Malón blanco

Apuntes sobre la marcha macrista del 1º de abril: choripanes, colectivos y los riesgos de construir identidades políticas en espejo.
Foto: Nicolás Stulberg | Infobae
Foto: Nicolás Stulberg | Infobae

En primer lugar, pongamos el foco en la necesidad de la movilización. ¿Por qué el macrismo, que no abreva en ninguna tradición política que considere a la ocupación del espacio público como un valor, decide hacerla? Como dice bien Martín Rodríguez acá, para que la base social de Cambiemos decida salir a la calle tiene que existir la percepción de algo en el orden del forzamiento, de lo desplazado, de lo límite, del hartazgo: no se desperdicia el auto percibido valiosísimo tiempo y el propio cuerpo en una cuestión de orden público por cualquier cosa. Entonces lo primero a leer debiera ser esa sensación de “hay que hacerlo”. Por supuesto que los sutiles (y los otros también) aparatos propagandísticos macristas pusieron a jugar esta idea de necesidad. El diagnóstico sobre la situación nacional por parte de los jerarcas de Cambiemos que ésta decisión hace suponer es que están tomando nota de determinada gravedad. Varios funcionarios nacionales salieron a plantear explícitamente la trabajada y paranoica idea del acecho, personificada maniquea y convenientemente hacia la figura de la ex presidenta y su espacio político. En esa estrategia de vocación proscriptiva que manejan las cabezas pensantes de Cambiemos de intentar identificar al kirchnerismo con lo que está o debiera estar por afuera: de la ley, del sistema de partidos, de los “consensos político-institucionales”, del sentido común de la esfera política, también se juega un reflejo similar al que utilizó el gobierno anterior en su momento para ubicar al macrismo como adversario. La vieja y eficaz astucia de forzar, en cualquier circunstancia, la reducción de todas las posiciones políticas posibles o más o menos existentes a una fórmula binaria. Los riesgos son bien conocidos. Y por supuesto que la maquina no cejó en su incesante labor: el macrismo intenso social-media salió también a poner esta idea sobre la mesa y a convocar a la actividad de manera concreta; de la misma forma que funcionarios medios y altos sin visibilidad hicieron lo suyo. Pero astuta o acaso temerosamente, las grandes figuras del gobierno salieron a aclarar que ellos no estaban convocando, aunque hicieran lo contrario. De esa manera, si el 1A era un fiasco no podían adjudicárselo a ellos, o al menos se morigeraba su impacto negativo; y si pasaba lo contrario (como finalmente sucedió) no era muy costoso ni difícil subirse a la ola del modesto pero no despreciable triunfo de una plaza con bastantes personas. Pero vuelvo a esto: la mirada del propio gobierno sobre su situación se desnuda bastante menos perdida que lo que algunas voces indican. Marzo pegó fuerte y el acuse de recibo está firmado, no son autistas. Las masivas movilizaciones populares recientes dejaron en evidencia ante la opinión pública la falta de consenso social para llevar adelante sus planes de máxima, y fueron el motivo para una jugada riesgosa: la victimización como recurso puede tener virtud si es verosímil y si no se abusa de ella. Pero si el gobierno de Macri piensa que jugar al pastor y al lobo los próximos tres años le va a ser posible, probablemente sus expectativas sean desmedidas.

 

