Los mil y un PepsiCo

La lenta construcción del consenso represivo en la Argentina: de los linchamientos y la Doctrina de Seguridad Vecinal al “Estado golpeador” y la represión como trámite.

Argentina volvió al mundo del modo más indecoroso. La imagen de un policía lanzando gas pimienta al rostro de una trabajadora despedida de PepsiCo fue profusamente difundida por la prensa internacional. Al igual que otras dos postales tomadas a su vez durante la represión a cooperativistas ante el Ministerio de Desarrollo Social: una mujer reducida a patadas por efectivos de civil, y un chico de 13 años llevado a palazos por una turba de uniformados hacia un camión celular. Entre ambos hechos hubo una diferencia de apenas 15 días. Y fueron la consagración de una sinfonía preludiada por un cúmulo de ataques anteriores; a saber: emboscadas con golpizas y detenciones arbitrarias a mujeres tras las marcha del colectivo Ni Una Menos; cargas de infantería a docentes en la Plaza de los dos Congresos; allanamientos sin orden judicial en sedes universitarias; intimidaciones de todo tipo a estudiantes secundarios y hasta la irrupción violenta en un comedor infantil. A tal panorama se le suma la realización de “controles poblacionales”, así como se denominan las razzias en barrios pobres; las constantes vejaciones a niños indigentes que circulan en espacios públicos vedados para ellos por las leyes no escritas del apartheid; las capturas callejeras de adultos jóvenes por razones lombrosianas; el despojo de mercaderías a manteros y el sistemático hostigamiento a inmigrantes, entre otras delicias. Una dialéctica de la “seguridad pública” como valor supremo que el macrismo impone en la vida cotidiana con siniestra eficacia.

 

En los ciclos democráticos sucedidos desde la segunda mitad del siglo XX hasta estos días se contabilizan oleadas represivas como la aplicación del Plan Conintes durante el gobierno de Arturo Frondizi y el sangriento accionar de la Triple A –junto con patotas policiales y militares– cuando María Estela Martínez de Perón ocupaba el sillón de Rivadavia. Luego, una vez concluida la última dictadura, los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Saúl Menem no incurrieron en el abuso de la fuerza para disciplinar expresiones y reclamos callejeros adversos a sus políticas. Pero sí Fernando de la Rúa con la masacre del 19 y 20 de diciembre de 2001. Y también Eduardo Duhalde con los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Claro que mientras los dos primeros casos eran fruto de la Doctrina de la Seguridad Nacional, los restantes fueron la reacción agónica de gestiones al borde del precipicio. En cambio ahora, con Mauricio Macri en la cima del poder se desliza un nuevo modelo de control social: el “Estado golpeador”. Algo sin duda cocinado al calor del marketing. Y con la siguiente lógica: poner en práctica iniciativas bestiales para así captar a los sectores más retrógrados del electorado.

 

La serpiente y sus huevos

Para analizar los orígenes de semejante estrategia habría que retroceder al ya remoto 9 de diciembre de 2010 –a sólo dos días de que las balas de la Policía Metropolitana, secundada por la Federal, acribillaran a dos personas durante el desalojo del Parque Indoamericano–, cuando Macri, por entonces al frente del gobierno porteño, ofrecía una conferencia de prensa sin otro propósito que atribuir esos hechos a “la inmigración descontrolada de los países limítrofes”. Cabe recordar que aquellas palabras propiciaron un progrom con decenas de heridos en medio de una cacería de personas. Y los medios sobreactuaban su estupor resaltando el carácter “espontáneo” de ese enfrentamiento de “pobres contra pobres”.

 

Tal fue la lectura que hicieron sobre la súbita irrupción de un ejército de matones sindicales, barrabravas y punteros oscilantes entre el duhaldismo y el PRO. Lo cierto es que ello trazó una peligrosa bisagra en la historia argentina: era la primera vez desde la Semana Trágica –ocurrida en enero de 1919– que grupos de choque alistados entre la sociedad civil se lanzaban a la persecución de inmigrantes.

 

Pero lo de Macri no fue un desborde verbal sino el resultado de una fina maniobra urdida con esmero por Jaime Durán Barba. Todo comenzó a tejerse –según contó un dirigente del PRO al autor de esta nota– durante un almuerzo efectuado el 30 de noviembre de ese año en el comedor principal de Bolivar 1. Junto al consultor ecuatoriano estaba el vicejefe municipal Horacio Rodríguez Larreta y el secretario general Marcos Peña Braun.

 

Los tres observaban en silencio al alcalde, quien permanecía absorto en la lectura de unas hojas. Era un sondeo elaborado por la consultora Ibarómetro sobre índices nacionales de xenofobia. Sus cifras eran reveladoras: un 37,9% de los porteños y un 31% de los argentinos consideraba que los inmigrantes no debían gozar del derecho al trabajo, la educación y la salud pública. O sea, tales compatriotas tenían una cosmovisión similar a la suya. Cuando Macri cayó en la cuenta de esa coincidencia, Durán Barba esbozó una sonrisa.

