La persistencia de los presos políticos y su persecución, a pesar del cambio de gobierno, es un asunto que debe merecer nuestra especial atención, tanto por la injusticia que es urgente corregir, como por lo que ello nos puede revelar sobre nuestra condición presente como país. ¿Por qué continúan en prisión? ¿Quiénes son los responsables? ¿Qué hacer? ¿Qué significa aún que haya presos políticos? Aquí hay un reto de importancia: es evidente que su respuesta determina el contenido real de la democracia. Y que en la reparación de los dolores causados va la reparación de todo el pueblo.
¿Quiénes son los presos políticos? ¿Por qué lo son? Para unos, lo serían sólo si estuvieran a disposición del Poder Ejecutivo. Para otros, si fueran acusados de delitos políticos, tales como sedición o rebelión, como el caso de los políticos catalanes presos por los tribunales de Madrid, en España. En cualquier caso, se tratan de privaciones de libertad innecesarias o injustificadas, como explica muy bien E. Raúl Zaffaroni en una nota reciente. No deberían estar presos: sus detenciones son una arbitrariedad, una injusticia, no están correctamente justificadas según una interpretación racional del derecho procesal penal, de acuerdo a las pruebas de cada una de las causas.
El Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre Detenciones Arbitrarias considera arbitraria la privación de libertad en los supuestos de ausencia de fundamento legal, cuando la privación de libertad resulta del ejercicio de los derechos o libertades (vg. de conciencia, de expresión, opinión,reunión, o a participar de los asuntos públicos). O cuando la privación de la libertad es por motivos, entre otros, de discriminación política, social, étnica, etc.. En mi opinión, lo importante es considerar que en cada país, según las circunstancias de la época y el lugar, las modalidades de persecución varían, aunque es claro que se trata de una manera de debilitar o destruir políticamente al adversario, con invocación de razones de derecho y uso de la administración de justicia.
La opinión de cada uno de ellos es muy significativa y debe ser escuchada. Luis D’Elía es un dirigente político y social de reconocida y vasta trayectoria, actualmente de Miles por Tierra, Techo y Trabajo, y se encuentra en una situación muy grave de salud, por la cual merecería recuperar su libertad sin dilaciones, como parece ahora estar ocurriendo. D’Elía está preso desde febrero de 2019, por la condena a tres años y nueve meses por la toma de la comisaria 24 en La Boca, en 2004. El hecho es bien conocido: la toma de la comisaría fue una manera de ejercer la protesta social, junto con decenas de personas, en forma urgente e inmediata, para exigir justicia ante el homicidio del ciudadano Martín Cisneros, a manos de un narcotraficante. Dijo, también: “Acá persiguen a los que somos opositores a este régimen oligárquico, pro norteamericano, esta Argentina que nos duele tanto y nos toca vivir en el régimen macrista”.
Milagro Sala es una dirigente social y política de la Organización Barrial Tupac Amaru y del Partido por la Soberanía Popular. Ella lleva más de 1500 días privada de libertad, según el contador de la muy buena red virtual de noticias InfoSiberia, desde su primera detención mientras realizaba una protesta en la plaza central de San Salvador de Jujuy el 16 de enero de 2016. Dice el Centro de Estudios Legales y Sociales, “a partir de su detención hubo un entramado de “acusaciones consecutivas”, un despliegue de causas judiciales y un contexto de vulneración de la independencia judicial destinados a sostener la privación de libertad de Sala de manera indefinida”. La opinión de Milagro Sala es nítida: “Soy una presa política. No soportaron que una mujer, además negra y también india, haya conseguido construir miles de hogares».
El Grupo de Naciones Unidas sostuvo que, por haber sido electa parlamentaria del Parlasur (Parlamento del Mercosur), Milagro Sala goza de inmunidades, beneficio otorgado a los Diputados en la República de Argentina, entre ellas la inmunidad de arresto y de expresión. Pero también, destacó que las autoridades locales implementaron una estrategia de persecución penal de los
referentes de la organización Tupac Amaru y la Red de Organizaciones Sociales con el fin de impedir el desarrollo de una protesta social en la provincia de Jujuy”. Como antecedente, recordó que “en el año 2009, la organización Tupac Amaru fue estigmatizada ante el Congreso Nacional como una organización que “impone terror” en Jujuy. En el año 2012, la organización fue acusada, sin pruebas, de poseer 500 armas registradas en el Registro Nacional”.
