Mendigos

Tucumán: “Durante días los militares se dedicaron a tapiar las villas de la ciudad y a cazar mendigos. Los subieron en un camión militar y los arrojaron en los descampados de Catamarca. La abismal desolación de esos parajes da cuenta de la crueldad de la limpieza.” Por Carlos Zeta

A Tomás Eloy Martínez, in memoriam

El Loco Vera pedía monedas en las calles, el cuerpo algo encorvado, siempre en tensión, los pasos cortos, apurados. Pedía y conseguía, pero no necesitaba, y al final del día repartía su recaudación entre los mendigos más pobres. El Loco cantaba. Su repertorio lo integraban canciones olvidadas por todos, con melodías imposibles que arrancaba de una escoba que hacía las veces de guitarra.

Los ojos de Pachequito recuperaban algo de un brillo antiguo y olvidado, cuando se formaban rondas para oírlo hablar. Decía haber asistido al Juicio Universal, donde había aprendido quiénes eran los buenos y los malos de este mundo. Paseaba por los bares arrastrando su pierna infectada, pero resistía con furia apretada cualquier intento de curación: allí vivían, según él, los ángeles que podían dar fe de su presencia en el tribunal del fin del mundo.

El Loco Perón aparecía en las canchas de fútbol y de básquet, justo antes de que comenzaran los partidos, y cabeceaba ladrillos o encestaba desde la mitad de la cancha; otras veces entraba con un bidón de cinco litros de agua y la bebía casi sin respirar; al cabo de una pequeña pausa, a la que todo el estadio acompañaba con aire dramático, soltaba por la boca hasta la última gota, como si se tratara de una manguera de bombero. La tribuna explotaba y coreaba la palabra prohibida: “¡Perón, Perón, Perón!”.

Pachequito

Jeff usaba un antifaz de papel de diario. A quien quisiera saberlo, le explicaba, con paciencia pedagógica, que detrás se ocultaba la poesía. Escribía poemas en las paredes con una grafía infantil, que estallaba, casi siempre, en poderosas preguntas filosóficas: “¿Qué se gasta más, las ruedas de los autos o el pavimento?”.

El Loco Aplauso tenía el don de la celebración. A veces, a propósito de nada, o de vaya uno a saber qué fiestas internas. Otras, para agradecer las dádivas. Lo cierto es que atravesaba la Plaza Independencia batiendo palmas, en un aplauso interminable que iluminaba las tardes grises o agitaba el aire pesado de noviembre.

El Loco Margarito llamaba “ingeniero” a todos los que pasaban: carteros, empleados municipales, jubilados sin esperanza, desempleados cabizbajos, levantadores de quiniela clandestina, barrenderos. Todos se quedaban con el regusto de una gesta académica, tan lejana como imposible.

Antonio Domingo Bussi, genocida impiadoso, maniático de la limpieza, responsable de crímenes inenarrables, fue el autor de la siniestra frase con que Tucumán recibía a sus visitantes: “Jardín de la República, Sepulcro de la Subversión”. Había sucedido a otro carnicero, el general Acdel Vilas, y de él heredó la comandancia del Operativo Independencia, y la gobernación de facto desde el golpe del 24 de marzo de 1976. En el invierno de 1977, hace 47 años, quiso celebrar la fecha patria con una ciudad reluciente y limpia: tanto de ideas de justicia e igualdad, como de la mugre de la miseria y de sus locos, ilusionado con la visita del Teniente General del genocidio, pero Videla no pasó por Tucumán. El tirano entrerriano, usurpador de pago ajeno, de todos modos, no escatimó esfuerzos en llevar adelante su gesta miserable.

El «Loco Perón»

Durante días los militares se dedicaron a tapiar las villas de la ciudad y a cazar mendigos. Los subieron en un camión militar y los arrojaron en los descampados de Catamarca. La abismal desolación de esos parajes da cuenta de la crueldad de la limpieza. Juntaban tanta mugre adentro, que sobreactuaban hasta el sadismo la limpieza del afuera. El periodista Pablo Calvo reconstruyó los hechos en su libro Los mendigos y el tirano (Aguilar, 2011).

¿Cuántos eran? ¿Veinte? ¿Veinticinco? Nadie supo nunca responder esa pregunta. Los bajaron de a grupos pequeños, con diferencia de varios kilómetros y los desperdigaron en la cuesta del Totoral, Los Altos y el puente de El Abra.

Eran los locos de mi adolescencia, tragados por el desierto.

Habitantes de poblados catamarqueños de los Departamentos Santa Rosa y Paclín se encontraron con personas desconocidas, salidas de la nada, harapientas, con hambre y el terror impregnado en sus pupilas. “Las bolsas de agua caliente surtían efecto y los moribundos iban resucitando. Pedían mate con bombilla, pero lo recibían en taza. Querían volver a su tierra y dejar atrás ese cielo poblado de caranchos y otras aves carroñeras”, escribió Calvo en su libro.

Uno de los mendigos jamás volvió a ser visto. Se llamaba Luis Ferreyra, y antes de vivir en la calle había trabajado en un ingenio azucarero, la actividad por excelencia de Tucumán devastada en los años previos a la dictadura. La denuncia a la que accedió Calvo deja un dato inquietante: en su juventud había integrado el cuerpo de Granaderos a Caballo entre 1947 y 1948. O sea, había sido miembro de la custodia de Juan Domingo Perón.

Otro de los sobrevivientes contó que Pachequito, enloqueció de sed y murió al internarse en el Salar de Pipanaco, veinte kilómetros al sur de donde lo habían abandonado, confundiendo la blancura abrasadora de la sal con las aguas del paraíso terrestre.

Casi medio siglo después, el experimento totalitario y totalizante que descarga su crueldad sin límites sobre nuestra gente, cuenta, en la querida Tucumán, con aliados que nos avergüenzan. Será por eso que he querido pensar en los locos de mi adolescencia e imaginar que por allí andan, todavía, celebrando otro mundo, entre aplausos y canciones, poemas y proezas, librados de toda culpa por el Tribunal de la Belleza.

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