Una investigación periodística reveló recientemente que la mayor parte de los legisladores porteños se domicilian en Recoleta, Belgrano y Puerto Madero. Está bien que la gente progrese. Es natural que muchos vecinos de Pompeya, La Boca o San Cristóbal envidien esa prosperidad. Pero que aquellos habiten barrios selectos no dice mucho cuando no se aclara si ya venían con la felicidad puesta al ingresar a la política, si su alta condición social les era inmanente, o si por el contrario, la adquirieron durante su gestión del bien común.
En este último caso, se volvería a demostrar que la política sigue siendo una herramienta inmejorable para acceder a la cada vez más estrecha sociedad de las oportunidades y la movilidad social.
Son otros los caminos que se les abren a los pobres en el mundo de la movilidad social: desde el comercio de drogas ilícitas hasta la profesión de pastor evangelista, pasando por el fútbol profesional y los reality shows, cada una con sus específicos modos de ascenso, premios, castigos, prestigio, fortuna y fama temporal.
Quienes pueden dar cuenta de que la carrera política es un modo efectivo de ascenso social son los integrantes de la banda de Carlitos Menem, quienes en unos pocos años fueron promocionados de la ubicua clase media a la aristocracia nativa.
Con no ser una cuestión central, el domicilio de los legisladores podría servir para explicar el estado de desgobierno de la ciudad de Buenos Aires sobre todo desde el desastre de Cromañón.
En efecto, es imposible pedir a esos representantes que, además de cuidar los baches, semáforos y el aseo de las calles cercanas a sus domicilios, se ocupen además de los vecinos de Once, Pompeya, Chacarita, Villa Riachuelo, Lugano, Soldati, Barracas o San Cristóbal, y menos todavía de los de Villa Adelina (barrio donde Los Callejeros produjeron sus primeros ruidos musicales) que por estar del otro lado de la General Paz, son de una jurisdicción foránea.
Otro fenómeno que deberán estudiar los que saben de eso, es por qué muchos vecinos pobres de cualquiera de esos barrios pobres insisten en votar a representantes domiciliados en los exclusivos lofts de Puerto Madero.
Hace ya unos cuantos años, el escritor Leopoldo Marechal había incursionado en la idea de que Buenos Aires había sido fundada y creció a espaldas del río, y por ello, el poder que se alojaba en sus edificios públicos estaba enajenado de su pueblo. Difícilmente hubiera podido pronosticar que en el futuro esas 140 hectáreas se convertirían en el modelo más palpable de un poder que benefició exclusivamente a un sector minúsculo y privilegiado, dejando al resto de la ciudad todavía más lejos del río.
De uno de esos lofts con vista privilegiada a la Reserva Ecológica debe haber salido ese nombre de fantasía, Pro, que bien puede considerarse heredero de aquella frase pronunciada un 25 de mayo de 1976: «Es nuestra intención erradicar la corrupción, ofreciendo como norma la honestidad, la idoneidad y la eficiencia… para dejar, de una vez por todas, ese ser anti y ser, de una vez por todas, pro».
Las expresiones de cierta parte, a veces mayoritaria, de la sociedad argentina, suelen seguir a decisiones económicas: a la tablita cambiaria y el “deme dos” le correspondió el “algo habrán hecho”; a la convertibilidad, el caso más patético de víctimas que votaban y apoyaban masivamente a sus victimarios. Un mismo orden de ideas serpentea aquí y allá, reviviendo con nuevas formas.
Por ejemplo, se está gestando con un proyecto de ley auspiciado por el amo del Pro, Mauricio Macri, según el cual las bancas del poder legislativo deben pertenecer (¿ser “propiedad de?”) a los partidos políticos y no a los diputados electos, y cuyo estudio habría sido encomendado al eventual constitucionalista y no menos eventual justicialista Cristian Ritondo, un ex-operador de Miguel Ángel Toma en cuestiones de “seguridad deportiva”, o sea, empresas de vigilancia, proveedores de equipos electrónicos y circuitos cerrados de tevé.
Con semejante artificio, y después de la sacudida de final abierto que protagonizara el doctor Lorenzo (un pediatra de Villa Devoto educado en las ideas de Cesare Lombroso, y para quien los agresores sexuales deberían ser lobotomizados o capados como terneros, indistintamente), Macri entra a la escena política por la puerta grande del ridículo.
