Con el golpe de estado contra Chávez como telón de fondo, Mattini desmenuza el pensamiento de la izquierda nacional a través de la historia de una joven que intenta aclarar un episodio que tuvo como protagonistas a sus padres guerrilleros. La novela es también un homenaje: «en la guerrilla argentina y uruguaya, las mujeres cumplieron un papel asombroso», sostiene el autor.
Cuando nació (en Zárate, en 1941) Luis Mattini fue Arnol Kremer Balugano. Cuando la militancia política le exigió ciertas cautelas (“no era tanto coraje como seguridad en el papel que representaba”), Arnol Kremer Balugano fue Luis Mattini: activista sindical y dirigente del PRT-ERP (“nosotros no éramos ni bohemios ni delincuentes, y mucho menos terroristas; éramos combatientes en una guerra de liberación”).
Hoy es (trabaja de) escritor, docente, crítico literario. Lo leo pensando en Crítica, en Le Monde Diplomatique. Acaba de publicar El secreto de Lisboa. Un secuestro político de novela (Peña Lillo, Ediciones Continente, Buenos Aires, 2009). De alguna manera, se trata de una novela a dos voces: la del hombre que la escribió y la de Mercedes, la chica que la protagoniza. Es eso lo que me cautivó de El secreto de Lisboa: la convicción del diálogo entre generaciones, entre géneros, entre tiempos.
I
profesional. Lo importante son los hechos”
De El secreto de Lisboa
Mercedes nació en Italia. Es hija de Rina y de Carlos, una francesa y un argentino que fueron militantes guerrilleros. Cuando empieza la novela, Meche baja de un avión en Caracas. Viajó allí para entrevistar a “el Tordo” (compañero de Rina y de Carlos), con la esperanza de develar “la verdad” del episodio que, treinta años antes, protagonizó su madre en Portugal.
Sin embargo, la urgencia de ese viaje y la naturaleza de esa búsqueda quedarán a merced de los acontecimientos que sacuden a Venezuela: el golpe de estado contra Chávez. “Debo confesar que empecé a asustarme. Es muy rara la sensación de vivir un golpe de Estado —al menos, para los que nunca lo hemos padecido—, una está demasiado acostumbrada a la represión policial en el Estado de Derecho”, describe Meche en un pasaje de El secreto de Lisboa .
El párrafo sirve para descomponer el sistema que sostiene a la novela: el mundo real (se quiera o no) se filtra a través de la ventana de la casa de “el Tordo”. Inadvertidamente, va a empezar a alterar no sólo el ritmo de los recuerdos de él y de las curiosidades de ella sino, de manera capital, la morfología de esa evocación. Al cabo ocurre lo inesperado: la controversia generacional, la diferencia de sexo, la incomodidad idiomática, cada intervalo entre Meche y “el Tordo” quedará reducido a polvo. Mientras, en primer plano, serán alentados la conversación, el examen, la autocrítica, la perplejidad, la indulgencia.
Es mediante una lucidez austera y honorable, que Luis Mattini desmenuza lo que bien puede entenderse como una política de la subjetividad ausente, por lo común, en el pensamiento de la izquierda nacional.
II
¿Te das cuenta de que no se trata de una patología de la violencia?”
De El secreto de Lisboa
Cuando le pregunté a Luis por qué eligió una protagonista mujer, me contestó: “Porque, a pesar del machismo de época, las mujeres supieron abrirse paso y destacarse. En particular en la guerrilla argentina y uruguaya, las mujeres cumplieron un papel asombroso. Los cubanos y el resto de América manifestaron con frecuencia el asombro ante el coraje de nuestras compañeras. Mi novela pretende ser un homenaje a las compañeras. Elegí una joven pensando en mi hija y en su generación a la que hicimos participar en la niñez y no siempre dimos suficiente explicación. Esa generación tiene muchas preguntas que hacernos y no las puede hacer hasta que no nos bajemos del caballo. Es absurdo, pero la experiencia de H.I.J.O.S., haciendo un santuario de lo hecho por sus padres, parece demostrar que el peso de nuestra historia dificulta muy seriamente que la generación de nuestros hijos ‘haga la suya’, así como nosotros hicimos ‘la nuestra’. La Tanita pretende incitar a H.I.J.O.S. a que se rebelen, carajo!!!!”.
—Vuelvo al carácter autocrítico en el que se planta El secreto …. ¿Qué cuestiones (teóricas o conceptuales) debería reconsiderar un tipo que se considere de “izquierda” hoy día? Me refiero, por ejemplo, a cuestiones como la homofobia (¡tan característica de los militantes en esos años!!), los prejuicios hacia el feminismo y la militancia ecologista, la drástica condena al consumo de estimulantes, etcétera….
—Salvo el ecologismo desarrollado, todas esas cosas fueron muy fuertes en la época. Sintetizados en lo que se llamó el “existencialismo”. Todos esos déficits que vos señalás, fueron muy fuertes aquí en America y sobre todo en Argentina. En Europa, en cambio, hacía décadas que estaban de vuelta a partir del Mayo Francés y, sobre todo, de la experiencia del ‘68 italiano que duró… una década!!! Y Negri es su mejor exponente. Las ridículas críticas a Negri, de parte de nuestra izquierda, indican que en eso nada ha cambiado. Mucho ha cambiado pero a pesar de la izquierda. Cambios que impulsan las nuevas generaciones que poco tienen que ver con la izquierda. Esos cambios feminismo, ecología, diversidad sexual, libertad de elección de vida, de fumarse un porro, etcétera, no los verás precisamente en la “Universidad” de Madres de Plaza de Mayo… no pertenecen a la izquierda.