“¿Quién se creía que era esa india?” es la fórmula desquiciada de la condena a Milagro Sala por su doble identidad de género y de raza, y su postura reivindicatoria de derechos, explica con lucidez, Dora Barrancos. Además, el federalismo en acción, la organización que lideraba Milagro Sala, es la que más obras públicas ha realizado en Jujuy, con planificación del estado nacional.
Amado Boudou dijo, en su alegato: “Acá también hay una cuestión de revancha de clase, de aleccionar, de que nadie se tiene que animar a cambiar las cosas. Los políticos que deciden cambiar la realidad son perseguidos. Primero desde el punto de vista mediático, luego desde el sistema de justicia”. Boudau, se sabe, es el emblema de la nacionalización del sistema previsional y la liquidación de las AFJP, instrumentos de drenaje de recursos públicos a favor de la especulación financiera internacional. Su persecución -y humillación pública- puede ser leída, sin mayor sofisticación explicativa, como una represalia del poder económico concentrado, para desalentar futuras estatizaciones o regulaciones normativas. Dice el periodista Raúl Kollman: “Es el establishment usando a la justicia para que no vuelva lo que ellos llaman “el populismo”.
6. Lo mismo puede decirse de Julio De Vido, quien es el responsable de la política de planificación federal y desarrollo de infraestructura más importantes desde los gobiernos de Juan Domingo Perón, como explica Federico Bernal, “en función de una Argentina efectiva y verdaderamente democrática, autosuficiente, soberana y federal. Es que en las mentes estrechas, retorcidas y cargadas de visceral odio a todo lo popular como son las de la oligarquía argentina».
Fernando Esteche, por su lado, dijo: “soy un preso fácil, soy un preso necesario porque es evidente que más allá de la inconsistencia probatoria, los estigmas, anatemas, el perfil público de alguien como yo asociado a determinados repertorios y, como producto de esto, recluido en cierta marginalidad política, resulta una presa fácil para alimentar a ese sector de nuestro país sumergido en la fascinación revanchista”.
Las prisiones preventivas incluyeron también a Carlos Zannini, Héctor Timerman, quien falleció por una grave enfermedad contraída mientras era cruelmente perseguido, y la misma dos veces ex Presidenta electa del país, Cristina Fernández La condena reciente a Martín Sabatella, titular de la AFSCA cuando se intentó adecuar la realidad empresarial concentrada a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, una de las más democráticas leyes que hemos tenido. Si se observa detenidamente, fue una persecución destinada a quebrar la democracia, porque todo esta ponía en jaque todo el sistema democrático. La trascendencia y gravedad del asunto es evidente. En algunos casos se justificó su prisión con el único argumento que, al tratarse de ex funcionarios estatales, podrían utilizar sus influencias a su favor, como un “poder residual”. Lo que me pregunto es que, de ser así, cualquier imputación a cualquier funcionario le valdría la inmediata privación de la libertad. Esto funcionaría como un aliento a quienes pretendan destruir al adversario político, por el solo hecho de ejercer la función pública. Además, esa interpretación de la ley contradice la que mayoritariamente vienen haciendo los jueces penal, que exigen las pruebas concretas en el caso de la posibilidad de eludir la justicia o entorpecer la investigación.
Entonces, todas estas descripciones conforman situaciones que encuadran en la definición dada por el Grupo de Trabajo de Naciones Unidas, violatorias de los más elementales derechos políticos en democracia. Se tratan de persecuciones penales y detenciones, de diferentes maneras según los casos, en razones de respuestas del sistema político y económico a ejercicios de derecho
En resumen, se han utilizado los procesos judiciales desarrollados en los diferentes tribunales, para resolver disputas políticas, en confluencia con los medios de comunicación hegemónicos: unos persiguen mientras que los otros destruyen la imagen pública de la persona para justificar su encierro.