Choripanes y colectivos

Pero volvamos a la movilización del primero de abril y a las resonancias que trajo después de que el propio Macri saliera con cara de siesta y leyendo de costado un mensaje donde, explícitamente, menciona las dos palabras que despertaron la indignación o el fervor de los cibernautas y sobre todo las opiniones de distintos comentaristas. La mayoría de usuarios de Facebook y los analistas hicieron, llamativamente, hincapié en el primero de los sustantivos atacados por el presidente. El propio Horacio González en un artículo por momentos vahído, aunque siempre con algún pincelazo de claridad, le dedica una improductiva energía (menciona doce veces la palabra “choripan” y solo una la palabra “colectivo”). Por mi parte, me llama la atención que no se ponga la tónica en la segunda de las palabras, que me parece la verdadera cuestión del asunto. Pero veamos: Macri ataca, en primer lugar y de manera directa, a esa tecnología de la organización, a ese insumo básico de cualquier aparato, el “colectivo” como ómnibus. Pero, indaguemos un poco más, cualquiera sabe que el epicentro político de nuestra nación y sus antecedentes está situado, al menos desde la existencia del virreinato del Río de la Plata, en la manzana que ocupan la Casa Rosada, la Catedral y el Cabildo. Por lo que, desde el vamos, movilizarse a esa zona es el interés de cualquier manifestación con alguna pretensión más o menos seria de visibilidad. Ahora, si la mayoría de los movilizados vienen en gran medida de lugares como Barrio Norte, Palermo, Caballito, Belgrano, Villa Urquiza, Villa Devoto, algunas zonas de Lanús, Avellaneda, Vicente López, algunas zonas de San Martín, etc, va de suyo y no merece demasiados pliegues entender que llegar hasta ahí es sencillo, ya sea a través del subte, el ómnibus de línea, en el propio vehículo o caminando. Lo que sí es importante observar es que los convocados de este sector suelen estar vinculados a su referencia política por logísticas menos inmediatas que otros sectores sociales, pero no por eso menos orgánicas. ¿Qué quiero decir? Que un ciudadano de Claypole tenga una relación de frecuencia semanal o quincenal, en vivo y en directo, con algún puntero político zonal de lo único que habla es de la, en todo caso, mayor transparencia (o del estado técnico) de ese vínculo con respecto a la terminal política de aquel ciudadano que se piensa “espontáneo” o libre, que en vez de ser parte de un entramado social comunitario que lo contiene, su relación orgánica está mediada por la TV, internet, Facebook, Twitter, la publicidad en redes sociales, los trolls y los distintos dispositivos culturales a los que estamos permeabilizados en una sociedad como la actual. Si yo asisto a una movilización convocado por un referente de unidad básica o comité, y asisto en un ómnibus, mi mayor diferencia con el que asiste en subte, convocado por un tío a través de un mensaje de whatsapp en el grupo familiar (que a su vez fue convocado por un audio sospechosamente anónimo que circula en alguno de sus otros grupos de sociabilidad), está más relacionada con la tecnología de esa convocatoria, con la forma de ese llamamiento y el lugar social que cada sector de clase ocupa en el mundo del consumo, el trabajo, el acceso a los bienes culturales y el lugar físico en el que se vive que con el trasfondo ideológico (y mucho menos moral) de la cuestión. Por distintas razones que exceden este artículo hay grandes sectores de nuestra población que están inmersos en lógicas sociales menos mediatizadas que otros. Y suelen ser estos “otros” los que, por su posición social privilegiada en el debate público, suelen imponer el criterio, consciente o no, de “normalidad”. Pero como es ya viejo y sabido, si algo es “normal” es que alguien lo normativizó previamente para sus propios intereses. El otro día, volviendo en el auto de zona sur por la autopista Buenos Aires-La Plata, cuando pasamos de provincia hacia capital, le dije a mi hijo y a un amigo (de 4 y 5 años respectivamente), que miren hacia su derecha el río, y me respondieron “sí, lo estamos viendo”. Me di vuelta y estaban mirando un smartphone, jugando al Pokemon go, y a través de la pantalla veían el Río de la Plata sin necesidad de levantar la vista y percibir de manera directa la experiencia. Pero eso que ellos estaban viviendo también era una experiencia.

 

