La samurái de Borges y su obra

A punto de cumplirse dos meses del fallecimiento de María Kodama, un repaso por la vida que compartió junto a Jorge Luis Borges.

Las líneas borgeanas plasmadas en Los conjurados anunciaban la cercanía existente entre “dos almas”: “De usted es este libro, María Kodama. ¿Será preciso que le diga que esta inscripción comprende los crepúsculos, los ciervos de Nara, la noche que está sola y las populosas mañanas, las islas compartidas, los mares, los desiertos y los jardines, lo que pierde el olvido y lo que la memoria transforma, la alta voz del muecín, la muerte de Hawkwood, los libros y las láminas?”. Cuando el 14 de junio de 1986 falleció Jorge Luis Borges en Ginebra, al poco tiempo su abogado dio a conocer quién era su heredero universal. Se trataba de la mujer con quien se había casado el mismo año: María Kodama Schweizer. Como señaló en cierta ocasión el autor de Fervor de Buenos Aires, ella era su “samurái”.

La denominación tiene un hondo sentido, no solo por el ascendiente japonés de María, sino por el rol, más aún, la misión, que le tocaría desempeñar hasta sus últimos días. En efecto, con la muerte de Borges el estado civil pasó a ser el de “viuda”, pero el enorme legado que dejaba el autor de Ficciones demandaba otra tarea para ella, la cual suponía una responsabilidad gigantesca: ser albacea de la obra del, probablemente, más grande escritor argentino y uno de los más destacados autores de la lengua española. Las líneas que siguen se inspiran, básicamente, en los reportajes que Kodama dio a figuras disímiles como Cristina Mucci, Silvina Chediek, José María Muscari, Miguel Rep, Mariana Arias, Jaime Bayly, por sólo mencionar algunos. En todos se lee un tono natural y niponamente sereno, en todos también el buen humor, sólo interrumpido al hablar “del final” o de quienes la hostigaron, al punto de –según decía— no dejarle hacer el duelo de su marido por la entrada en el Gran Mar, como llamaban los florentinos a la muerte.

La relación con Borges, el mito escandinavo

María nació en 1937 en Buenos Aires, la ciudad fundada míticamente por Borges. Ella contaba que la primera vez que supo del autor fue a los 4 o 5 años de edad. Una profesora de inglés le leyó los dos poemas del escritor en dicha lengua (Two English Poems). Más allá del anglosajón, María se interesó por una frase: cuando Borges dice “el hambre de mi corazón”. Gracias a su profesora, entendió que ese “hambre” peculiar era el amor. Luego, cuando tendría unos diez años quedó fascinada al leer “nadie lo vio desembarcar en la unánime noche”. Confesaba que, a su edad, no había entendido una sola palabra del cuento “Las ruinas circulares”. Más tarde, cuando determinó seguir el camino de las Letras, un amigo de su padre la llevó a escuchar una conferencia de Borges. De ese día María le agradecería haberle dado “la primera seguridad” en su vida: vencer la timidez. Ella advirtió que Borges no solamente tenía una voz muy débil (como ella) sino que además era tímido (como ella). Sin embargo, al transcurrir la conferencia, pensó: “si este hombre pudo enseñar yo también voy a poder”. Junto con escribir, enseñar era una de las pasiones de María. También bailar. 

Pero su momento bisagra llegó a los 16 años, cuando de un encuentro con Borges en la vía pública surgió la invitación –por parte de él— de comenzar a estudiar juntos el anglosajón antiguo.

