Aguardientes. Segunda Temporada.
Ayer una amiga entrañable me halagó diciendo que yo era un charlista, una especie parece que poco reivindicada en estos tiempos. Y me quedé pensando cuántas formas de hombre se diseñan con la palabra, con la forma de ejercer la palabra.
Pensé por ejemplo en los charlatanes, como decía la abuela “charlatanes de feria”, un vivillo que en la frontera de la mentira lograba sobrevivir de palabra, de pura palabra.
También pensé en los habladores, esos que no se pueden contener, boquiflojos, estómagos resfriados, esos tipos que se hablan encima, que cuanta cosa se enteran casi sin paso por el cerebro desemboca como una catarata fuera de esa boca incontinente.
También pensé en los jetones, grandilocuentes al divino botón, fatuos de la boca, siempre tentados a contar grandezas y a reemplazar las adulaciones de la abuela por las autoadulaciones, o por las autobiografías, como dice otro amigo.
Pensé además en los bocadilleros, esos que meten rebotes en todas las conversaciones con una calidad y una oportunidad que es digna de admiración y de respeto. Geniezuelos que dicen cosas del tipo de “Cómo vas a tener relaciones con tu mujer si es un pariente”. Picaros divertidos, generalmente inclinados al laconismo y que pueden cargar de humor la vida sin abusar de las palabras.
En todos los tipos nombrados la consecuencia de la palabra son ellos mismos. Pero hay uno, uno que habla de más. Hay uno que habla lo que no es, y las consecuencias de ese boqueo las terminamos pagando todos, porque son estúpidos que juegan con lo que no tiene repuesto, como diría un catalán.
Son los bocones. Los medios están atiborrados de bocones. Son los bocones que dicen, por ejemplo, que a muchos políticos habría que fusilarlos, y este tipo de bocón habla además en nombre del pueblo, olvidando que en la Argentina el pueblo no fusila sino que generalmente, y casi sin excepciones, es fusilado.
Fijate que ya el uso, ya la palabra misma lo saca de la cancha, la palabra fusilar, la palabra que lo pone bocón fusilador.
Los bocones que prometen tomar la Rosada, que dicen estar jugados y no tener nada que perder, esos bocones son los que traen consecuencias.
Es cierto que todo el mundo tiene derecho a opinar, pero eso no quiere decir que todas las opiniones valgan lo mismo. Por eso, con el desarrollo de las diferentes variantes de “palabradores” deberíamos mejorar y aumentar la calidad nuestra como escuchadores, para separar el trigo de la mala paja, y de la maldita cizaña.
Yo me quedo con lo ameno del charlista, con la sobrevivencia del charlatán, con la picardía de los bocadilleros, y lo atropellado de los habladores.
Y no me quedo para nada con la amenaza del bocón que sólo tiene silencios de cementerio, como diría Macedonio Fernández, un gran charlista de verdad.