La última bandera

Durante los años ’70, los poderosos de la Argentina se valieron de la represión para aniquilar la libertad y la participación política de los trabajadores y de los sectores populares, creando las bases para la destrucción del aparato productivo y el desguace del Estado.

En la década del ’80, tras la esperanza de la primavera democrática, nos arrebataron también esa ilusión, transformaron a la justicia en una mueca y esquilmaron el bolsillo de las clases medias y bajas con hiperinflación y golpe de mercado.

En los ’90, la alianza dominante en el país liquidó al Estado. De yapa, y con el fogoneo de los organismos financieros internacionales, pulverizó el trabajo como derecho y como factor identitario de amplias franjas de la población, condenándolas a la marginación y la indigencia.

En el umbral del año 2000, los sectores dominantes consolidaron su mayor proeza: se cargaron a la política, la única herramienta popular para construir poder y cambiar las cosas.

La crisis de 2001/2002 combinó la repetición de dos dramáticos antecedentes en un nuevo escenario: la gigantesca transferencia de recursos que implicó la devaluación en detrimento de los asalariados y el asesinato de militantes por parte del aparato represivo estatal.

En esta constante y diversificada escalada (cuyo presente racconto no pretende ser exhaustivo), los trabajadores y los sectores más humildes y postergados de la sociedad fueron despojados, primero, del protagonismo y, poco a poco, de siquiera un papel de reparto en la escena pública nacional. En muchos casos, la condena de la exclusión se traduce en invisibilidad social.

Hoy, los grupos concentrados de poder pelean para apropiarse de las ganancias extraordinarias de la actividad económica y para impedir que sea el Estado quien las reasigne en beneficio del conjunto de los argentinos. Esto no agregaría nada nuevo a lo detallado antes si no estuviese acompañado por el inesperado fenómeno que muestra a una nueva derecha en busca de la conquista del último bastión de las mayorías populares: la calle.

Las velitas temblorosas en las manos duras de los seguidores de Blumberg (emergente efímero él, pero no sus acólitos), los solidarios porteños que entronizaron a Macri para deshacerse de los cartoneros, los cacerolazos chic que repudian a un gobierno peronista democrático (pero más que nada, a la democracia y al peronismo), son algunas expresiones visibles de un país que hace rato decidió que el pueblo de verdad tiene que ser blanco, limpito, prolijo y, sobre todo, bien forrado en guita. Como los chacareros de TN. Un país que busca forzar la realidad al compás del egoísmo para configurar una sociedad ideal según los parámetros mediáticos (esos que expresan un horizonte bobalicón y sin conflictos donde la pobreza es un tema de la sección Policiales), perpetuando esa invisibilidad que le niega a millones de argentinos sus derechos sociales, políticos, económicos, culturales y humanos.

La participación y la movilización popular no constituyen solo la bandera irrenunciable de una comunidad sino que, en esta coyuntura, se adivinan como las llaves más promisorias para encontrar nuevos modelos de resistencia y construcción frente a la renovadas formas de predominio que el poder económico viene agregando a su menú tradicional. Defender con la práctica diaria el derecho a ganar la calle, a debatir y a movilizarse por una política que enmiende los desequilibrios brutales de la Argentina es una obligación que se nos impone con urgencia.

También ese partido se juega mientras la tele mezcla carpas, debates tumultuosos en el Congreso, las cifras de las exportaciones de cereales y las demoras en el Puente Pueyrredón, particular punto de vista con que el noticiero matutino rescata el crimen de Kosteki y Santillán, dos militantes, ocurrido exactamente hace seis años.

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