María contaba que Borges la llamaba por teléfono a su casa y que su madre y su abuela desconfiaban de las reales intenciones del autor: “¿Otra vez ese viejo? ¿Qué quiere?”(sic). Pero su padre, Yosaburo, que había “nacido, crecido y educado en Japón” (María decía estas tres cosas juntas, sin fisuras) fue mucho más comprensivo. Según ella, cada uno es según la educación que recibió, y antes de mencionar su paso por la Universidad de Buenos Aires reconocía que a ella la había educado su padre (si bien de su madre, otrora concertista de piano, había aprendido a vencer el miedo). De Yosaburo, a quien la niña llamaba “Kodama”, aprendió lo que era la belleza, al contemplar una lámina de “La victoria de Samotracia”. De él aprendió también las normas básicas de la ética (“cada uno es responsable de sus actos” y “su libertad termina donde comienza la libertad del otro, ¿me entendió? Después conmigo no llore”). De él aprendió además el mayor tesoro que decía tener: la libertad, “que es responsabilidad”. Por eso, como la conocía bien, su padre no se preocupó por la relación incipiente con Borges.

Pese que se trataban “de usted” (para marcar de modo intimista la diferencia con el “vos” coloquial empleado en Argentina “hasta por los taxistas”), el vínculo entre ambos se fue estrechando cada vez más, al punto de que cuando doña Leonor Acevedo, la madre del escritor, ya no pudo acompañar a su hijo a los viajes por el mundo, María comenzó a asumir esa tarea exigente: además de leerle, hacerle escuchar los Rolling Stones, instarlo –sin decirlo y ante una pintura de Goya— a dejar de lado las diferencias políticas con Julio Cortázar, lo ayudaba a concurrir a dar conferencias, recepciones de doctorados honoris causa en varias universidades, premios compartidos (como el Miguel de Cervantes) y las cavilaciones ante la no llegada del Nobel de Literatura.

Este premio se volvió esquivo para Borges, ante todo, recordaba María, por razones políticas, una dimensión en la cual las opiniones borgeanas solían saltarse lo políticamente correcto y generaban controversias. Más aún, ella evocaba la llamada que recibió el escritor (probablemente desde Suecia) para que no fuera a Chile a recibir el doctorado honoris causa de la Universidad Católica, en los tiempos oscuros del dictador Pinochet. María recordaba que aquel llamado Borges lo interpretó como un intento de soborno para dejarlo mejor posicionado para el Nobel, pero por una cuestión de honor él no podía aceptar semejante propuesta. De ahí que prefirió ser “el mito escandinavo”, que entendía como más perdurable e interesante que estar meramente “en la lista”, ser “uno más”, de los laureados con dicho galardón.

En línea con esto, cabe destacar que, como señalaba María, Borges y su obra tuvieron reconocimiento ya en vida del escritor, pese a que él decía, particularmente sobre los argentinos: “no me leen María, no me leen”. En tal sentido, ella recordaba el rol decisivo que había tenido el encuentro con Roger Caillois en la casa de Victoria Ocampo (mecenas fundadora de la revista Sur). Junto con esto, agrego dos datos más: la alusión expresa a Borges en Las palabras y las cosas de Michel Foucault (1966) y la referencia indirecta (y a modo de homenaje) en El nombre de la rosa, de Umberto Eco (1980). Aquí el escritor argentino aparece representado en el personaje “Jorge de Burgos”, el monje de origen hispano, ciego, memorioso y fiel custodio –hasta el extremo— de la laberíntica biblioteca de la medieval abadía benedictina. Cabe recordar que Borges trabajó en la Biblioteca Miguel Cané y se desempeñó por muchos años como director de la Biblioteca Nacional, a medida que la ceguera avanzaba. En ese contexto, rodeado de libros y de pérdida paulatina de la visión, surgió su célebre “Poema de los dones”, que comienza diciendo:

“Nadie rebaje a lágrima o reproche

esta declaración de la maestría

de Dios, que con magnífica ironía

me dio a la vez los libros y la noche”