Si observamos bien, a principios del siglo XX, las organizaciones obreras de la FORA manejaban un sistema de convocatoria más parecido al que hoy tienen las multitudes macristas: la pegatina de afiches (hoy reemplazada por la propaganda a través de pantallas) y el boca a boca (hoy los audios de whastapp). Faltaban años de institucionalidad obrera, con su consecuente capacidad recaudatoria, para que esa tecnología se jerarquice y se complejice, logrando construir los tan mentados aparatos, que pueden pensarse virtuosamente como la fase superior del luchismo. Toda lucha reivindicativa, que necesariamente siempre es político-reivindicativa, tiene como objetivo deseado de posibilidades la construcción de aparato. Negar esto es negar la naturaleza misma de la lucha de las clases a través de la acción social y política. Por lo que la tecnología de la convocatoria es, en principio, forma, no ya contenido, no está ella atada a un lugar específico en la lucha de las clases o a los espacios políticos (y su simbología) que los representan. Ayer, en sus orígenes libertarios, la convocatoria “espontánea” era del movimiento obrero porque era lo materialmente posible para ellos. Las clases dominantes y sus representaciones políticas tenían otras maneras de intentar hacer prevalecer sus intereses. Pero hoy, entonces, el colectivo, el ómnibus me refiero, es en la realidad, fuera del discurso estigmatizante y anti político, lejos del color demoníaco con el que se lo pinta, un elemento concreto de democratización, de acceso a ciudadanía y de jerarquización republicana, toda vez que les permite a importantes sectores sociales, que de otra manera tendrían grandes dificultades para lograrlo, acceder a ese derecho político que implica la manifestación pública. Es claro que si los pobladores de Villa Scasso, en González Catán, toman la decisión de ir a la Plaza de Mayo, deben atravesar una cantidad de obstáculos notoriamente mayores a los que deciden hacerlo desde otros lugares. Pensemos en concreto: es el día de la marcha, me levanto temprano y camino alguna cuadra hasta el punto de encuentro, probablemente un centro comunitario, un club o una unidad básica. Allí, me espera un micro naranja y blanco, escolar. Como se espera que vaya mucha gente y para poder identificar fácilmente de manera visual a mis compañeros de columna, y también como ritual identitario, me pongo una pechera o una remera o una gorrita que sirva de distintivo. ¿Hay cierta infantilización en esta acción? Me subo a un micro escolar, como los nenes o yo mismo cuando era chico, y voy a un lugar al que no decido de manera cien por ciento consentida, igual que a la escuela a la que asistimos obligados por nuestros padres o por la misma sociedad de manera indirecta. La “adultez” ciudadana, consistiría en ir “por los propios medios”, o por los propios miedos: voy en mi auto, o voy en transporte público; no participo de esa logística que me conciudadana con mis compañeros de micro, que me reconoce con mis vecinos o compañeros de trabajo, barrio o cuadrilla. Sin embargo, muchas veces he visto un 24 de marzo en el subte a decenas de profesionales progresistas enfervorizarse en cánticos y arengas en los vagones, con esa acústica estimulante que refuerza la pasión y el desaforo, ese desahogo que algunos canalizan en la cancha o los recitales. Por lo demás, vivimos en Buenos Aires y existe el psicoanálisis, y muchos de los que reniegan de éstas prácticas por rústicas o precivilizadas experimentan momentos de inusual éxtasis en rituales de tercer tiempo rugbístico, euforias de boliche de música electrónica, divulgación de porno por whatsapp en grupos de amigos, u otras.

 

Pero permítanme seguir siendo literal, y vayamos a la primera acepción de la palabra colectivo de la RAE: “perteneciente o relativo a una agrupación de individuos”. Y la segunda: “que tiene virtud de recoger o reunir”. Y ni hablemos de la connotación de esta palabra en el universo popular nacional. ¿Estamos tan seguros que el ataque del presidente hacia esos conceptos es en el orden de lo “folclórico”? Pareciera que detrás de esa fresca e ingenua crítica a las formas y símbolos de una cultura política y social que le es refractaria hay en las palabras de Macri un cuestionamiento ideológico más profundo sobre capas menos superficiales del entramado ideológico, cultural y político del universo popular nacional y su lengua. Y ese cuestionamiento se verifica muchísimo más justificadamente en la palabra “colectivo” que en la palabra “choripan”.

