Materias primas, recursos naturales y medio ambiente

Como Aníbal Ibarra tras el incendio de República Cromañón (“la seguridad no estaba en nuestra agenda” dijo, en un fenomenal reconocimiento de impotencia y frivolidad) tampoco la preservación del medio ambiente estaba seriamente en la agenda de los políticos hasta que los vecinos de Gualeguaychú salieron a cortar la ruta. Estas movilizaciones representan un quiebre, abriendo un escenario con múltiples consecuencias, de evolución y desenlace en gran parte imprevisibles.

La rebelión de los vecinos entrerrianos quizás sirva para encarar de otro modo la preocupante situación sanitaria del Riachuelo, o la contaminación minera en distintas provincias, que se mantenían sobre la línea de flotación por la persistencia de un puñado de ambientalistas (en algunos casos enfermos de la misma frivolidad que mencionábamos en el desplazado intendente de Buenos Aires) y las denuncias de los afectados directos, todo ello en medio de la más cerrada indiferencia de la sociedad y el mirar para otro lado del poco Estado que tenemos.

Es cierto que los mil días de María Julia estaban en muchas bocas, al menos como argumento, pero de efectividades conducentes, poco y nada. La contaminación del Riachuelo, entretanto, más formaba parte del folklore que de las preocupaciones de la sociedad, y menos de un Estado que paulatinamente, desde 1976, fue abandonando sus obligaciones públicas para convertirse en un sistema más o menos articulado de feudos privatizados.

Como las guerras y sus horrores, también la cuestión del medio ambiente se puede naturalizar, haciéndose invisible, pero no será sencillo, sumando la decisión colectiva de los entrerrianos, la designación de la nueva secretaria Picolotti y el entuerto judicial y diplomático con Uruguay. Tampoco parece esa la voluntad del presidente Kirchner

La industria y el medio ambiente

Sin mucho fundamento, se suele atribuir la degradación del medio ambiente al neocapitalismo globalizado, cuando es intrínseca al primer industrialismo, que trajo sobre Inglaterra primero, y el resto de Europa después, un envilecimiento mayúsculo del aire, los suelos y las aguas, consecuencias secundarias, si se quiere, de un sistema de producción donde el trabajador estaba obligado a doblarse 16 horas diarias sobre un telar, seis o siete días de la semana, bajo apercibimiento de ir a la cárcel por las sucesivas Poor Law que castigaban duramente el desempleo.

Suele ocultarse este aspecto del sistema político británico, considerado como uno de los modelos institucionales liberales del Primer Mundo.

Durante el siglo XIX, los recursos parecían infinitos, y la Tierra era un espacio libre e ilimitado a conquistar.
El “dominio de la naturaleza” fue una categoría central del capitalismo naciente. De allí que el marxismo la retomara, intentando darle un sentido distinto, pero manteniendo siempre la utopía del Progreso.

Y si todo esto fuera poco, también el trabajo infantil era habitual en los países centrales, donde las largas jornadas de trabajo se hacían soportables con el consumo del opio que traficaban los mercaderes británicos.

Las guerras en China (1939-1860), por cierto, no se produjeron para satisfacer la oferta de estupefacientes en el reducido mercado de algunos artistas e intelectuales que fumaban ese derivado de la amapola para aquietar las pasiones o como excentricidad.

El Estado de Bienestar redujo en cierta medida el trabajo infantil, que renacería peor, mucho peor, con el capitalismo globalizado, incluso en países comunistas como China.

Sobre aquella época no queda mucho por agregar, pero es notable constatar distintas coincidencias y diferencias con el presente: el consumo de estupefacientes era habitual entre los trabajadores de entonces, para sobrellevar agotadoras jornadas laborales; hoy, más difundido, para soportar el ocio o aumentar la competitividad en los países centrales, y controlar el desempleo y la exclusión en los periféricos.

La conquista obrera de 8 horas y descanso semanal se obtuvo paulatinamente, luego se convirtió en el modo de vida de occidente, más tarde se fue convenciendo a la humanidad de que era costoso e ineficiente mantenerla, y por fin se volvió al uso primitivo del “recurso humano” como un costo descartable de la mercadería, mediante la llamada flexibilización laboral.

No han cambiado las teorías económicas; antes bien, asistimos, con el pensamiento único y el neoliberalismo, a un reciclado general de las viejas teorías en boga durante los años gloriosos de la Revolución Industrial. Sólo han cambiado algunos títulos, y se han agregado algunos ornamentos: non-profit, outsourcing, entrepreneurs, reingeniería, etc.

El ciclo de neoliberalismo ha dejado en el camino a millones de excluidos, y a países enteros borrados del mapa, y en todo caso, entre el primer capitalismo y éste sólo hay una diferencia de escala, derivada del avance tecnológico.

Por eso se ha exacerbado la captura de materia prima, en cantidades crecientes, aunque adaptada a las nuevas exigencias de la producción.

Materias primas

La plata de Potosí financió, vía España, la Revolución Industrial en Inglaterra. El palo campeche y añil de Centroamérica, el azúcar, el cacao, el café, la lana y los cueros vacunos les siguieron en el tiempo.