A todas estas situaciones se las he explicado como parte del Lawfare en el continente, una táctica de guerra no convencional, cuyo origen se detecta en documentos de la estrategia militar no convencional de los Estados Unidos. Esto seguro es así, los datos y hechos que lo indican son muchos y no los vamos a detallar aquí. Su significado geopolítico e imperial es innegable, más cuando en nuestro país, la justicia federal desde los años 1990 ha sido fuertemente objeto de la política exterior de los Estados Unidos (vg. DEA, la embajada). Sin embargo, podría ser una insuficiente explicación para entender la realidad de nuestro país, y llevarnos a diagnósticos no precisos, como el de creer que un simple cambio de gobierno o decisión política la resuelve.
¿Qué significado tiene su persistencia en la actualidad, qué nos revela? Veamos, brevemente, algunos apuntes para pensarlo. La criminalización de la protesta social ha sido, desde su origen, una constante del poder judicial. En los años 1990, tenemos numerosos casos, como, por mencionar sólo uno, el de la maestra de Bariloche, Marina Schifrin, quien fue condenada por participar de un corte de calle junto a sus compañeros docentes, para pedir por sus derechos laborales y sociales. Muchos jueces también, han sostenido que la protesta social no debe ser objeto de reproche penal, de acuerdo a una interpretación democrática de las leyes. Lo contrario viola el derecho constitucional a peticionar a las autoridades, o a tener una opinión diferente. Visto así, dos tendencias al interior del judicialismo argentino se desarrollan en todas sus áreas intervención. Una más democrática que la otra. Si nos referimos a las tendencias, hay un poder judicial oligárquico y otro democrático.
Este accionar es un rasgo que se ha reiterado desde el origen mismo del poder judicial en nuestro país. El poder judicial tiene su propia configuración histórica que hizo lo que ahora es, y no otra cosa, como apéndice del orden dependiente, elitista y de atraso económico. Por eso, esta utilización política de los tribunales es una característica presente en la deriva autoritaria de la instauración de regímenes oligárquicos. El modelo agroexportador con dependencia económica creó un país a su medida, a partir de las instituciones mínimas necesarias para su supervivencia: los bancos, el comercio, la policía, una mínima burocracia estatal y los tribunales. A éstas las dotó de una ideología o visión de país, acorde a esa mitología necesaria tanto para la subordinación servil como para la represión a cualquier política desarrolladora del interés nacional y la justicia social. El orden oligárquico creó un poder judicial a su medida que sobrevivió en el tiempo. Después de todo, este es el rol político del poder judicial en cualquier sociedad: asegurar a eficacia de las leyes creadas por los otros poderes.
En 1862, el mitrismo sometió a los pueblos del noroeste argentino resistentes, por medio de una guerra con envió de tropas criminales justificada por imputaciones sobre delitos comunes. Los jueces la denominaron de persecución policial contra delitos comunes, para eludir la prohibición que establecía la Constitución de 1853 de la pena de muerte por razones políticas. Ya en el siglo XX, la persecución contra Hipólito Yrigoyen y Juan Perón, en 1930 y 1955 respectivamente, también tuvo base en procesos judiciales de diferente tenor, igual que la desplegada contra sindicalistas, militantes políticos y ciudadanos comunes.
Desde los inicios de la Argentina moderna quedó fijado el rol conservador del Poder Judicial, en particular a través de la Corte Suprema, en su carácter de conductora política de la institución.
En 1945, las fuerzas conservadoras que disputaban la dirección del país y confrontaban a la modernización representada en la posición de Perón y sus aliados políticos -sindicalistas, empresarios nacionales, militares nacionalistas- que implicaba una apertura democrática, ampliación de la base popular de participación, y autonomía nacional frente a Gran Bretaña y los Estados Unidos. En el momento más arduo de esa disputa, esos sectores le demandaron a Farrell, el presidente de facto, la entrega del poder a la Corte Suprema, lo cual se expresó en la Marcha por la Constitución y la Libertad, el 19 de septiembre de 1945 en las calles de Buenos Aires. La propia Corte se negó a convalidar el nuevo fuero Laboral, creado por Perón para la defensa de los derechos de los trabajadores que, hasta entonces mantenía la regla de la libre acuerdo entre las partes individuales para regular las relaciones de trabajo. Al poco tiempo, declararía incluso la inconstitucionalidad de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social, con el apoyo de la corporación patronal, terrateniente y la prensa conservadora. Así, al Poder Judicial se le asignaba el rol de garante en última instancia del orden conservador y elitista del país dependiente. Sólo la transformación de ese orden derivó en la modificación de ese rol, al menos en su contenido. La gran movilización popular del 17 de octubre y las elecciones del 24 de febrero de 1946 inclinaron la balanza a favor del interés nacional y popular, y la proyección de un modelo promotor del desarrollo de las fuerzas productivas nacionales, la soberanía y la modernización democrática de las relaciones sociales.