Resultaría ingenuo creer que es una consecuencia del caso Borocotó.
El proyecto cabe cómodo en un modo de pensar dominante, y podría asimilarse a otras fórmulas ya conocidas. Una, afortunadamente muy del pasado, se probó cuando las tres fuerzas armadas se adjudicaron el 33 por ciento del poder para cada cual.
Cerrado el Congreso, las “bancas” se habían reducido a un grupito, el de los brigadieres, generales y almirantes que en partes más o menos iguales constituían la llamada CAL, Comisión de Asesoramiento Legislativo, donde revoloteaban los gestores de los grupos económicos beneficiados por la dictadura.
Durante esos años, las tales bancas pertenecían a las fuerzas armadas.
Otra fórmula es muy reciente, cuando se intentó prorrogar el mandato de los legisladores integrantes de la Sala Acusadora contra Aníbal Ibarra con el argumento falaz del “juez natural”, soslayando que los aquellos son “jueces” sólo como representantes del pueblo elegidos con un mandato a plazo fijo, que al cumplirse los vuelve a su condición de ciudadanos comunes, sin prerrogativas judiciales.
La aceptación de un alargamiento del mandato hubiera incorporado un antecedente peligroso en un país donde la ilegalidad sigue contando con un inmerecido ascendiente.
En ese caso, las bancas hubieran sido propiedad de una corporación conocida como Legislatura.
Otro ejemplo similar, aunque no se manifieste directamente relacionado con las bancas, reaparece cada tanto cuando se escuchan las voces airadas de Magdalena Ruiz Guiñazú o Marianito Grondona defendiendo el derecho de tránsito (en auto particular, no en el destrozado sistema ferroviario concesionado, donde tal derecho no corre para los usuarios) frente a otros derechos conculcados como el del trabajo, la alimentación o la vida.
Siguiendo esa misma lógica, Macri podría argumentar en el futuro que cometió un error al suponer que las bancas debían pertenecer a unos partidos anarquizados e ingobernables, proponiendo que se asignen a las empresas que los auspician a fin de reducir el costo de la intermediación.
La idea no explicitada en el proyecto es que el país se manejaría más eficientemente con una pequeña cámara de los lores, integrada por cinco o seis jefes partidarios que actuarían como capangas, legislando mediante una rápida negociación entre notables.
Macri debe verse a sí mismo como uno de esos notables.
Pero hay más.
El Pro, o las ideas afines a Macri, han sumado una nueva baja a favor del llamado “grupo kirchnerista” en la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires.
Se trata esta vez de la diputada Sandra Bergenfeld, ex-empleada del grupo Socma y vinculada a la archiliberal Fundación Bicentenario, quien, además de exhibir un encanto retrospectivo por su paso por las lentejuelas, y aunque no se le conocen desatinos forenses como los de su colega Borocotó, tanto como éste puede encuadrarse en lo más liberal del pensamiento político. Bergenfeld fue macrista de la primera hora, luego menos, y ahora, un poquito menos todavía, pero, presumimos, sin dejar de serlo en el fondo. Como Borocotó.
Si el Pro sumó una nueva baja, el oficialismo restó una nueva alta, y la jugada entra en el mismo orden de ideas que intenta Macri con esa jugarreta legislativa intentando determinar por ley la propiedad de las bancas.
Parecen darle la razón a quienes sostienen que el peronismo carece de toda identidad, si es que lo que gobierna en la ciudad puede llamarse así. Aunque sean medianamente justificables las sumas y restas del poder legislativo, donde las decisiones se toman por votación, hay otras cuestiones en juego, y para el psiquismo de Mauricio Macri debe resultar dramático que en treinta días haya perdido a dos de sus subordinados más capaces, además de a su esposa, y aquellos en manos del propio gobierno del que dice ser adversario.
¿Qué se les ofreció para dar semejante voltereta? ¿Descubrieron tardíamente su vocación justicialista?
Las bancas legislativas devienen de un mandato constitucional: no son propiedad de los partidos políticos, de la corporación legislativa, de los militares, de las empresas que los esponsorean, de Alberto Fernández, ni siquiera de los diputados. De otro modo, la democracia sería un sistema limitado a las jornadas de elecciones, y hasta el cierre de los comicios, y el resto del año, todos seríamos espectadores de las idas y venidas de los vecinos de Puerto Madero.