Toda la historia argentina se explica por el desarrollo incierto de una sola batalla: los que quieren que Argentina sea una Nación, y quienes intentan impedirlo. El ser y la identidad.
Los distintos escenarios, protagonistas, y argumentos esgrimidos, con frecuencia taparon su verdadera naturaleza y no fueron más que variaciones adecuadas a la época, a los lenguajes, a las visiones o a las cegueras de sus dirigentes.
En términos de la vida y la memoria de los actuales argentinos, nuestra historia contemporánea comienza en 1945, cuando alumbró una creación, el peronismo, que transformó al país en algo distinto de lo que había sido. Esa creación fue una de las últimas puestas en escena de aquella batalla fundamental, porque sintetizaba en la independencia, la justicia, y la soberanía, el camino de construcción, nunca acabado, de esa Nación.
A contramano de esa transformación, el poder tradicional intentó siempre retrotraer a la Argentina al modelo obsoleto del granero del mundo, la Argentina colonizada que se había organizado con las presidencias de Mitre, Avellaneda, Sarmiento y Roca. Modelo consumado de lo minoritario, pero también obsoleto y en crisis, porque en la Década Infame, ese poder –deslegitimado por el fraude– debería improvisar un Estado activo para salvar sus últimas hilachas. Recurriría luego a los golpes de Estado, a bombardear a la población civil, a la proscripción, al terrorismo de Estado, al saqueo institucionalizado, y todo volaría por los aires en 2001. La balanza parecía definitivamente inclinada para ese lado.
Populismos
El mundo actual es un rejunte desarticulado de minorías que pretenden articular, se enfrentan, consensúan, conviven o no, y la crisis de las estructuras políticas no es un fenómeno exclusivamente argentino.
Los filósofos meditan sobre cómo construir hegemonía en ese galimatías, pero no abunda la mirada situada: los países centrales generan ideologías universalizantes, totalizadoras y prescriptivas, y eso no está ni bien ni mal, es consustancial al propio dominio de la burguesía en la modernidad. No se descubrió ahora: lo repetía en los ´60 Gonzalo Cárdenas, uno de los creadores de las Cátedras Nacionales y pensador que resultaría desplazado por el olvido, y quizás una de las primeras lecturas de Horacio González y Alcira Argumedo.
Hoy, referente de Carta Abierta uno; de Proyecto Sur la otra.
De la apariencia inexpugnable del pensamiento único y el Consenso de Washington surge en los ‘90 el populismo latinoamericano.
Hasta entonces descalificador, populismo se asociaba con gobiernos conservadores de base popular, pero no más que pan y circo. Latinoamérica venía de las experiencias populares del APRA peruano, el MIR boliviano, el varguismo, el peronismo, que pusieron en cuestión el poder de las élites tradicionales.
Proveniente del ultraizquierdista “Lucha Obrera” en los ‘70, Ernesto Laclau se distingue por haberlo resignificado como una alternativa dialéctica a la unipolaridad imperial. Reconoce de todos modos que “nada asegura que el populismo sea progresista”, de modo que contamos con muy poco, casi nada para empezar.
Hay mucha distancia entre Bachelet y Chávez, porque si no cambia la naturaleza del poder económico, el progresismo, tocado por la varita del pensamiento liberal, se limita a satisfacer la “agenda” de las minorías culturales, sexuales, religiosas, de víctimas, etc. Lo que marca su ambigüedad, tal como lo ha subrayado el brasileño Emir Sader.
Liberación o dependencia
Resulta errado seguir viéndonos como en una situación de atraso relativo respecto de los países poderosos, a quienes no se puede alcanzar nunca, y de quienes copiamos –desde Vélez Sárfield y Rivadavia– lo superficial de sus instituciones y su ideología.
La historia no es lineal, nunca lo es.
Las deserciones del desarrollismo, el fallido retorno nacional y popular de 1973 y las vacilaciones de la primera etapa alfonsinista, se corresponden con las contradicciones en el modelo del granero que expresaron Carlos Pellegrini, Estanislao Zevallos o Bernardo de Irigoyen.
El peronismo originario fue la Constitución del ‘49 pero también la ruptura de la alianza social a principios de los ‘50, que anticipaba la derrota del ‘55. Tampoco estamos hoy en un proceso “puro”, algo que solo existe en los textos. Así como el peronismo no sobrevive como huella cultural por Apold o Lopecito, la historia engullirá a Guillermo Moreno y otros personajes y anécdotas menores.
En las próximas elecciones del 28 de junio se juega más de lo que parece, y más de lo que expresan las campañas electorales, incluso la oficialista. Se juega la reapertura del ciclo de la batalla fundamental, la de la liberación o la dependencia, y en las condiciones reales, en las que hoy se avanza bastante a tientas, más aprovechando las contradicciones del poder concentrado que construyendo un poder propio. Eso es imposible, en términos de autonomía, incluso en estas épocas de interdependencia. Lo que sucede es que, como el populismo, esos términos deben ser resignificados.
Si en el ordenamiento mundial tenemos asignado el rol de proveedores de materias primas, por ejemplo, la industrialización fue siempre una anomalía más o menos contradictoria con ese modelo de dominación. Que se la defienda, que gran parte de esa industria fortalezca el mercado interno, y además que en épocas como esta se la proteja de los stocks externos, son síntomas favorables en términos de autonomía y equidad.
Todo esto lo entiende el poder, mejor que nosotros. Por eso se opone como se opone.
El arte de la política consiste en la elección de las herramientas adecuadas para avanzar hacia el fin, y no en el fin en sí mismo. Nada más alejado de ella que la magia, o la simple voluntad.
Y al momento, eso lo encarna este gobierno.