Luego llegó el turno del nitrato de Chile, que, como el caucho, terminaría reemplazado por su equivalente sintético para fertilizar los suelos europeos; el cobre y el estaño, tan “estratégicos” en su tiempo como el petróleo hoy en día; el trigo y la carne argentinas que alimentaron a Inglaterra desde la guerra de los boers hasta la de 1939…

Una larga lista de materias primas y productos primarios explotados hasta el límite en los países periféricos de Asia, África y América Latina, contribuyeron a acrecentar la riqueza del Norte, todo ello fundado en las consabidas teorías económicas en las que los países exportadores de productos industriales, tecnología y pensamiento, se ofrecían como modelos de excelencia que siempre estaban más y más adelante, inalcanzables.

¿Qué cambió en esta larga historia común de explotación de recursos naturales?

Poco y nada, excepto que el perfil de esas economías fue transformándose de acuerdo a los cambios de la demanda, es decir, de los intereses del Norte, y que la producción de bienes, paralela a la creación incesante de necesidades artificiales, se fue multiplicando astronómicamente.

Mediante un control estricto del mercado y las reservas de estaño, EEUU mantuvo a Bolivia -por decenas de años- en la condición de país sumiso a sus políticas. Claro que los bolivianos no lo aceptaron mansamente, pero eso es otra historia.

No es casual entonces que YPF argentina haya sido privatizada en los 90, a principios de un ciclo donde el petróleo se iría convirtiendo en un bien primordial, insustituible para el modelo industrial, y causa de políticas de agresión en todo el mundo.

Y no fue solamente sacarla de la órbita estatal, único reaseguro de control social, sino también el saqueo de sus reservas, causal de fuertes cambios en la tenencia de activos financieros de los accionistas, y la extracción salvaje en función de agotar rápidamente el recurso.

Téngase en cuenta que en la crisis de 1973 la OPEP elevó los precios del crudo en casi un 400% e incrementó el precio del barril a 12 dólares, gracias a los acuerdos secretos entre las grandes productoras y los jeques saudíes, y hoy se cotiza a más de 70 dólares.
Algo similar sucedió en Bolivia, el gran productor sudamericano de gas. Y con las interconexiones de los gasoductos a Chile, mientras se dejaba de abastecer al mercado interno.

Otro fenómeno de explotación intensiva de los recursos latinoamericanos fue el implante masivo de soja, la panacea de los laboratorios del complejo genético-farmacéutico norteamericano, mediante el uso masivo de desfoliantes, que además cambió la estructura de propiedad de la tierra de uso agrícola.

América Latina no es el proveedor exclusivo de materias primas al Primer Mundo. Países africanos inmensamente pobres como Nigeria y el Congo tienen el raro privilegio de ser grandes exportadores mundiales de petróleo, uranio, cobre, níquel y de ciertos minerales raros utilizados para sostener las industrias de los semiconductores.
Además de la soja, el petróleo y los minerales raros, también apareció la forestación masiva con especies exóticas.

Mientras el implante de soja produjo sólo en Paraguay la desaparición de 450 mil hectáreas de bosques nativos, Uruguay tiene 700 mil hectáreas (parte de ellas de sus tierras agrícolas, por un fenómeno que veremos luego) de bosques implantados desde 1987.

Si la soja es un insumo para producir carne animal de posterior consumo humano, los pinos y eucaliptos lo son para la fabricación de celulosa, insumo del papel continuo. En uno y otro caso, con explotación intensiva de la tierra, escasa utilización de mano de obra, siempre no calificada, y un valor agregado igual a cero.

Por eso, la contaminación que producirá la instalación de plantas productoras de celulosa a orillas del río Uruguay no es un problema exclusivamente ambiental sino de carácter político, derivado de la sobreexplotación de los recursos naturales para la producción del Norte.

Sólo la finlandesa Botnia producirá un millón de toneladas anuales, más de lo que producen las 60 plantas de celulosa existentes en Argentina, que abastecen exclusivamente el mercado interno.

Parte de esa celulosa volverá al Uruguay importado como papel continuo, un producto caro. No son pocas las voces que se han alzado en ese país, advirtiendo esta paradoja. Y en definitiva, el esquema es similar al modelo de las lanas argentinas que se exportaban (sucias, sin valor agregado) a las textiles de Manchester y retornaban a nuestro país como los más finos casimires ingleses.

Consecuencias, nuevas y conocidas

La explotación intensiva agrícola y minera, además, cambió profundamente el medio ambiente. Regiones desérticas se volvieron fértiles, pero también al revés. Las obras hidroeléctricas alteraron el curso y caudal de los ríos, produciendo desplazamientos de población y desertización aguas abajo.

La biodiversidad, necesaria para que un sistema natural se encuentre en equilibrio inestable, fue reemplazada por monocultivos intensivos, y luego por el uso masivo de fertilizantes y desfoliantes. Los bosques naturales fueron perdiendo terreno ante la agricultura industrializada.
Los medioambientalistas no han resuelto en el fondo el problema de atender por un lado la biodiversidad, y cómo alimentar a poblaciones crecientes y satisfacer las demandas de la economía, por otro.