 

***

 

Por otro lado, cualquiera que defienda la postura popular exaltando el choripán, aun pretendiendo ser paródico, no hace más que exacerbar el equívoco. Como dice Martín Rodríguez “hay que romper el espejo”. No nos debemos mirar en la imagen que el adversario se hace (o construye) de nosotros. Salvo que sea una decisión propia. La “resignificación” en la que a veces se hace noche como justificación conceptual de adoptar los clichés que el otro-adversario se representa de nosotros es más un manotazo de ahogado ante un relajamiento o fiaca intelectual sobre el ejercicio de pensarnos críticamente a nosotros mismos que una reflexión seria al respecto. Y me parece particularmente interesante desmarcarse de cualquier tipo de identidad no concebida ni consentida. Máxime cuando el denominado “retorno de la política” que se le adjudica al proceso kirchnerista trajo consigo algunos problemas no menores al interior de la cultura de las fuerzas militantes afines: está muy mal entendido por una camada grande de jóvenes activistas (llamémosle “el neo camporismo”) que el peronismo es, sobre todo, el chori, la cultura del aguante (expresada en su máxima actualización en el confuso fervor ricotero), y la “verticalidad” del movimiento. Todos equívocos. Todos entendibles o, sobre todo, explicables, como el lado b, como el “efecto no deseado” de la repolitización y la “peronización” de esa juventud. Pero sigamos explorando una literalidad: asisto desde hace más de 20 años a todo tipo de movilización social. Hubo años donde, y sin exagerar, participé de un promedio de no menos de tres movilizaciones por semana; nunca, jamás de los nuncas, comí choripan en alguna de ellas. No solo que no comí, sino que tampoco me lo ofrecieron, ni aunque hubiese querido me hubiera resultado fácil hacerlo. Nadie da choripanes. Lo que hay que hacer en todo caso es acercarse a los puestos que los venden (a un precio alto), de la misma manera que en cualquier otro evento masivo. Y esto, incluso, solo en los casos de grandes fechas; por lo demás, en las decenas de cientos de movilizaciones por cuestiones sectoriales ni siquiera existe esta posibilidad. Me parece absolutamente absurdo aceptar la exaltación de un elemento que ni es configurativo, ni accesorio, ni representativo de la amplia y rica cultura política del universo popular. Los movilizados de los sindicatos generalmente no prevén el tema alimento: todos son asalariados y a diferencia de las capas más humildes, la comida sigue siendo algo que queda enmarcado en el ámbito privado del hogar o, en todo caso, de la socialización amistosa. Por otra parte las movilizaciones gremiales no suelen ser tan extensas. Tienen, en otras palabras, más recursos materiales. En ese aspecto están más cerca de la multitud macrista del 1A que de los movilizados de Villa Scasso, aunque puedan ser, subjetivamente, orgullosos afiliados de sus organizaciones sindicales y participantes fervorosos de sus consignas y convocatorias. Pero el fondo, como siempre, es material. ¿Pero qué pasa con los movilizados de La Matanza? Para estar a las diez u once de la mañana en el centro de la ciudad de Buenos Aires hay que salir como tarde a las ocho de la mañana de allá, por lo que es lógico que se prevea el alimento. Pero lejos de cualquier estereotipación maliciosa de punteros repartiendo caramelos a sus súbditos, es ésa una práctica comunitaria muy arraigada: la mayoría de las organizaciones sociales actuales fueron paridas sobre el eje de la comida. O sobre la falta de ella. Por lo que el comedor es la institución que los reúne o los ha reunido originariamente. Y aunque luego se diversifique territorialmente la organización popular en ejes como vivienda, salud o educación, el comedor o el merendero siguen teniendo, en general, un rol importante. Por lo que la mayoría de estos grupos suelen llevar a las largas movilizaciones, donde se asiste, obviamente, con sus hijos, torrejas de arroz o fideo, generalmente preparada con las sobras del guiso cocinado en el centro comunitario, tortas fritas, o sandwich de picadillo de carne o el alimento a granel que la organización reciba de parte del ejecutivo nacional o provincial.

