Las Multitudes y Perón

Lejos de ser la consagración de la ciudadanía social, el 17 de octubre fue un momento axial para la conflictividad obrera en nuestro país, máxima demostración de la potencia plebeya.

Por momentos da la impresión de que la imagen del 17 de octubre de 1945 se ha vuelto algo vaporosa y sin filo, lo que hace sencillo que en su naturalización cualquiera pueda hacerla suya, aunque en aquella coyuntura a Perón lo habría tratado de «monstruo» y de «aluvión zoológico» a la multitud trabajadora que ocupó el centro de Buenos Aires, Tucumán, La Plata, Rosario… ¿Evolución de las ideas? ¿Progreso ciudadano? No, apropiación que busca que el 17 de octubre de 1945 no sea útil para las luchas venideras, ésas que se empiezan a desandar en estos días indecisos.

            Digamos, con ganas que recupere su verdad, que aunque la manifestación de esa jornada sorprendió a unos y a otros, en la Argentina se vivía desde hacía más de un año un creciente proceso de movilización que agitaba a la sociedad desde sus retículas más ínfimas e intensificaba sus contradicciones. Pongamos un punto de arranque: el 23 de agosto de 1944, en ocasión de la liberación de Paris del dominio nazi, cientos de manifestantes se dan cita en Plaza Francia en Buenos Aires. El socialista Alfredo Palacios es el orador principal y en las paredes de las calles más exclusivas de la ciudad se pinta «Imitemos a París», lo que significa acabar con el gobierno nacido del golpe militar del 4 de junio, con el presidente Farrell y sobre todo con Perón, en tanto se ha caracterizado como fascista a ese gobierno y a la política que se lleva adelante desde la Secretaría de Trabajo y Previsión. En «esa jornada populosa» se suma Jorge Luis Borges y descubre que «una emoción colectiva puede no ser innoble». En cines, teatros y confiterías se canta la Marsellesa y seguro que hay gargantas afónicas. Son otros los que se movilizan en noviembre, al cumplirse un año de la creación de la Secretaría en cuestión y cuando el Estatuto del Peón Rural es aún noticia que irrita a las clases propietarias. El acto es a metros de la Plaza de Mayo y hay pancartas de sindicatos, de la Unión Ferroviaria, del Sindicato Unión Obreros Fabriles del Chaco, de la FOTIA que recién en mayo fue creada. Caballos montados por hombres vestidos de gauchos. Del monumento de Roca cuelgan muchachos que siguen las palabras de los oradores, dirigentes sindicales y luego Perón. Nada de esto alcanza para alterar la seguridad de quienes están autorizados de hacer oír sus palabras en la esfera pública: el espíritu de la época está a su favor, es decir, del pronto reencuentro de la Argentina con una democracia de la que quedará expulsado Perón y en la que sus seguidores deberán aprender a desempeñar el papel de pobres respetuosos que se conforman con votar a socialistas. Por tal motivo, cuando ese verano una familia ligada al mundo de la educación parte de vacaciones -otra forma de movilización- a Punta del Este, lo hace, así se escribe en una memoria, entusiasmada por la victoria política y social que ya acarician.

