Por Causa Popular.- Desde que se desató el proceso de la revolución industrial en el siglo XIX, el sistema económico mundial fue aumentando su integración en forma exponencial. La libre circulación de mercancías, sin impuestos ni prohibiciones, fue el anhelo del capitalismo desde su propia constitución. Sólo una de estas mercancías, ese mercado nunca iba a poder liberar: la fuerza de trabajo. En los últimos meses, acontecimientos protagonizados por los inmigrantes, legales e ilegales, a nivel mundial pusieron a la orden del día un postergado debate. La inmigración, aunque con más profundidad la primera que la segunda, históricamente cumplieron la función de mano de obra barata, o esclava, como quedó demostrado con los talleres textiles en pleno centro porteño. Por su propia dinámica competitiva, la economía mundial no pudo evitar su permanente crecimiento. Estados Unidos, Francia, pero también Argentina, país dominante junto con Brasil respecto a sus vecinos, son apenas la punta de iceberg de un fenómeno muy complejo que recién ahora toma estado público que, gracias a la masividad alcanzada, le permitió una visibilidad mediática siempre negada.
A fines de 2005 comenzó una bola de nieve que comenzó el propio gobierno norteamericano contra sí mismo. Desde el corazón de los Estados Unidos se despertó un gigante dormido y para ello sólo fue necesario que George W. Bush insistiera y presionara al Senado para la aprobación de una ley que ya contaba con la aprobación de la Cámara de Representantes y que considera a los inmigrantes ilegales como criminales o delincuentes y prevé su arresto y deportación además de la construcción de una muralla a lo largo de toda la frontera que separa Estados Unidos de México.
Hasta ahora el proyecto fue frenado por una votación que se hizo eco de la movilización de millones de hispanos por todo Estados Unidos, pero nada indica que los planes deliberados para deportar inmigrantes ilegales hayan llegado a su fin.
En Estados Unidos hay 40 millones de hispanos que viven legalmente y se estima que hay 12 millones que viven sin papeles. Buena parte de ellos se movilizó por todo el país desde que se aprobó el proyecto en la cámara baja y la presión logró que el Comité Judicial del Senado norteamericano diera un giro a la crisis por las propuestas de reformas a la ley de inmigración aprobando la propuesta más opuesta a las tesis republicanas de línea dura.
Por doce votos contra seis se aprobó el proyecto de ley del republicano John McCain y el demócrata Edward Kennedy, que endurece los controles fronterizos, crea un programa de trabajadores temporarios y legaliza a ciertos trabajadores indocumentados. El proyecto se encuentra en los antípodas del aprobado a fines de 2005 por el Comité Judicial de la Cámara de Representantes, que haría de la inmigración ilegal un delito federal y que causó la ola de gigantescas manifestaciones multirraciales iniciadas en Los Angeles con una marcha de entre 500.000 y más de un millón de personas.
Entre las vergonzosas explicaciones que dio Bush fue que los inmigrantes «hacen los trabajos que los estadounidenses no quieren hacer», pero lo cierto es que el perjuicio de la mano de obra mexicana sobre el ingreso de los trabajadores estadounidense llega al 8 por ciento. Un estudio de la Universidad de Harvard reveló que los estadounidenses sin secundario completo ganarían un 8% más si no fuese por la inmigración mexicana.
El dato crispó los argumentos a favor del proyecto oficial, pero hasta el economista Paul Krugman reconoció que “no deberíamos exagerar estos problemas. La inmigración mexicana desempeñó un «papel modesto» en la creciente desigualdad de EE.UU. Y la amenaza política que la inmigración poco calificada plantea al estado de bienestar es mucho más grave que la amenaza fiscal: por sí sola, la desastrosa ley de medicamentos de Medicare conspira más contra las finanzas de nuestro sistema de seguridad social que la carga de ocuparse de la inmigración ilegal.”
Durante los últimos años el aumento de la inmigración mexicana fue leve, pero ante el ajuste que impone el gobierno de Bush al Estado de Bienestar y el creciente desempleo, ese aumento ha perjudicado a los estadounidenses nativos pobres.
Sin embargo, entre reducir los niveles de pobreza y tomar medidas que impidan una mayor precarización laboral que haga aún más recesivo el ciclo económico norteamericano, los republicanos optan por expulsar a los trabajadores ilegales y a los que queden someterlos a condiciones laborales indignas como la de “trabajador invitado”, una categoría que el gobierno de Bush había creado en la polémica ley que la Cámara Baja aprobó en noviembre de 2005 y que consistía en un pase precario para ser explotado en territorio estadounidense, cobrar en dólares y ser expelido tras dos años de vender su fuerza de trabajo.
El plan que los republicanos anhelan implantar no contempla ni ciudadanía, ni derechos, ni reconocimientos profesionales, ni coberturas sociales para los millones de habitantes de su suelo que día a día sostienen con su esfuerzo una parte importante del sistema económico estadounidense.
Cuando Bush dijo que los inmigrantes «hacen los trabajos que los estadounidenses no quieren hacer», el economista Paul Krugman le contestó que se trataba de una aseveración “intelectualmente deshonesta” porque “la disposición de los estadounidenses a hacer un trabajo depende de cuánto se pague, y el motivo por el cual algunos empleos tienen una remuneración demasiado baja para atraer a los estadounidenses nativos es la competencia de inmigrantes muy mal pagos.” Una postal del esquema que traen consigo los Tratados de Libre Comercio que Washington negocia con varios gobiernos latinoamericanos.
La evidencia, a pesar de ser tan clara, tuvo que ser acompañada por millones de hispanos que reclamaron al gobierno norteamericano que se los considerara seres humanos antes que mano de obra. Hasta el republicano Arlen Specter, titular del Comité del Senado, admitió que “la opción de hacer que los extranjeros indocumentados vuelvan a sus lugares de origen es una definición muy, muy difícil; no hay duda de que han violado la ley estadounidense (…) pero es irrealista”.
Semejante reconocimiento en boca de un duro del gobierno de Bush no configura capitulación alguna, sólo es señal de que las grandes corporaciones que hablan y operan a través del gobierno republicano han resuelto barajar y dar de nuevo respecto de un problema que puede poner sus intereses en jaque. Es probable que las imágenes de miles de jóvenes inmigrantes arrasando París, en protesta contra una legislación laboral que los perjudicaba, estén muy frescas en las retinas de los hombres de Washington que, esta vez, han resuelto dar un paso atrás.