 

Entonces, si esta es la realidad de la inmensa mayoría de las manifestaciones populares, ¿por qué aceptar cándida, festivamente el mote, el desprecio? Tampoco intento combatirlo; en todo caso, si es cierto eso de que el contrario del amor no es el odio sino la indiferencia, permitámonos el más austero y siempre más prudente silencio a la efusiva incorporación por reflejo opositor. Porque en ese “el huevo o la gallina” sí es posible descifrar un origen en el campo del adversario. Lo contrario sería aceptar una humillación. Es el mismo gesto por el que una agrupación cultural kirchnerista se haya bautizado “Los negros de mierda”, o la “yegua y groncha”, etc. Ya Pablo Touzon ha caracterizado esta corriente de manera lúcida como “goriperonismo”. Algo parecido pasa con la mancillada e insana costumbre de pensar todas las consignas políticas con versos de canciones de Los Redondos: teniendo la riqueza de tradiciones con que cuenta el activismo juvenil argentino, desechar ponerse a repensar y recrear consignas, categorías políticas e ideológicas por frases de bandas de rock es, como mínimo, subestimarnos a nosotros mismos. Y el caso más nocivo de toda esa generación política que se volcó al peronismo o a sus adyacencias a través del neo camporismo es creer que el movimiento es verticalista: pocos espacios políticos más anárquicos que el peronismo, con sus miles de peronismos adentro, agrupaciones de agrupaciones, sistemas de sistemas, sub sistemas de sub sistemas, referentes de referentes, todos en busca, sí, siempre, de una cabeza que les permita trascender. Pero la disciplina es, en todo caso, una consecuencia del ejercicio del arte de la conducción, y es éste un arte que no se declama sino que se ejerce, o no. Esgrimirla, enunciarla, sólo puede ser el síntoma de su falta. Jugar a la policía del Kremlin en el peronismo es un negocio no solo no recomendable por insalubre, sino por inoperante. Como dijo uno de los hombres más lúcidos sobre el tema, Daniel Santoro: el peronismo es de arena.

 

Es este mismo movimiento autodegradatorio, por lo demás propiciado por el adversario, el que lleva a que algunos jóvenes de clase media se esfuercen en desmejorarse, repitiendo orgullosos palabras como “derpo”, “rosca”, “tranza”, y aprendan antes los oficios de la manipulación que los de la creatividad militante. No entender que tragarse a propósito “las eses” (es metafórico y literal a la vez el ejemplo) es, de manera lacerante, todo lo contrario a lo que el peronismo representa en esencia (y esto es lo que importa, las formas se adaptan y deben adaptarse a los tiempos), en tanto en la historia de nuestro país ha sido la encarnación concreta del proyecto político que le ha brindado a los trabajadores, por el contrario a este equívoco, la posibilidad de que sus hijos, a través de la educación pública y la movilidad social ascendente, dejen de tragarse las eses. Por supuesto que el proceso kirchnerista también incorporó a miles de jóvenes con ganas reales de transformar, plenos de una pasión patriótica que se palpa en cada manifestación desde que asumió el gobierno de Macri, y en cada acto de apoyo y de lealtad a Cristina ante la evidente estrategia política de anularla mediante la judicialización de su conducta política. Aún con todos los defectos y críticas a la construcción política de los espacios militantes kirchneristas sigue siendo ella, Cristina, la piedra en el zapato del sistema de poder en la Argentina.

 

Romper el espejo

Lo más difícil y lo más necesario de romper el espejo no es el ejercicio que parece querer realizar Horacio González sobre el final de su artículo, de oponerse en los mismos términos en los que nos piensan ellos. El viejo Sarmiento, ese gran padre de nuestra cultura política, severo y libertino, nos metió una estructura de la cual a veces hasta nos parece imposible salirnos. Como si una vez que hubiéramos escuchado la consigna ya nunca más hubiésemos podido escaparnos de ella. No hay que intentar invertir los términos de la dicotomía; no es que nuestra lucha sea por consenso para que se entienda que ellos son los salvajes y nosotros los civilizados, sino que debemos trabajar para dinamitar esa dicotomía, hermosa y terrible, de la que parecemos seguir presos desde, por lo menos, que él la enunciara. Y recordemos siempre que, originalmente, Sarmiento escribió “civilización y barbarie”. Por eso, ¡no aceptemos el convite, la provocación, el equívoco! Y permitámonos pensarnos siempre por la positiva, con nuestras propias categorías, tradiciones y perspectivas.

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