De un lado hay una gran cantidad de asambleas estudiantiles y profesionales; del otro, huelgas y asambleas obreras. Declaraciones y petitorios. A partir de mediados de 1945 todo se potencia. El 12 de julio, convocados por la CGT, ya son más de 150.000 trabajadores los que se reúnen en la avenida Diagonal Norte mirando hacia Plaza de Mayo. Hablan solamente dirigentes sindicales y según Félix Luna fue en esa oportunidad que debutó la consigna «Ni nazis, ni fascistas, peronistas». Fue la primera demostración de fuerza contundente en apoyo a Perón. La serpiente se desliza, bulliciosa pero notablemente desapercibida, y llega hasta la Secretaría de Trabajo y Previsión. Perón saluda desde ese otro balcón. Palo contra palo, porque el 19 de septiembre la Marcha de la Constitución y de la Libertad convoca a una multitud que algunos estiman en 400.000 ciudadanos y es cálculo que poco se cuestiona. Desde el Congreso hasta Plaza Francia nuevamente, itinerario distinguido. Las columnas muy organizadas llevan cartelones con los rostros de San Martín, Moreno, Sarmiento y Urquiza, así como pancartas con textos de la Constitución Nacional. La historia, leída desde ese punto de vista, ampara a la fuerza social que se cree victoriosa. La Marsellesa es lo más coreado. Borges no va porque está enfermo; si lo hacen su madre y Bioy Casares. Pero también Léonidas Barletta y los cartelones son obra de aprendices del taller de Antonio Berni. Los líderes políticos tradicionales están exultantes. De nada sirvió el paro de la UTA para obstaculizar la reunión. ¿Porque los manifestantes habitan el centro de la ciudad? ¿Porque se desplazan en autos? No alcanza con decir esto, porque son demasiados, tantos que se pueden olvidar los indicios funestos que quizás algún avispado alcanzó a sospechar… Otro que se da cita en esa movilización es Spruille Braden quien, en tanto embajador de EE.UU., se había erigido como cabeza política de la oposición. Más augurios favorables. Ya conocía lo que era el baño de multitudes argentinas, pues a fines de julio la Universidad del Litoral lo había invitado a Santa Fe y allí fustigó a Perón ante auditorios satisfechos de saco y corbata; de vuelta en Buenos Aires, en Retiro, miles lo recibieron. Cuando desde EEUU le encomiendan una nueva misión política, en el Plaza Hotel almuerzan en su honor miembros de las más rancias y poderosas familias argentinas. Pero volvamos al 19 de septiembre: nadie hubiera podido inventar una consigna parecida a «si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está?», porque la pregunta no estaba habilitada, no había duda de que ese, y no otro, era el pueblo. En éxtasis, asunto terminado.

El efecto de esta movilización es tal que, sólo con un poco de demora, obligan a renunciar a Perón. Es decir, no se trató de un golpe palaciego, sino de un resultado de la movilización de masas de clases medias en alianza con la oligarquía. El miércoles 10 de octubre Perón se presenta en la Secretaría de Trabajo y Previsión para retirar sus pertenencias y despedirse de empleados, colaboradores y de algún dirigente sindical. Pero en apenas horas se logra reunir a una multitud de trabajadores. Lo que habla ante ellos se transmite por Radio del Estado y aún se puede escuchar el bramido de los manifestantes, la ovación al líder y la negativa a que ése sea el final de una historia. También voces que piden una «huelga general revolucionaria». El 13, en Tucumán, la FOTIA declara la huelga general revolucionaria. Cuando ese sábado los trabajadores van a cobrar la quincena advierten que el feriado del 12, que Perón había decretado se remuneraría, estaba descontado. La nueva situación, de tan firme que se siente, remolonea en la búsqueda de la forma política que garantice la transición hacia una democracia sin desacuerdos sociales. Los sindicatos discuten y por muy poco se deciden a convocar a la huelga para el 18 de octubre. Por otros hilos de la trama obrera y popular, el despliegue de masas se adelanta en pequeñas concentraciones hasta que, desde la mañana del 17, la Plaza de Mayo es el punto de convergencia. Desde las afueras de la ciudad se lanzan sobre su corazón político y ese movimiento -de los suburbios al centro- se repite en todo el país. Sabemos bien cómo desde Berisso, donde vive la población obrera que trabaja en los frigoríficos, se organiza una fenomenal movilización que ocupa la ciudad de La Plata. Atacan y se burlan de los diarios, de la Universidad, de los clubes y las confiterías exclusivas, de todo aquella otra trama que quería barrer sus conquistas, negando la legitimidad de sus reclamos,  desconociéndolos o transformándolos en asunto fascista. María Roldán es una obrera delegada de Swift y luego de tomar la palabra ante sus compañeros que son miles desde la escalinata de la Casa de Gobierno, en la Plaza San Martín de La Plata, en camión llega a Buenos Aires, a la Plaza de Mayo. Durante la larga espera de esa tarde que es también una manera de producir poder, se le hace un lugar a María Roldan en el «palco», así lo recuerda, para que se dirija a los manifestantes. «Cuando yo hablé dijo Edelmiro Farrell, el presidente de facto: ‘Quién es usted señora?’. ‘Yo soy una mujer que corta carne con una cuchilla así, más grande que yo, del frigorífico Swift.» A las 23.10 Perón apareció en el balcón y lo que vio -la enorme y poderosa presencia que lo alzaba- sin dudas lo signó para siempre. Se cantó el Himno nacional y la primera palabra que pronunció en su discurso fue «trabajadores», esa que sistemáticamente se le había retaceado y se le  retacearía a esa multitud. Al finalizar les pide «que se queden en esta plaza quince minutos más, para llevar en mi retina el espectáculo grandioso que ofrece el pueblo desde aquí». El pogo más grande del mundo y con antorchas. ¿Quién crea a quién?