“Como si la represión fuera –otra vez bien al estilo PRO– una contrariedad puramente administrativa. Un trámite incómodo aunque necesario. Algo incluido a último momento en el ABL”

Así fue como éste inició a su cliente favorito en el ejercicio del racismo populista, inspirado –tal como él suele jactarse entre sus íntimos– en la figura de Karl Lueger, el padre del antisemitismo moderno. Este político vienés de ultraderecha, que a principios del siglo pasado condujo la alcaldía de la capital austríaca, basó su proyecto en el odio racial para así promover la movilización de masas, fijando su tipología de partidarios en la clase media baja amenazada con extinguirse, cuya mísera situación social podía atenuarse con el consuelo de no ser judía. En otras palabras, el empleo propagandístico del resentimiento padecido por el ciudadano común fue la clave de su éxito. En ello, por cierto, se basaría luego Hitler –quien para Durán Barba fue “un tipo espectacular”– al escribir Mein Kampf. Lueger falleció en 1910 sin imaginar que 100 años más tarde el Bürgermeister de una lejana nación sudamericana que después llegó a la presidencia tomaría sus ideas para consolidarse en el poder.

 

Así como ahora se aprecia a diario, la insaciable construcción macrista del enemigo no sólo engloba inmigrantes sino también adversarios políticos, trabajadores asalariados –y quienes pierden dicha condición– junto con otros sectores aún más vulnerables e incluso los que subsisten –en modesta escala– por fuera de la ley, desde comerciantes de mercados informales hasta ladrones de poca monta. Pero nada de eso sería posible sin el debido direccionamiento del gen criminal que palpita en la “parte sana” de la población.

 

Se trata de un fenómeno que empezó a ser visible a principios de 2014, al hacerse eco la prensa de un deporte grupal hasta entonces oculto bajo los pliegues del pudor político: el linchamiento de rateros atrapados en situaciones de flagrancia. Fue notable como a partir de ese momento el espíritu público se enfrascó en un apasionado debate sobre los beneficios y las contraindicaciones de un rito tan atávico y extremo. En términos jurídicos lo que se discutía era la neutralización de robos callejeros (en especial, arrebatos de bolsos y celulares; es decir, delitos excarcelables por su escasa cuantía) mediante el homicidio calificado por alevosía (indefensión de la víctima) y ensañamiento (afán de agravar la agonía). Una polémica signada apenas por un eje discursivo: “Hay un Estado ausente”.

 

Resulta hasta poco original decir que el PRO supo capitalizar con creces aquella anomalía perceptiva del habitante medio. Y convertirla en una especie de Doctrina de Seguridad Vecinal cuyo corpus teórico –elaborado y difundido por ciertos políticos, comunicadores y hasta algunos taxistas– se fundamenta en un sencillo principio: “La gente está cansada”. Pero con el agravante de que tamaño fastidio también se extiende hacia otros flagelos urbanos; entre éstos, el “uso indebido” del espacio público para toda clase de protestas. De ahí el estremecedor beneplácito de una vasta porción del electorado ante el hecho de que la única respuesta gubernamental ante los reclamos sociales sea el uso sistemático e indiscriminado de la fuerza policial.

 

Los resultados están a la vista.

 

Cirugía con bastones largos

De cara a los comicios de octubre la demagogia punitiva y la criminalización de los conflictos ya se encuentran a la orden del día.

 

Con respecto al primer asunto, las actuales autoridades –bien al estilo PRO– no dudan en cifrar sus metas estratégicas en base a una interpretación algo antojadiza del marketing penal. Tanto es así que, al enterarse de que en 2015 hubo un millón y medio de delitos (sin discriminar las modalidades ni sus niveles de gravedad) en un territorio nacional con una población carcelaria de 64 mil personas, se llegó a la conclusión de que faltaban presos. ¿Acaso 300 mil por año, calculando que cada uno pudo cometer cinco delitos en aquel período? Sin duda una visión típica de CEO’s volcados a la función pública en un campo fértil como para alimentar la planilla Excel de la prisionización.

 

Con respecto al segundo asunto, la presencia casi cotidiana de columnas policiales con apariencia robótica en cada corte de calles y caminos, en cada marcha, frente a cada fábrica que cierra y en toda protesta social, ya es parte de un paisaje en vías de naturalizarse ante los ojos de los “vecinos”. Como si la represión fuera –otra vez bien al estilo PRO– una contrariedad puramente administrativa. Un trámite incómodo aunque necesario. Algo incluido a último momento en el ABL. Y a la vez un acto quirúrgico sin ideología de por medio. Nuevamente una visión típica de CEO’s volcados a la función pública.

“De cara a los comicios de octubre la demagogia punitiva y la criminalización de los conflictos ya se encuentran a la orden del día”

Sin embargo tras la violenta irrupción de Gendarmería y La Bonaerense en la planta de PepsiCo, la gobernadora María Eugenia Vidal y la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, quebraron –probablemente por la adrenalina del momento– la tradición apartidaria del discurso oficial en esta temática para desplomarse de lleno en una clásica retórica macartista.

 

Así fue como la candorosa “Mariu” no vaciló en decir: “La toma de la fábrica estaba activada políticamente”, antes de soltar tres nombres: Myriam Bregman, Luis Zamora y Nicolás del Caño.

 

Y la incombustible “Pato” amplió: “La izquierda lo único que hace en la Argentina es generar un clima que no ayuda”.

 

Por último repudió los piedrazos defensivos arrojados por los obreros a la policía desde la terraza de la fábrica.

 

Era la misma funcionaria que a fines de febrero, al relanzar el llamado “protocolo antipiquetes” supo advertir: “Cuando actuemos no entremos en la paranoia argentina. Actuar con decisión puede tener consecuencias, pero esas consecuencias no significan que vaya a haber un muerto”. Sabias palabras.

 

¿Confía el Presidente en esa señora menos hábil que ambiciosa? Porque si algo enseña la historia reciente es la inexorable fractura de la gobernabilidad en casos irreparables de sangre política. De la Rúa y Duhalde le pueden contar sus experiencias al respecto.

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