Los ciclos de la pobreza

El economista Ernesto Kritz desarrolla en el último newsletter sobre la situación laboral y social de la Argentina de Sel Consultores una comparación entre la situación actual y el período 1989-94, poniendo el acento en la relación entre desempleo, inflación y pobreza.

Desde el peor momento de la crisis, cuando la pobreza llegó a afectar a uno de cada dos argentinos, la recuperación de la economía posibilitó que, en apenas dos años, 7 millones de personas superaran la condición de privación. Dos años y medio después, en el punto culminante del ciclo expansivo, la baja de la pobreza totalizó casi 8,5 millones. Esta descripción no se refiere a la gran crisis y posterior recuperación económica de esta década sino al período que va entre la hiperinflación de 1989 y el semestre anterior al shock externo de finales de 1994.

Entre mayo y octubre de 1989, cuando los precios al consumidor aumentaron 10 veces, la pobreza subió de 25,9% a 47,3%. Este salto empujó debajo de la línea a 6 millones de personas que seis meses antes estaban sobre la misma. La desintegración de los ingresos fue la determinante del inédito aumento de la pobreza; pero el dato interesante es que esto ocurrió con un desempleo todavía bajo (7,1% en octubre de 1989). En este ciclo, la gran mayoría de los pobres tenía empleo. La estabilización de los precios en el segundo semestre de 1991 y la recuperación del nivel de actividad (el PIB creció 9,1% restableciendo el nivel previo a la hiperinflación) recompuso los ingresos de los hogares, no sólo de los que habían caído debajo de la línea de pobreza sino de parte de los que estaban en esa situación desde antes. En octubre de 1991 la pobreza bajó a 21,5% y la indigencia a 3% (vs. 16,5% en octubre de 1989). La tasa de empleo no cambió en este período; lo que mejoró fue el ingreso real. Este ciclo de reducción de la pobreza continuó hasta el primer semestre de 2004. En mayo de ese año, la incidencia se redujo a 16,1% de la población, el menor nivel registrado en la serie del INDEC.

En poco más de cuatro años, dos de cada tres pobres —y tres de cada cuatro indigentes— salieron de esa situación. A partir de ese momento, se revirtió la tendencia; la estabilidad prácticamente absoluta de los precios no pudo evitar que la pobreza aumentara. Un año después de alcanzado el mínimo, en mayo de 1995 la incidencia de la pobreza se elevó a 22,2%, y doce meses después, en mayo de 1996, a 26,7%. La causa visible esta vez fue el desempleo, que en esos dos años aumentó más de 6 puntos. Quizás más importante aún, el empleo dejó de crecer y se perdieron 500.000 puestos. Por su parte, la precarización —definida por la tasa de informalidad de los asalariados— aumentó más de 7 puntos. El deterioro del mercado laboral redujo los ingresos de muchos hogares por debajo de la línea de pobreza.

En ese segundo quinquenio de la década del noventa, la incidencia promedio de la pobreza en la población fue de aproximadamente 26,5%; con un desempleo de algo más de 15% y una informalidad cercana a 44%. El agravamiento de la recesión en 2001, y en particular el aumento del desempleo a más de 18%, hizo que en el último trimestre de ese año la pobreza se empinara a 35,4%; pero el salto más grande se produjo después de la devaluación de enero de 2002.

En octubre, la pobreza llegó a 54,3%, es decir más de 18 millones de personas, de los cuales más de 8 millones cayeron en la indigencia. Este incremento de 6,5 millones de pobres en un año, no fue resultado de un alza correspondiente del desempleo (de hecho, entre octubre de 2001 y octubre de 2002 la tasa de desocupación tuvo una ligera baja) sino de la inflación que siguió a la devaluación. En los 10 primeros meses de 2002, los precios minoristas acumularon un alza de 40%. Otra vez, el deterioro de los ingresos reales de los hogares por la inflación —bien que ahora montado en un escenario de alto desempleo— provocó un incremento extraordinario de la pobreza. Lo que siguió guarda una gran similitud con el ciclo post-hiperinflación, aunque esta vez el mérito principal —pero no único— correspondió a la recuperación del empleo.

En los cuatro años siguientes al piso de la gran crisis de 2001-2002, salieron de la pobreza cerca de 9 millones de personas, de las cuales más de 5 millones de la indigencia. Pero, así como en la segunda mitad de los años noventa la estabilidad no pudo impedir que la pobreza volviera a aumentar, ahora la continuada recuperación del empleo —y de los salarios— tampoco pudo evitar que comenzara un nuevo ciclo alcista de pobreza. En 2007, la aceleración de la inflación determinó un aumento de su incidencia de más de 3 puntos.

La clave para entender el ciclo de pobreza es que ésta guarda una relación simultánea, no escindible, con el desempleo y con la inflación. En el ciclo de los años noventa, la reducción de la pobreza entre 1991 y 1994 se dio por la desaceleración de la inflación en un contexto de desempleo bajo o moderado. En esta década, la pobreza disminuyó de la mano de una mejora marcada de la situación ocupacional, en un contexto de inflación baja o moderada. Cuando una de las dos variables dejó de tener un buen desempeño —en los noventa el empleo; ahora la inflación— la pobreza comenzó a subir aunque la otra mantuviera una tendencia favorable. La sensibilidad de la pobreza a la inflación es muy alta, posiblemente mayor que al desempleo. En el punto de más baja pobreza en el actual ciclo (el 2° semestre de 2006) el desempleo fue muy parecido al del momento de menor pobreza del ciclo post-hiperinflación (mayo de 1994): 11,1% y 10,7% respectivamente; sin embargo, la pobreza más baja en este ciclo es mucho más elevada que en el anterior: 25,5% vs. 16,1%. La diferencia puede quizás explicarse porque en mayo de 1994 la tasa anualizada de inflación fue de 3,4% —con tendencia decreciente desde comienzos de ese año— en tanto que en el 2° semestre de 2006 alcanzó a 10,3%. A igualdad de desempleo, lo que cuenta es el grado de desintegración de los ingresos de los ocupados producido por la inflación.

Parece claro, entonces, que una estrategia de reducción de la pobreza debe basarse tanto en la mejora sostenida del mercado de trabajo —incluyendo la calidad del empleo— como en la estabilidad de los precios. Esta última condición importa hoy más que en cualquier otro momento desde la salida de la crisis de 2001-2002.

El autor es Director Ejecutivo de Sel Consultores

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