En la última década se planteó el surgimiento y devenir del posneoliberalismo de la mano de los gobiernos nacionales y populares de la región que en las esferas de la transformación social (parcial y perecedera) y la retórica política han decretado la clausura del neoliberalismo. El cierre de las fronteras con dicho modelo fue deliberado y su agonía apresurada. El neoliberalismo retornó fortalecido en el continente bajo el paraguas de Mauricio Macri y del ahora presidente interino de Brasil, Michel Temer –quien promovió la destitución de Dilma Rousseff–, y con un proyecto de revancha contra nuestros pueblos.
La caja de Pandora de la democracia burguesa permitió esto en Argentina y seguro también lo hará en el resto de nuestra región. Ahora esta nueva etapa del neoliberalismo tiene como base económico-social y modo de acumulación a un lumpen-capitalismo –tal como señala con precisión el economista Jorge Beinstein– que reaparece únicamente en países dependientes como el nuestro que no han podido superar sus contradicciones más elementales.
Mientras que en el centro del capitalismo global se está pensando en una nueva forma de superar al vetusto neoliberalismo, en América Latina las viejas recetas del Consenso de Washington siguen vigentes y remozadas por los partidos políticos conservadores y legitimadas por una parte de la sociedad.
La restauración neoliberal es un hecho inexorable y la metrópolis se prepara para un nuevo proceso de reestructuración ideológica del liberalismo, como sucedió después del crack de 1929. Lo que aún no sabemos es cuál será su nombre, pero lo que si sabemos con certeza es el dolor que sufrirán nuestros pueblos, tan grande que el cambio planetario no se hará esperar.
Ahora bien, el problema del liberalismo en países periféricos como la Argentina o Brasil es que ha tenido la habilidad de penetrar con facilidad en las estructuras de la sociedad. Ni las fuerzas populares, ni las de corte más nacional han podido generar los avances suficientes para contrarrestar su efecto en la dinámica social y política, a punto tal que ha condicionado su praxis en cada aspecto de su devenir como antagonista político. El liberalismo, empero, es mucho más que una ideología importada desde la metrópolis europea; es la matriz cultural donde surge el hábito y el comportamiento individual y colectivo de un pueblo, más aún en naciones semicoloniales como las nuestras.
Por otra parte, si la política ha perdido su inocencia hace largo tiempo, la militancia perdió su audacia no hace mucho. Entonces, ¿qué le quedan a nuestros pueblos después de ver cómo le extirparon estos órganos vitales, uno tan cardinal como el otro? Esto es lo que nos está faltando, viendo con el mudo ímpetu de la condición contemporánea lo que acontece en Brasil, lo que aconteció en Argentina y lo que seguirá aconteciendo en el resto de Latinoamérica con la marcha incesante de la derecha. Esto es de lo que carece nuestro cuerpo, una más que la otra; la última, un poco más que la primera. La audacia, esa osadía rebelde y libertaria, disimula con elocuencia la inocencia perdida, esa que recupera el contradictorio y siempre corrompido espíritu de las masas. La audacia es una necesidad que debe levantar del letargo a ese espíritu ante la urgencia del ahora y defender sobre todas las cosas lo que con ella se conquistó en el último decenio. Ese es el deber de la militancia en estos tiempos de espesa contingencia.
Sin embargo, una cuestión es insoslayable: la Patria Grande en estos últimos años se fue construyendo con pies de barro y sobre una base movediza que no tardará en hacerla caer. Si no se resuelve este problema de arquitectura política y socioeconómica en las áreas más críticas, pronto veremos implosionar la ciudadela de la integración latinoamericana más rápido de lo que pensamos, y esto es algo que sólo nuestros pueblos pueden evitar.
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