Hace exactamente 38 años, el capitán Pedro Giachino, un oficial de la Armada sin otra experiencia bélica que irrumpir a patadas en domicilios civiles durante la llamada “lucha antisubversiva”, utilizó ese método para intentar la captura del gobernador colonial de las islas Malvinas en su residencia. Pero una bala británica lo frenó para siempre. Unas horas antes las tropas argentinas habían desembarcado allí.
La invasión sorprendía a la opinión pública internacional, mientras una explosión de euforia triunfalista estallaba en Buenos Aires.
Sin embargo, todo indica que los Estados Unidos estaban ya al tanto de los preparativos del asunto. Algo que en tiempo y forma supieron transmitir a Londres.
Jaqueado por el desplome económico y la creciente ola de protestas, el general Leopoldo Fortunato Galtieri había emprendido la ocupación militar de ese territorio con la esperanza de perpetuar así la dictadura en el poder.
Fue el 10 de abril cuando el secretario norteamericano, Alexander Haig, se reunió con él para encontrarle una “solución” al conflicto.
Ese sábado, mientras el enviado de Ronald Reagan concluía tal visita, los noticieros mostraban al anfitrión, un sujeto ancho con mirada acuosa, en el balcón de la Casa Rosada.
La multitud exaltada y desafiante coreaba una y otra vez La marcha de San Lorenzo y el Himno Nacional, rematando las últimas estrofas con saltitos, antes de vociferar: “¡Argentina! ¡Argentina!”.
El dictador observó a su público con satisfacción; seguidamente, bramó:
– Qué sepa el mundo, América, que un pueblo con voluntad decidida como el pueblo argentino…
El griterío se impuso sobre su voz. Y la frase quedó inconclusa. Luego, sin solución de continuidad, volvió a bramar:
– ¡Si quieren venir que vengan! ¡Les presentaremos batalla!
Su bravucunada se prolongó hasta el 14 de junio. Aquel día ocurrió la capitulación argentina ante el comandante británico Jeremy Moore.
Nunca fue puesto en duda el apoyo norteamericano a Inglaterra, tanto por facilitarle la isla Ascensión para articular sus ataques aéreos como por los informes sobre las capacidades y movimientos de las fuerzas argentinas en el teatro de operaciones.
Pero ahora saltó a la luz que ese fue apenas un capítulo de una aceitada trama de espionaje a escala mundial, quizás la más espectacular en tiempos de la Guerra Fría, y que se mantuvo en el mayor de los secretos durante medio siglo: la “operación Rubicon”.
Eso se desprende de una cobertura conjunta del diario Washington Post, la cadena de TV alemana ZDF y la suiza SRF, en base a datos desclasificados por el National Security Archive (NSA), con sede en la capital de los EE.UU.
Esta trama gira en torno a una compañía suiza, la Crypton AG, dedicada a la fabricación de máquinas encriptadoras a países de los cinco continentes. Sus gobiernos, con el fin de proteger las comunicaciones reservadas, pagaban por ello una suma acorde a los secretos que querían guardar. Pero en realidad esa empresa pertenecía a la CIA y al BND (Bundesnachrichtendienst), el servicio secreto de Alemania Federal.
Fundada en 1945 por el criptógrafo sueco, Boris Hagelin, tal empresa comenzó desde entonces a comercializar sus aparatos en numerosas naciones, siendo él además un informante de la agencia norteamericana. Y ya al filo de los’70, al pergeñar su retiro, resolvió correr a su hijo del mando de la empresa. Fue cuando la CIA y el BND la adquirieron a través de una compañía offshore con dirección en el principado de Lieschtenstein. El vástago de Hagelin murió cinco meses después en un accidente vial que algunos tildaron de “dudoso”.
Desde entonces, EE.UU y Alemania Federal empezaron a comercializar máquinas a unas 120 naciones, que incluían a sus aliados de la OTAN –como España, Italia, Irlanda, Portugal y Turquía–, también al mundo árabe, entre otros países del Tercer Mundo. Y a las dictaduras del Cono Sur.
