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La sorpresa

Entre sorpresas, crisis de representación y extorsiones imperiales. Por Carlos Zeta

La sorpresa es —como tantas otras— una experiencia humana que, aunque cotidiana, revela dimensiones profundas de nuestra relación con los otros, con las otras, con el mundo. Esta vez los griegos son inocentes, porque resulta que se trata de una palabra que proviene del francés, y no está mal si la entendemos como una ruptura en el flujo de lo esperado, un instante en que el orden habitual de nuestras anticipaciones se interrumpe y nos enfrenta con esa cuestión cada vez más incómoda que nos conformamos con llamar realidad.

Para Aristóteles, el asombro —thaumazein— era un precioso punto de partida, un acicate para abordar la no siempre sencilla búsqueda de conocimiento. ¿Conocer qué? Bueno, para empezar, indagar dónde fue que nos perdimos para que el mundo no se ajuste a nuestras categorías, a nuestras previsiones de café torrado, a nuestra pobrecita comprensión. La sorpresa abre, entonces, un espacio de pensamiento: nos obliga a detenernos, a mirar de nuevo, a preguntar. En ella se origina la curiosidad, pero también —malas noticias— la conciencia de nuestra ignorancia.

Fuente inagotable de alteridad, la sorpresa también puede ser un momento de despertar, de contacto inmediato con lo real antes de que sea demasiado tarde. Y eso nos exige asumir la dimensión ética que apenas si se esconde en sus pliegues, para rechazar su carácter de emoción fugaz y comprender no solo y no tanto su contingencia, sino afrontar los profundos desafíos que nos presenta.

Porque, muchachada, ya está bien con esto de andar de sorpresa en sorpresa.

Entre crisis de representación y extorsiones imperiales

La teoría política moderna nos ha enseñado que la representación no es sólo un mecanismo institucional, sino también una forma de mediación simbólica entre el pueblo y el poder. Cuando esa mediación se quiebra, nos quedamos chupando un palo sentados sobre una calabaza.

Atrapados en la lógica perversa del presente infinito, extirpadas las dimensiones temporales, rotos los puentes entre los dirigentes y la sociedad profunda, las diferencias entre opciones políticas se perciben más estéticas que sustanciales. El voto, así, ya no expresa una identificación ideológica y pasa a ser un gesto indescifrable.

Quizás este haya sido el escenario en el que irrumpió una forma por completo disruptiva que vino, muy a nuestro pesar, a construir un pueblo en el acto mismo de representarlo, con un llamado dramático que encontró eco en una sociedad tocada por los restos irresueltos de un periodo aciago de nuestro pasado reciente que seguimos siendo incapaces de descifrar en todas sus consecuencias.

Gente muy seria nos ha enseñado que el neoliberalismo, más que un modelo económico, produce una forma de subjetividad. En contextos de ajuste brutal, esta subjetividad facilita la aceptación del sacrificio: “Si estoy mal, es porque no me esforcé lo suficiente, no porque el sistema sea injusto”; “tenemos que pagar el desenfreno”. Una política que se moraliza y desdibuja las coordenadas de clase. Dicho de otro modo, en tiempos de crisis, la política se vuelve fuertemente afectiva, y, entonces, el resentimiento, la ira o el miedo se vuelven vectores decisivos: el “ajuste” como un acto de justicia moral.

En lugar de afrontar esa realidad incómoda, en esa cloaca que son las redes (anti)sociales estalla la impaciencia: “¡loco, votaron narcos, que se vayan a cagar!”. No tienen idea de cómo penetró el narco la vida de nuestra gente, destruyéndole los hijos y asesinándole las hijas y ahora, encima, se tienen que bancar al coro biempensante hacerla responsable de su voto.

Sin restablecer una relación auténtica con nuestra gente… no hay ninguna posibilidad. Si seguimos dando cátedra desde las poltronas que todavía nos duran de los años felices, solo nos esperan devaneos insulsos de pequeñoburgueses «sorprendidos».

¿Y si miramos un poco a México? ¿Acaso Claudia Sheinbaum Pardo llegó a la presidencia de la noche a la mañana? Para comprender a Claudia, es preciso entender, antes, lo que hizo Andrés Manuel López Obrador: permitió, promovió y garantizó una sucesión democrática y supo (y quiso) trasladar todo su capital político a su sucesora. Ante las dudas que los poderes concentrados abrieron respecto de su capacidad, López Obrador entregó el bastón de mando y dijo “es mejor que yo”. Y tenía razón. ¿Tenemos dirigentes de esa talla?

Mirar más allá ayuda a entender más acá.

¿Por qué los pibes votarían tan pronto a quienes los encerraron severamente en la pandemia, con filminas de cátedra y llamados a la moral, negándoles despedir a sus muertos entrañables, mientras se celebraban cumpleaños en Olivos, y el entonces presidente pasaba ratos con muchachas edulcoradas, sentado en el sillón del crápula de Rivadavia? ¿O por qué los votarían quienes vieron hacerse humo sus ingresos con una inflación que les carcomía toda esperanza? ¿No es demasiado pronto?

La elección, además, fue disputar votos contra un imperio. En ese sentido (y no solo) es justa la perspectiva de Yeyé Soria en su artículo,[1] cuando coloca a Milei contra la Argentina. Disputamos contra los Estados Unidos de Norteamérica, luchamos bajo el peso de la amenaza y de la extorsión.

Tampoco hay que desconsiderar un aspecto clave: el avance de las ultraderechas es posible porque han logrado independizar su suerte de cualquier condición material, incluida la inflación y toda incertidumbre económica.

Ahora no se trata de levantarnos el ánimo, porque tenemos derecho a que esté maltrecho. Se trata de volver los ojos, el alma, la escucha, la voluntad militante y nuestros mejores esfuerzos hacia los reales sufrimientos de nuestra gente: allí está el narco, la trata, la delincuencia en niveles que a muchos los entretiene ver en las series de Netflix.

Pero también allí está el resto inapropiable, lo que persiste, una forma del amor y de la memoria que no se va a entregar así nomás y que todavía (todavía) nos puede ofrecer a nuestra Claudia. Para eso, tenemos que mirar donde hace demasiado tiempo hemos dejado de mirar. Y llevar las manos a la arcilla. Y arcillar. Ya lo decía el entrañable Marechal: «El pueblo recoge todas las botellas que tiran al agua con mensajes de naufragio. El pueblo es la gran memoria que recuerda todo lo que aparezca muerto en el olvido. Hay que buscar esas botellas y refrescar esa memoria».


[1] Soria, Jessica (2025): «Milei o Argentina: el dilema de un país», Revista Zoom, 24 de octubre. Disponible en: https://revistazoom.com.ar/milei-o-argentina-el-dilema-de-un-pais/

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