcomisario se consideren ciertos, unas de las vainas tendría que
haber realizado un salto olímpico de varios metros por encima del
coche, deporte que las pistolas 9 mm no suelen practicar.

Tampoco importó que en el primer tramo de su declaración Bianchi haya
visto, en forma muy clara, a cuatro personas caminando y con «actitud
sospechosa» girando la cabeza para mirarlo, y que quince minutos
después, a pocos centímetros de su coche, haya notado solo siluetas
borroneadas por los vidrios empañados y la oscuridad de la noche.

En realidad, nada parece importar. Ni siquiera que la bala que
supuestamente mató a Claudio, haya salido por el parante de la puerta
delantera, a la altura de la mitad de la ventana y con una dirección
claramente de arriba hacia abajo, y que en el cuerpo haya entrado en
forma totalmente horizontal, como señala en informe de autopsia, y
desde una distancia tal que no tuvo fuerza para atravesar los 70 kilos
que pesaba Claudio.

El 6 de Octubre, un día después de los hechos, el subcomisario Bianchi
fue liberado en la sede de la DDI donde él mismo trabaja y constituyó
su domicilio legal. El fiscal entendió que el imputado no tenía
intención alguna de fugarse, ni de obstruir la investigación.

11

El 25 de Octubre, los abogados de la familia de Claudio Díaz
presentaron un escrito solicitando varias medidas, entre ellas el
apartamento del fiscal de la causa, nuevas pericias donde no participe
la policía bonaerense, y la preservación de los elementos
secuestrados, particularmente el coche del subcomisario que tenía un
vidrio roto y un agujero de bala en el parante de la puerta delantera.

Para ese entonces, el fiscal Pagella ya insinuaba que Bianchi podría
ser sobreseído por haber actuado en «legítima defensa».

El juez de garantías rechazó la recusación del fiscal, pero en cambio
ordenó que llevaran adelante el resto de las medidas propuestas por
los abogados Cesar Sivo y Fernanda Di Clemente, que patrocinan a la
familia de Claudio.

Hay pericias, sin embargo, que no podrán llevarse adelante. El jueves
25 de Noviembre, un mes después del pedido de los abogados de la
familia Díaz, este cronista se encontró en plena calle con el coche
del subcomisario Bianchi. El Fiat Palio gris de cuatro puertas, cuya
patente es CHF 054, estaba estacionado a cien metros de la sede de la
DDI. No tenía ninguna faja de secuestro, y el vidrio por donde
supuestamente salió la bala estaba ahora intacto.

En el parte de la puerta delantera, sin embargo, había todavía un
agujero de bala, que a simple vista se notaba disparada de adentro
hacia fuera y de arriba hacia abajo.

En expediente judicial, no hay constancia -al 25 de noviembre del
2004- de que el coche haya sido legalmente devuelto a Bianchi. Tampoco
de un rechazo al pedido de preservación presentado por los abogados,
que ya tiene más de un mes. Pero allí estaba el automóvil con su
vidrio nuevo, y con otros notables cambios: a diferencia de las fotos
que figuran en la causa y en los medios de comunicación, ahora le
faltaba chapa patente trasera, quizás como un primer paso para
cambiarle la identidad.

Las fotos del hallazgo del coche, tomadas en plena luz del día, están
a disposición de quién quiera mirarlas. Quizás sirvan para diseñar un
monolito a la poco disimulada impunidad policial que reina en Mar del
Plata. (2)

12

La casa de Admisión y Evaluación «Dr. Ramón T. Gayone», recibe niños
con causas asistenciales. Hasta los 6 años es mixto, y luego de esa
edad solo se aceptan mujeres. El periodo de evaluación, en el que el
juez de menores tiene que resolver a donde son derivadas, teóricamente
dura seis meses. Pero en la práctica, el Gayone se convirtió en un
depósito de jóvenes y niños, que pasan allí hasta dos años seguidos.

La siempre confusa línea entre lo penal y lo asistencial, quedó allí
totalmente borrada. En esa casona parecida a una escuela vieja, el
llanto de los recién nacidos convive con el deambular errático de las
adolescentes recién llegadas, prisioneras del síndrome de abstinencia
del poxirrán o las pastillas. La casa tiene capacidad para 30
personas, pero por temporadas las jóvenes allí internadas superan el
medio centenar. Son los momentos donde las jóvenes duermen apretadas
en colchones en el piso del comedor de la casa..

Para fugarse de allí hay que esperar un descuido -una puerta abierta,
un paseo recreativo-o saltar desde el techo de un segundo piso. No son
pocas las adolecentes que eligieron la segunda opción desesperada, y
que terminaron internadas con varios huesos rotos.

El juez de menores Néstor Salas, que es quién deriva las jóvenes al
Gayone, sólo fue una vez al establecimiento. En los pasillos de
tribunales recuerdan que sólo llegó hasta la puerta, y que pidió que
le sacaran de encima a esos niños que venían a saludar al desconocido.

Es el mismo juez tenía la custodia del niño de 14 años al que llamamos
Daniel. Y es el juez Salas también, el que ahora tiene la
responsabilidad de brindar todas las garantías para que el testigo
Alejandro pueda hacer escuchar su testimonio, sin temor a represalias
policiales. O, lo que quizás mas grave, sin temor a volver a ser
encerrado en esos depósitos para niños, donde el juez suele amontonar
a los jóvenes con los que tiene problemas.

13

No estaba de ánimo para despedirme de Mar del Plata yendo a caminar
por la playa, o sacándome una foto trillada junto a los lobos marinos.
Pero era un día de sol, así que me fui a la Plaza Moreno, a ver el
lugar donde habían sido asesinados Claudio Javier Díaz, y Daniel.

Fui de mañana, cuando la plaza estaba casi vacía. Cerca de la cancha
de bochas, un niño de tres o cuatro años jugaba a la pelota con su
padre. Mas allá, en los juegos, dos pibes se hamacaban. Uno tendría
seis o siete años, y el otro no más de diez. El más grande de los dos
me llamó la atención; tenía unos ojos celestes y brillantes, con unas
pupilas muy profundas, como si fuera un gato.

Yo recorría las construcciones del lugar tratando de ver si, por
casualidad, los peritos se habían olvidado de levantar alguna vaina, o
de relevar algún impacto de bala en las construcciones de la plaza. El
chico de los ojos de gato, quizás curioso por mis extraña búsqueda, se
me acercó. Se paró a mirarme, y después de unos segundos de
analizarme, me preguntó si no sabía donde podía encontrar una
zapatería.

Creo que yo no entendí la pregunta, porque me pareció graciosa y le
pregunté yo a él si se le habían roto los zapatos. Muy serio, me dijo
que no, que nada que ver. Que él y su amigo andaban vendiendo poxirrán
y querían encontrar algún cliente en la zona.

Recién ahí entendí de que me hablaba, y me quedé mudo, atrapado en la
inocencia de sus excusas. El pibe se dio cuenta de que yo lo había
descubierto, y sólo atinó a gritar un «vamos» antes de salir corriendo
con su amiguito. Yo me quedé sentado en un banco de la plaza. Me
sentía impotente, como si el mundo entero se me hubiera caído encima.

**********************************************************

Sebastian Hacher

– sebastian@riseup.net

– (1) Fotos, y un pequeño relato de la tarde de fútbol, disponible en:
http://argentina.indymedia.org/news/2004/12/242794.php

– (2) Las fotos del coche están disponibles en http://sebastian.linefeed.org/palio

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