Aguardientes.
Estaba allí mirándolo, con esa condena previa de los que miran a sabiendas de aquello que van a ver.
La relación caía por una ladera riscosa desde un tiempo que se comía con su presencia odiosa un tiempo mayor, que era el tiempo de ellos.
El miraba una pantalla en la que Huracán no podía con Argentinos. El miraba su frustración momentánea, pero vivida como eterna, final, fatal, concluyente.
—No encuentro mis anteojos—, le tiró sobre su atención absurda, pero pesada de la lógica de una vida de quemero.
—Ya voy— contestó sin ir. —Ya te ayudo—, completó sin ayudar.
Ella patrulló la casa sin deseo y sin éxito, saboreando la impotencia, modulando la sensación de abandono, definiendo su soledad en la pérdida menor agigantada por la indiferencia presentida, por la relegación a manos de un partido de fútbol televisado. Argentinos era más y aunque todavía quedaba un tiempo se veía venir.
Ella paseaba por la casa su impaciencia y su búsqueda de unos anteojos que se estaban convirtiendo en el símbolo patente de que él no la veía.
Y pasó.
—¡Penal!— gritó él, gritando la oportunidad del empate, la oportunidad de ascender… la oportunidad que no era esperada aunque absolutamente deseada.
Ella se paralizó, se le puso a la par. A la angustia de ser desatendida por inercia, se le sumaba la angustia de entender que él, como nunca en los minutos que iba de partido, se iba a alejar más de ella, de su desamparo, de la pérdida de los anteojos, de la locura de apenas ver.
Pero la fuerza de la situación la pegó a la pantalla. Uribe iba a patear el penal para Huracán.
Y pateó bajo… al palo izquierdo…y fue gol. Gol. Pero extrañamente un gol mudo, porque ella no escuchó el grito desaforado que esperaba escuchar, el grito que saldría de la pasión de él, y de la distancia que le parecía se abría entre ellos.
Y no hubo grito porque él no estaba frente al televisor.
Giró, asustada, y lo vio venir del living con los anteojos en la mano.
—Acá están los lentes mi amor, se te fueron de garufa entre los almohadones del sofá.
Ella se puso los anteojos y lo vio radiante, feliz. Y entendió. Huracán había empatado, y era bueno. Pero era mejor el hecho de que él la había vuelto a ganar.
—A las mujeres de verdad—, me dijo él al día siguiente —les gustan los hombres a los que les gustan cosas como el fútbol, pero más les gusta que las cuiden.