Uno de los fundamentos para la reforma constitucional de 1949, fue, justamente, la necesidad de evitar que alguno de estos jueces, tributarios del viejo orden oligárquico, declarara la inconstitucionalidad de las transformaciones económicas y sociales operadas en la realidad.
O el caso del denominado Camarón -la Cámara Federal Penal de la Nación-, que funcionó entre 1971 y 1973 durante la dictadura del general Alejandro Lanusse, creada bajo la ley 19053, con la excusa de perseguir delitos federales que violen los principios de la organización constitucional, que la propia existencia de la dictadura violaba, y que encarceló a centenares de militantes, políticos, sindicalistas, jóvenes en general. Su creación formó parte de la estrategia de los sectores dominantes, que ensayaron el Gran Acuerdo Nacional y el llamado a elecciones con la proscripción de Perón, para dar continuidad al régimen conservador. Pasada la dictadura de 1976, donde el rol judicial se repartió entre actitudes serviciales, temerosas y cómplices, la ex Jueza Garrigós de Rébori, una exponente de la judicatura democrática, opina que “desde la recuperación democrática, los servicios de inteligencia han intervenido en las designaciones del Poder Judicial”, el cual, destaca, tiene rasgos monárquicos, las facultades como «fábricas de jueces» y el tutelaje servicial. Lo cual, claro, está plenamente vigente, sin que haga mucha mella un cambio de gobierno,
También, la insistencia en el traspaso de las funciones públicas nacionales, como la administración de justicia nacional, al ámbito de la ciudad de Buenos Aires, es manifestación de la vitalidad que aún tiene en nuestro país, la política regresiva que fortalece al poder oligárquico porteñista financiero.
Decíamos en una nota anterior donde desarrollamos un poco más este asunto, que, así expuesto, el partido judicial en verdad se trata de una rama extendida del frente oligárquico y conservador. Ha sido, históricamente, el reaseguro del orden conservador y elitista, contrario a un proyecto de nación soberana, justa y libre. Tuvo y tiene excepciones, al igual que en toda la sociedad existen tendencias democráticas y de defensa de un proyecto nacional. Muchos son los ejemplos, que ahora no desarrollamos. Pero, en esta configuración histórica, la persistencia de los presos políticos es manifestación de la vitalidad de un poder judicial oligárquico, cuyo rol no es otro que el de la defensa de los intereses del orden dependiente, elitista y de atraso, el cual es el punto en el que nos encontramos como país. Se trata, entonces, de avanzar en la formación de un proyecto nacional de soberanía y desarrollo productivo autónomo, para construir, en forma correlativa, un poder judicial adecuado al interés nacional y los derechos humanos.
¿Y las Soluciones? No estoy en condiciones de brindarlas, sin caer en un juego de fantasías. Aunque no se soluciona por decreto ni por ley, está claro que siempre cada uno de los tres poderes puede hacer algo, empezando por los propios jueces que les toque intervenir. Lo único que sé es que si no se corrige esta situación, además de una enorme y flagrante injusticia, habrá una política oligárquica vigorosa de un sector judicial, en contradicción abierta con cualquier modelo de democracia. ¿No pesará como una carga en la conciencia de quien tenga intención de llevar a cabo una política nacional y democrática, la amenaza de una futura, incluso presente, revancha de clase por parte de operadores que ni siquiera han visto mermadas sus capacidades? Esta es una cuestión política lo suficientemente seria como para que los tres poderes organizados por nuestra Constitución Nacional, de acuerdo a sus competencias, deliberen y tomen las medidas y hagan las reformas necesarias para su democratización.