Pero, también hay que decir que, en el PRT, la cosa no era tan “pura”, hacía agua por todos lados. Yo relato algo de eso en Los Perros . Para decirlo en términos filosóficos, nosotros fuimos hegelianos en la trascendencia, porque necesitábamos esa transcendencia para darnos coraje, pero en los hechos prácticos fuimos más inmanentes que lo sospechado, fuimos más sartreanos que lo confesado o lo sabido, a pesar de que lo considerábamos un pequeño burgués parisino.
La “izquierda” debe empezar por comprender que no hay izquierda. Hay actos de izquierda. O sea que no se “es” de izquierda por pertenecer a tal institución sino que se “está” de izquierda por el acto…
—Luis, ¿la revolución es, todavía, posible, esperable, realizable?
—La única regularidad comprobada en la historia son las revoluciones. Lo que sí ha cambiado es que, ahora sabemos, la revolución no consiste en “tomar el poder” para hacer la revolución, sino que es al revés: la toma del poder es el último acto de una revolución, pero para negar el poder, no para instaurar otro poder. En ese sentido, la Francesa sigue siendo el modelo: la burguesía francesa fue imponiéndose como clase dominante, o sea haciendo la revolución durante trescientos años. Y un día, el 14 de julio de 1789, tomó el poder. Pero la revolución ya estaba hecha. A partir de allí el poder pasó a ser contrarrevolucionario. Porque lo que hemos aprendido, de las feministas precisamente y de la historia, es que todo poder es contrarrevolucionario.
En resumen, lo que quiero decir es que la revolución no es un estado, es un acto. Un acto de libertad.
III
Daniel Link, 2003
¿Para qué sirve la literatura?, desafiaron Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir en 1966. La pregunta tuvo sustancia política. Quiero decir, rehusó la discusión por la especificidad literaria en términos exclusivamente estéticos, para instalarla en la agenda política de intelectuales, escritores y críticos.
Incluso antes de ser lanzada, esa pregunta produjo respuestas en todos los idiomas: Alain Robbe-Grillet vio la oportunidad de reivindicar la nouveau roman y de recusar las certezas fantasmagóricas del realismo. No tardaron en sumársele Claude Simon, Nathalie Sarraute y Michel Butor.
A pesar de la virulencia, las intervenciones públicas de los “objetivistas” resultaron más que elegantes si se las compara con las revueltas callejeras encarnadas por Guy Debord y los “situacionistas” a fines de los años 50. Aún así, recién en 1967, el “profeta” francés plasmaría sus observaciones teóricas en un libro que no debería faltar en ninguna biblioteca crítica actual: La sociedad del espectáculo.
Por esos años también, Raymond Queneau y François Le Lionnais habían fundado el Taller de Literatura Potencial (OU.LI.PO.), en el que combinaban experimentación lingüística con probabilidades matemáticas para demostrar que la literatura es herramienta y acontecimiento con capacidad para transformar la percepción del mundo real. George Perec, Italo Calvino, Marcel Duchamp afiliaron y continuaron esa aventura.
Una ruta análoga habían ensayado los hermanos De Campos (Haroldo y Augusto) y Decio Pignatari, en San Pablo (Brasil). La Poesía Concreta había propuesto, por ejemplo, “funciones-relaciones gráfico-fonéticas (“factores de proximidad y semejanza”) y el uso sustantivo del espacio como elemento de composición implican una dialéctica simultánea de ojo y respiración que, aliada a la síntesis ideogramática del significado, crea una totalidad sensible “verbivocovisual”, yuxtaponiendo palabras y experiencia en un estrecho flujo fenomenológico, antes imposible. Poesía concreta: tensión de palabras-cosas en el espacio-tiempo.
A fines de los ‘60, la beat generation cumplía una década de experiencias literarias atravesadas por la experimentación con drogas, a menudo, interrumpidas por la censura o la detención de sus miembros. Hablo de Jack Kerouac, William Borroughs, Alen Ginsberg, Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti y de Paul Bowles (ya radicado bajo el cielo protector de Tánger).
Los latinoamericanos de habla hispana se montaron al debate, estimulados por el calor que la revolución cubana encendió en sus espíritus. Ser o no ser revolucionario, ésa fue la cuestión hasta que explotó el “caso Padilla” en la isla y Fidel puso las cositas de los intelectuales en blanco sobre negro: “Con la revolución todo. Fuera de la revolución, nada”.
Rodolfo Walsh fue, acaso, uno de los primeros escritores del continente que comprendió (que encontró) los fibras invisibles que hilvanan la realidad a la literatura (y viceversa). Su obra se afianzó en la extraña belleza de esas tensiones sin dejar que la paradoja conquistara la inteligencia del lector, ni que la futurología amortiguase el ímpetu de la crónica en tiempo presente.
Hubo más que todo esto, sin duda. Lo que me interesa rescatar de esta experiencia es que cuando Sartre y Beauvoir lanzaban ésa y otras preguntas, más o menos dramáticas, ambos reconocían la presencia de interlocutores. Ésa era la cifra del intelectual crítico en la mitad del siglo pasado: poner en acto el pensamiento, conjeturar una práctica, ensayar una intervención. O sea: discutir el mundo desde el principio y otra vez, que es casi lo mismo que pensar para pensar de otro modo como pretendió Deleuze. De lo contrario, ¿para qué hacer el esfuerzo?
En cualquier caso, El secreto de Lisboa. Un secuestro político de novela demuestra que, a un costado la pereza y el individualismo que esta época derrama, aún es posible desenredar un pensamiento en torno al porvenir sin distraerse en la epopeya ni encandilarse con el humanismo romántico o la ciencia ficción.