Hay algunas opiniones sobre sustentabilidad, pero pocas son serias. Pareciera haber una conciencia individual creciente del problema, por ejemplo a través de la educación de las nuevas generaciones, pero los grandes grupos económicos tienen prioridades muy distintas, y es probable que cuando se tenga conciencia general (si es que existe algo así, entendido como la suma de millones de conciencias individuales y descontextuado del poder y la manipulación mediática) en un futuro lejano y por efectos de la educación, ya será tarde.

Con sus altos precios, el cultivo de soja transgénica lleva insensiblemente a una economía de monocultivo.
Los ambientalistas han alertado -aunque sus voces siguen cayendo en el vacío, como si exageraran- sobre las múltiples consecuencias del uso de esa oleaginosa en la salud humana, el agotamiento de la tierra, el uso masivo de herbicidas y fertilizantes y el desequilibrio del medio ambiente.

Sin embargo, en gran medida toda la política económica argentina depende de la exportación de soja, por la magnitud de las retenciones que produce, de modo que, como en la publicidad presidencial que toma Mike Nichols en Primary Colors- no es sensato cambiar de caballo en la mitad del río.

Como con la contaminación del Riachuelo, en algún momento la sociedad argentina deberá discutir seriamente qué sucede con el modelo sojadependiente.

Esperemos que no cuando sea demasiado tarde.

En cuanto a la forestación para fabricar pasta básica de celulosa (de muy bajo valor agregado) mediante disolventes químicos, usada como insumo para el proceso de papel (de alto valor agregado) en plantas de alta tecnología ubicadas en el hemisferio norte, había pasado inadvertida hasta la crisis de Argentina y Uruguay.

Desde mediados de los 80, la proliferación de bosques artificiales en Uruguay y la Mesopotamia argentina parecía la extravagancia de algunos inversores postmodernos con ganas de respirar aire puro, o la decisión de algunos propietarios de campos que los veían como una inversión más rentable que la agricultura y la ganadería, porque la tonelada de madera para pulpa se pagaba 60 dólares.

Y nos fuimos enterando de a poco.

En la actualidad, más del 95% del papel producido en el mundo se fabrica con celulosa de madera como la que producirán Botnia, Ence y Stora-Enso, y que será exportada a granel.

Disuelta la fibra de madera, la pulpa tiene un altísimo porcentaje de agua, un recurso sudamericano que se evapora en el proceso de fabricación del papel. El eucalipto, además, acidifica gravemente los suelos.

Los bosques fueron implantados con créditos del Banco Mundial, organismo financiero que monitorea la sustentabilidad del modelo mundial de súper-explotación de los recursos, y luego de que se avizorara el cercano fin de los bosques tropicales naturales usados para producir papel.

El periodista Raúl Zibechi, de Brecha, describe qué pasó después: “Como muchos países siguieron las recomendaciones del BID y el Banco Mundial, la oferta mundial de madera pulpable creció y los precios bajaron a menos de la mitad de lo que habían alcanzado en el momento en el que se promovió la forestación masiva como negocio seguro, rentable y confiable. Ahora, con un precio de entre 23 y 28 dólares la tonelada, muchos pequeños inversionistas privados no han podido recuperar la inversión”.

Sintonizados los gobiernos con esta política, se promulgaron leyes de promoción a la forestación (aquí con el IFONA, Instituto Forestal Nacional) mediante desgravación: en 12 años el Estado uruguayo invirtió 500 millones de dólares, mediante créditos blandos, construcción de infraestructura y desgravación.

El ingeniero Pérez Arrarte, investigador del Ciedur (Centro Interdisciplinario de Estudios sobre el Desarrollo) de Uruguay, explica claramente la particularidad de este emprendimiento en su país:

“Cuando modificamos radicalmente el uso de un ecosistema, cambia la producción de los bienes materiales tangibles (carne, lana, madera, hortalizas) y los servicios ambientales que ese ecosistema provee, como el agua de lluvia que recarga los acuíferos, usados tanto por los productores como por los centros urbanos de su cuenca.

Las plantaciones de eucalipto, sobre todo en el nacimiento de los ríos, reducen el rendimiento hídrico de las cuencas entre un 50 y un 70%, corroborado por un seguimiento que ya tiene entre 15 y 20 años. Esta reducción es apreciable en departamentos con el 30 ó 40% de su superficie dedicada a la forestación, como Soriano, Paysandú y Rocha.

Esta caída reduce el agua en las represas, y luego la generación de electricidad, con su efecto sobre las poblaciones y la industria, y se perjudica la producción de arroz”.

Luego, las forestaciones avanzaron sobre la producción agrícola, porque siendo alto el costo del flete, al empresario le conviene plantar en zonas no forestales y no estar desgravado, pero reducir el costo del transporte.

En cuanto a los beneficios que traerán las plantas fabricantes de pasta básica de celulosa, Pérez Arrarte agrega que “las empresas crearían apenas 600 puestos de trabajo, no pagan impuestos por estar en zonas francas, y no requerirán servicios portuarios porque tienen sus propias terminales portuarias”.

Ese es el modelo.

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