Marcha atrás

Jorge Barreiro / Brecha 20-5-05

La idea de que el hombre es un ser dotado de razón y que en su búsqueda de la ‘verdad’ no debe reconocer más amo que su propio discernimiento ni respetar más autoridad que el pensamiento se fue abriendo camino durante siglos. Hoy está instalada en buena parte de la humanidad y se la enseña a los escolares de casi todo el mundo occidental. En una época en la que el ciudadano parece creer que los beneficios y derechos de los que goza son una dádiva que la sociedad le ‘debe’, conviene recordar, sin embargo, que esa aún incompleta emancipación humana del dogma y la fe no viene siendo lo que se dice un camino de rosas.

Miles de “herejes” fueron sacrificados, millones de libros fueron quemados, y el miedo se apoderó de hombres y mujeres que así renunciaron a desafiar la creencia impuesta por la tradición. A la cabeza de la resistencia a ese periplo emancipatorio estuvieron y están sistemáticamente la Iglesia Católica y las religiones en general. Crucifijos, amenazas de condenas eternas, hogueras, jihades y el acero de las espadas fueron los instrumentos de que se valieron y valen los irreductibles.

Esa batalla entre el pensar y el creer, entre quienes no están dispuestos a detenerse a las puertas/murallas de los “principios” (que es el nombre que casi siempre asume el prejuicio o el dogma) y quienes son incapaces de convivir con la incertidumbre y el desasosiego inherentes a la vida y, en particular, a la vida bajo este comienzo de milenio, sigue, pues, abierta.

Es un asunto que ni en la Europa más ilustrada y civilizada ha terminado de laudarse (no hablemos de los Estados Unidos de George W. Bush, cuyas iniciativas políticas y militares pretenden justificarse antes en mandatos divinos que en elecciones políticas y por lo tanto humanas). Aún hoy las páginas de opinión de publicaciones respetables y numerosas intervenciones de intelectuales de España, Francia y media Unión Europea están dedicadas a debatir cómo enfrentar la “cuestión religiosa” en la sociedad moderna, un asunto que aún parece tenernos reservados varios capítulos.

Hasta antes de ayer croatas, serbios y bosnios musulmanes cometieron en el corazón de Europa las peores matanzas, entre otras cosas en nombre de sus respectivos dioses. En el origen de muchos de los crímenes más atroces que se cometen en el mundo sigue estando, aún hoy, la pretensión de que los criterios religiosos, o étnicos, tengan la última (o la primera) palabra en asuntos políticos.

También en este país hubo auténticas batallas políticas e ideológicas en torno al papel de la religión en la sociedad. Comenzaron en el siglo XIX y los historiadores parecen estar de acuerdo en que ese conflicto se concluyó con el definitivo triunfo de la secularización en las dos primeras décadas del pasado siglo: supresión de la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, matrimonio civil, aprobación del divorcio, supresión del juramento religioso de las autoridades gubernamentales, supresión de honores militares a jerarcas católicos, eliminación de imágenes y crucifijos en hospitales y un largo etcétera.

También en este caso la resistencia a una política que se negaba a que el clero católico metiera sus narices en los asuntos de la polis o tuviera algún tipo de privilegio respecto a las demás religiones estuvo encabezada por quienes vestían sotanas y blandían crucifijos y anunciaban que la modernidad traería las peores calamidades, tal como las siguen anunciando hoy ante la legalización del aborto en muchos países o el casamiento entre homosexuales.

Para quienes no comulgamos con la idea de que lo esencial es lo propio e intransferible, los localismos folclóricos románticos y demás aspectos aleatorios de nuestra condición, sino lo que tenemos en común con todos los humanos, esta temprana separación de la Iglesia del Estado, la secularización de la vida social y política en general, es una de las pocas tradiciones políticas de este país que reivindicamos con orgullo.

Porque esa secularización fue un proyecto político, es decir una iniciativa humana consciente y no el resultado de circunstancias aleatorias como nuestra situación geográfica, por ejemplo. Si el respeto a la tradición fue por lo general el camino más seguro para mantener el orden establecido, por más injusto que fuera, hay algunas pocas tradiciones que parecen destinadas a todo lo contrario: una de ellas, que ya ha hecho un largo recorrido en Occidente, y en Uruguay en particular, es la de que la religión debe quedar fuera de los ámbitos públicos y ser confinada tras los muros de la “intimidad”.

Si los curas de misal y rosario quieren participar del debate público sobre cualquier asunto que concierna a temas importantes para la sociedad tienen todo el derecho a hacerlo, como cualquier otro, pero en su condición de ciudadanos, es decir esgrimiendo argumentos razonables y razonados y no proclamando autos de fe, no pretendiendo que su condición religiosa les otorga un derecho suplementario.

