Como nadie ignora, existe en algún difuso ámbito entre periodístico, intelectual, filo-farandulero y ex militantoso (el ex resulta significativo porque aquél que revista en servicio activo no pierde el tiempo en estas pavadas) una suerte de polémica sobre «los 70» (así, sin más), la lucha armada y, también genéricamente, «la violencia».
– La violencia… Da risa. Hace un tiempo, entre copas trasnochadas, barruntábamos con un amigo la redacción de un opúsculo a titularse «¡Qué pacíficos éramos los violentos!» (lo que, por supuesto, quedó en nada).
Esa suerte de polémica lleva ya algún tiempo y se empezó a fogonear, me parece, cuando a Kirchner se le dio por romper los cataplines con los derechos humanos y fue sospechado, por la derecha, de montonero trasnochado, y por la izquierda, de oportunista… y de montonero trasnochado.
Decae y vuelve a cobrar altura al ritmo de los diversos conflictos en los que sucesivamente se ve envuelto el gobierno, tal como suele sucederle a todos los gobiernos (a afrontar un conflicto detrás del otro me refiero, no a ser acusado de montonero trasnochado) y últimamente parece revitalizada al calor de la promoción de una novela de Lanata sobre un episodio de la primera mitad de la década del sesenta, lo que no le impide despacharse sobre «los 70», con el beneplácito de Roberto Caballero, su ocasional entrevistador en la Revista 23 (Nota de la Redacción: ahora en manos del empresario Sergio Spolsky)
Simultáneamente, a Gabriel Levinas se le dio por opinar sobre la supuesta violencia de «los 70» (¡again and again!) supongo que con la misma autoridad y conocimiento con que yo podría dictar un curso de astronauta… pero con bastante mayor impunidad.
De todos los comentarios que leí sobre estas dos generalizaciones, me gustó muy mucho el de un tal Néstor Bercovich, a quien no tengo el gusto, y le comenté encima, un poco a las apuradas. Ahora, cuando está a punto de amanecer y me encuentro con insomnio, y vestido, con el monitor al frente, una taza de café a mi derecha, y a mi izquierda un reflector y un .38 (sigo sin comprarme una escopeta y me cago en Ceuta), esperando la aparición de unos hurones que están haciendo estragos en mi gallinero, capaz que podría extenderme un poquito. Si los hurones me dejan.
Rato antes de leer el comentario de Bercovich, de sobremesa conversábamos con mi compañera sobre los aumentos de precios, a raíz de una nota acerca de un reclamo de la asociación de pescadores locales que estaba leyendo en La Calle, de Concepción del Uruguay, asociado con los aumentos de precios en principio sin explicación alguna que uno puede verificar aquí y allá. Y digo sin explicación alguna, porque muchos productos recuperaron y hasta superaron su valor en dólares durante la convertibilidad (la hacienda en pie, por ejemplo) u otros, importados, los aumentaron (el hierro).
Esto mostraría en principio que el gobierno está fracasando en su política de contención de precios, lo que es casi inevitable: se puede impedir la maniobra especulativa sólo desconcentrando el sistema productivo. Claro que eso es tan fácil de decir como difícil y lento de hacer… si acaso a esta altura es posible. ¿Sin un Estado con poder real en el mercado? Porque una cosa es negociar y presionar a las petroleras, por derecha o izquierda, y otra mucho mejor es tener YPF y el control del 80% del mercado de los hidrocarburos.
Hay especulación en una punta, y en el resto lo que existe por un lado es una consecuencia de esa especulación o «toma de ganancia» pero por el otro, aumento preventivo o pretensión de incrementar la rentabilidad. Y en este punto existe un problema cultural, y es que en nuestro país parece que la rentabilidad nunca es suficiente. Y esto no es nuevo.
Y es acá dónde uno se pregunta ¿es posible evitar la compulsión especulativa sin fusilar a veinte empresarios? o ¿es posible mejorar el sistema de salud sin encanar a veinte médicos, diez administradores, cincuenta enfermeras y quince delegados sindicales? ¿Acaso la única manera en que este país pudiera funcionar no es al estilo Fidel Castro?
Porque lo que va a ocurrir acá es que dentro de no mucho, aumentos y especulación mediante se perderán las ventajas relativas de la devaluación, llegándose a una nueva convertibilidad… donde lo único atrasado van a ser los sueldos. Hoy por hoy, y mucho más de lo que aparece en las cifras, los salarios recuperaron su poder adquisitivo, pero esa recuperación será difícil de mantener si el atado de espinaca vale 7 mangos, por ejemplo, o el asado 10, por más que la carne siga siendo el alimento más barato entre nosotros.
Y uno se pregunta, aun dando la razón a los pequeños productores rurales que se quejan de una falta de política gubernamental para el sector, y de que la parte del león se la llevan los frigoríficos exportadores, ¿cuánto quieren ganar los productores? ¿nunca les alcanza? Venden, en dólares, sus productos a mayor precio que antes, pagando por insumos y servicios menos de la mitad, excepto tal vez, el gas oil. Tienen tan poco crédito como siempre, pero más barato, y la gran mayoría pudo refinanciar sus deudas ¿entonces? ¿Por qué se empuja tanto para ganar todavía más? ¿Cuál será el costo de esto?
Uno lo sabe, cualquiera que piense con su propia cabeza lo sabe, así como sabía qué ocurriría con la convertibilidad, las privatizaciones o, antes, el plan austral o la tablita de Martínez de Hoz. Si no hay nada nuevo…
Mi escéptica conclusión de esa charla de sobremesa fue: Este país no tiene ni la más remota posibilidad de arreglo. Al final, de viejo, vengo a darle la razón a mis locas ideas de hace 40 años.
¿O alguien puede creer que uno era una suerte de tedy boy? ¿O nadie se da cuenta de que la «violencia» no fue una opción ni una elección, sino la consecuencia quizá inevitable de querer cambiar las cosas en serio y para bien de las mayorías?
Y uno, individual y generacionalmente, con todo su escepticismo y amargura a cuestas, pretende hoy que esa consecuencia no sea inevitable, y que mucho de lo ocurrido haya sido –no todo, pero sí una parte muy importante– producto de los propios errores y de la propia inexperiencia.
Y sigue pretendiéndolo a pesar de que muchas veces la realidad nos da señales de que tal vez no haya sido así, y la reflexión y la memoria nos lleven a barruntar de que se pueden elegir muchas cosas, menos la época que le toca a uno en suerte y las ideas y valores a que esa época nos induce.
Pero como si por pocas cosas hubiéramos pasado, individual y generacionalmente, con tanta pasión, entrega, ilusión y desprendimiento, uno ahora tiene que aguantar que vengan un par de ignorantes presuntuosos a hacerle la autocrítica.
No, si no hay derecho.
Y los hurones (o zorro tal vez) no aparecieron. O sí más bien, pero se entretuvo o entretuvieron con la gallina que dejé en la trampa, que no funcionó. Está medio oxidada. y me vuelvo a cagar en Ceuta.