María Roldan.

En 1947, Borges y Bioy Casares escriben en Uruguay La fiesta del monstruo y transforman en documento literario lo que las clases acomodadas y «respetables» venían repitiendo -y cada tanto vuelven a repetir- sobre el 17 de octubre: una cuestión de delincuentes, patoteros, asesinos cobardes, antisemitas. Diez años después, en otra situación pero con el susto todavía encima, Martínez Estrada en ¿Qué es esto? agrega lumpenproletarios, mafiosos, matarifes, farsantes. (Si una fisura asoma en el libro de este autor que se retuerce y saldrá poco después disparado hacia Cuba y su revolución, se lee cuando renglón seguido de afirmar que quienes salen por las calles el 17 de octubre son «la hez de nuestra sociedad y de nuestro pueblo», agrega que «era la hez y al mismo tiempo la flor de lo que debemos entender por nacionalidad.») Esto habla de la incapacidad de esa clase de producir hegemonía sobre el conjunto social, pero nos llamaríamos a engaño si supusiéramos que sólo se trata de una minoría, porque en sus momentos más dichosos por mucho esa condición. Conforman un pueblo, el que por ejemplo se moviliza para darle la bienvenida a la Revolución Libertadora y se arroga todas las virtudes y derechos, al mismo tiempo que expulsa al otro a los sótanos de la sociedad, negándolo, hasta que cuando se haga oír nuevamente lo menospreciarán con lentes parecidas a las que se plasmaron en esos textos de Borges y Martínez Estrada. Aunque tampoco le gustara del todo a Perón, lo del año 1945 fue el punto más alto de la intensificación de la lucha de clases que, como señala Giorgio Agamben, se expresa también como la lucha entre esos dos pueblos.

            María Roldán, en la fenomenal conversación que mantiene con el historiador inglés Daniel James a fines de los ’80, le dice que el 17 de octubre fue «la toma de la Bastilla argentina». Trastoca, se apropia y también salva, porque en el bicentenario de la Revolución Francesa hasta los socialistas franceses llamaban a dejar de admirarla. Para Jorge Abelardo Ramos en 1945 se inicia un proceso revolucionario en la Argentina. El revés que se sufre en 1955 lo entendió de manera parecida Álvaro García Linera –quien fuera vicepresidente de Bolivia- que considera lo que ocurre por estos días en el continente. Lo adjudica a los errores, a la descomposición de las propias fuerzas, y no tanto a la potencia de las fuerzas contrarrevolucionarias que siempre persiguen lo mismo. Menciona Ramos la «autosatisfacción de los elementos burgueses de la burocracia» que se sintió demasiado cómoda en el estado. Y, como reverso, que la «democracia revolucionaria» de masas que había nacido con Perón, y la cual significa mucho más que llevarse bien con los sindicatos, se había secado, exánime, aplastada. En la misma coyuntura que María Roldán, Eric Hobsbawm señala lo obvio, que «son poco frecuentes por definición» las situaciones en las que las masas están dispuesta a hacer una revolución. O un 17 de octubre, un Cordobazo, un diciembre de 2001. Tiempo, experiencia y organización.

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