Lo cierto es que así comenzó una dinámica de monitoreo multinacional de informaciones diplomáticas, políticas y militares, ya que no había gobierno en el plantea (salvo la URSS, China y alguno de sus satélites) que no estuviera bajo su radar.
Sus máquinas –que parecían cajas registradoras con números y manijas deslizantes, además de un dial operado manualmente– estaban manipuladas a los efectos de retransmitir los mensajes a las centrales de la CIA y el BND con sus claves ya debidamente descifradas.
Al respecto, su utilización en América Latina merece ser reconstruido. Eso incluyó el seguimiento de sus procesos golpistas, y con un doble objetivo: conjurar el avance del comunismo y tener bajo control a los militares. En esa observancia, el Plan Cóndor no fue un espectáculo menor.
Ya se sabe que aquella alianza represiva entre las dictaduras de Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay y Perú contó con el beneplácito de los norteamericanos. Y que todos sus hitos –como el asesinato del ex canciller del gobierno socialista chileno, Orlando Letelier– ya estaban bajo el conocimiento de la CIA y el BND antes de suceder. De hecho, todos aquellos países habían acordado utilizar el mismo sistema de encriptado para sus comunicaciones, el sistema Condortel, abastecido debidamente por la empresa Crypto AG.
En este punto no está de más que evocar un hecho que sacudió al Viejo Continente: el secuestro y posterior ejecución del empresario alemán Hanns Martín Schleyer. Se trataba de un antiguo oficial de las SS que, al momento de caer en manos del grupo insurgente Baader-Meinhof, presidía una importante cámara patronal de Berlín. Su captura, cautiverio y muerte, sucedida entre el 5 de septiembre y el 8 de octubre de 1977 en tres países (Alemania, Bélgica y Francia), hizo pensar en Europa sobre la conveniencia de emular allí el Plan Cóndor.
Esta cuestión es mencionada en Operatión Rubikon, el documental de la ZDF realizado por Elmar Theveßen, Peter F. Müller y Ulrich Stoll.
Allí se menciona el arribo a Buenos Aires de tres agentes: uno del BND, junto a sus pares de Francia e Inglaterra. Su propósito era reunirse con colegas locales para interiorizarse en ciertos resortes organizativos de aquella alianza represiva. Pero no para volcarla al terrorismo de Estado explícito. En rigor, lo que les interesaba era aprender técnicas de infiltración en las organizaciones revolucionarias, dado que creían que los militares argentinos eran muy duchos en la materia. Vale considerar entonces un hecho coincidente: la presencia en la Embajada de Alemania del mayor Carlos Españadero.
El tipo había sido una suerte de estratega en la sombra del Batallón 601. Y se lo consideraban un burócrata del espionaje; su especialidad era el análisis y la valoración de informaciones. En paralelo cultivó otra de sus habilidades: el doblaje y la penetración del enemigo.
El tipo pasó oficialmente a retiro en 1977, aunque siguió vinculado al área de inteligencia del Ejército. Y con una extraña tarea: recibir familiares de desaparecidos con nacionalidad alemana que pedían ayuda en esa Embajada. Él aprovechaba para interrogarlos, además de obtener unos billetes por datos falsos. Siempre se sospechó que su rol allí era la punta de un iceberg. Tal vez en la Operación Rubicon esté la respuesta de su verdadero papel en ese lugar. ¿Acaso había sido asimilado al BND?
Los dictadores del Cono Sur siempre estuvieron muy lejos de suponerse espiados. Pero después de la catástrofe de las Malvinas detectaron una falla en los aparatos utilizados para codificar mensajes.
Crypto AG envió enseguida un representante a Buenos Aires para que convencer a los militares de las virtudes de sus productos. El enviado fue un tal Henry Widman; se trataba de un matemático de origen suizo especializado en criptología y con un largo historial en la CIA. El tipo hizo que esos clientes recobraran la confianza. Y continuaron comprando equipos.
Los aparatos de Crypton AG fueron utilizados en la Argentina hasta ya entrada la década del `90. Su cosecha informativa ahora está a la intemperie.