Cuando de alcanzar leyes justas o razonables se trata (y esta es una empresa en la que una parte de la humanidad está embarcada desde hace una buena temporada) la posición de la Iglesia no vale más que la de cualquier ciudadano armado de un argumento.

La lucha contra el oscurantismo, la mera creencia, el dogma religioso, el enterramiento de los privilegios de la Iglesia Católica en Occidente y por su separación definitiva de los asuntos estrictamente políticos no fue ni es un proyecto de izquierda o de derecha, sino estrictamente moderno.

En todo caso, el afán por desterrar al clero y la fe de los asuntos públicos fue en sus primeros tiempos un asunto de la burguesía ilustrada para la que la tradición, el dogma y, sobre todo, los privilegios de la Iglesia, conspiraban contra el desarrollo del incipiente capitalismo.

Pero la izquierda de todo el mundo, con la excepción de algunas corrientes relativamente recientes y demasiado atentas al “retorno de lo religioso”, hizo suya esa tradición.

Puede aceptarse que a la definición de Marx de que la religión es “el opio de los pueblos” le ha salido un competidor, el nacionalismo; pero eso no quiere decir que haya perdido vigencia su idea de que la libertad no es asunto de creyentes (¡de ningún tipo por cierto!), sino de individuos que más bien descreen, se interrogan y dudan.

A pesar de las continuas “recaídas” en lo religioso que suele provocar el desasosiego que produce al individuo secularizado la ausencia de Dios y su estar solo-en-el-mundo, nuestro optimismo ilustrado nos juega malas pasadas y nos empuja a pensar que siempre habrá final feliz y que el laicismo ganará la partida.

Sin embargo, la experiencia indica que no hay conquista democrática que se alcance de una vez y para siempre: ni la libertad ni la justicia son lugares a los que se llega para quedarnos de una vez y para siempre allí instalados.

Una prueba de que el camino recorrido se puede desandar es que el primer presidente de izquierda de la historia de este país parece estar intentando que la Iglesia Católica recupere una parte del espacio perdido.

Creo que no exagero si afirmo que tenemos el gobierno más confesional de las últimas décadas, sin dudas desde la restauración de la democracia. Ni siquiera el pío y devoto Luis A. Lacalle llegó tan lejos.

En sólo dos meses y medio de gestión del nuevo gobierno ya tuvimos el envío de la ‘primera dama’ como representante del gobierno a los funerales del papa en Roma, la imposición contra viento y marea de la estatua de Juan Pablo II en un lugar destacado de la ciudad y el anuncio -tras un encuentro con el arzobispo de Montevideo- de que el presidente vetará una eventual ley que legalice el aborto.

Lo primero es difícil de digerir, aunque la involucrada esgrima el casi imposible argumento de que su viaje fue de carácter privado.

Lo segundo es preocupante porque da toda la impresión de que el gobierno está más atento a las inquietudes de grupos de poder y de presión, como la Iglesia, que a los imperativos laicos de la constitución y la sensibilidad de los ciudadanos de este país y porque, a juzgar por la devoción con que los ediles oficialistas levantaron sus manos para darle luz verde a la instalación de la estatua, parece que espera más adhesiones incondicionales que espíritu crítico (algo muy propio de las religiones, por cierto).

Y lo tercero es lisa y llanamente indignante: que un presidente que se dice socialista advierta que vetará una eventual legalización del aborto por un Parlamento en el que tiene mayoría absoluta (lo que supone enfrentarse a su propio partido y a proyectos elaborados por sus propios legisladores) es sencillamente lamentable.

Más aun si se tiene en cuenta la relación entre ese anuncio y la reunión con monseñor Cotugno que lo precedió y lo es más aun cuando “explica” que su oposición se debe a su condición de médico, como si no pudiera haber médicos partidarios de legalizar el aborto. No es, pues, una interpretación caprichosa suponer que detrás de su oposición a la legalización del aborto no se descubrirá más ‘razón’ que su condición de católico. Nuestro presidente debería saber que en un debate público eso no es argumento suficiente y que, en esas condiciones, su veto no podrá interpretarse de otro modo que como un acto de autoritarismo que entre otras cosas le da la espalda a décadas de lucha de las mujeres y de movimientos sociales de todo el mundo por la legalización del aborto.

Casi nadie discute que las determinaciones de una economía global imponen al gobierno algunos límites difíciles de superar, pero en el terreno de los derechos democráticos, de la conquista de nuevos espacios de libertad y, particularmente, en el de la defensa y la profundización de lo ya conquistado, se debe ser muy exigente con un gobierno que se dice de izquierdas.

Digámoslo ya de una vez: estas iniciativas del presidente constituyen un auténtico retroceso en el ámbito de las relaciones entre el Estado y la Iglesia y llama la atención que en filas de la izquierda casi nadie haya levantado la voz para recordarle que los que votamos por el ‘cambio’ no estábamos pensando precisamente en este género de cambios.

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