Por encima de la obra, María admiraba y quería al hombre, a quien –a diferencia de muchos— no le pedía favores (como prólogos para sus propios libros) y destacaba que compartían el gusto por la épica (reivindicando valores “en retirada” como el honor, el valor, la lealtad) y que él era “divertidísimo”, como se plasmó en el viaje en globo aerostático del Atlas y en la visita a Egipto en 1984 que incluyó una noche en el desierto de Saqqara. Según ella, el Borges que la celaba por su fascinación con Peter O’ Toole en el film Lawrance de Arabia, bromeaba diciendo “¡lo que Freud se perdió con nosotros, María: el complejo del abuelito!”. Pero, al ser Borges austero y prácticamente no vidente,  ella también lo cuidaba como su lazarillo, en detalles como la vestimenta y las comidas. De ahí que, entre otras cosas, podría decirse que Adolfo Bioy Casares fue “un traidor”, cuando en su póstumo Borges se afirmaban cosas “poco decorosas” –por poner un nombre— como que Georgie comía con las manos. Fue María quien arregló todos los detalles para que el escritor pasara sus últimos días en Ginebra, la ciudad de su juventud, cumpliendo la voluntad de Borges tanto de seguir estudiando idiomas (a falta de profesor de japonés ella consiguió uno de árabe) como de no regresar a la Argentina. ¿Por qué esa decisión? A Borges, que sabía de su grave enfermedad, le causaba espanto pensar en Buenos Aires empapelada con las fotos de su agonía, como había pasado con Ricardo Balbín, dirigente de la Unión Cívica Radical, fotografiado en terapia intensiva.     

Pero “parece que Borges no murió”

Según contaba María, Borges pensaba que si ella se enteraba que él la nombraría como su heredera universal, ella rompería la relación. Es decir, pese a lo que se comentaba en esa época, ella no quería saber nada con eso. Sin embargo, fiel a las enseñanzas que había recibido de su padre y en medio de calumnias y litigios, María asumió su misión de albacea. Como dijo Julio Ortega “rompiendo una lanza” en su defensa, Borges le había dado sus años felices, pero ella le entregaría su vida. Así, en 1988, dos años después del fallecimiento del escritor, Kodama creó la Fundación Internacional Jorge Luis Borges, cuya sede se ubica en la calle Anchorena, al lado de la casa donde Borges escribió, en una semana y con una intensidad tal –que no había tenido antes ni tendría después—, “Las ruinas circulares”. Este dato no es menor, porque María repitió en varias ocasiones que si saliera una ley que mandara destruir las obras de los autores excepto una, en el caso de Borges “yo salvo Las ruinas circulares, ¡el cuento de mi vida!”, decía con emoción, porque siendo niña había sentido la misma “intensidad” que, suponía, tuvo él al escribirlo.

Desde la Fundación, que presidió hasta el final, María se propuso difundir la figura y la obra de Borges a lo largo y a lo ancho del mundo. Tal fue su aplicación a esta misión, que dejó en segundo lugar sus propios escritos, porque decía que a diferencia de muchos escritores, a ella no le interesaba publicar sino escribir. Junto con las conferencias y las ediciones, promovió actividades culturales a nivel nacional e internacional para que el nombre de su ex esposo y su obra siguieran vigentes. De hecho, solía contar que en cierta ocasión en una comida alguien la homenajeó públicamente por hacer que Borges “siguiera vivo”. Muestra de esto son las adquisiciones de manuscritos de su ex esposo, la catalogación profesional de la biblioteca personal borgeana (en la cual, a diferencia de lo que podría pensarse, la literatura no es predominante), la habilitación de un pequeño museo, la continuidad de las revistas Proa y Prisma (fundadas por el escritor en su juventud), las actividades culturales con estudiantes y la concreción del imponente “laberinto de Borges” en San Rafael, provincia de Mendoza.  

¿Un legado cultural es para conservarlo estáticamente o para compartirlo y transmitirlo? A diferencia del criterio obtuso de “Jorge de Burgos”, el personaje de Eco, María se mostraba predispuesta con investigadores interesados en la obra borgeana (le consultaban por tesis doctorales, le pedían prólogos, etc.) pero marcaba un límite: el plagio y la adulteración. Lo primero le llevó 8 años de su vida para encontrar la autoría del poema sensiblero “Instantes”, equívocamente atribuido a Borges (“como la mayoría de las cosas que circulan por internet”, decía). ¿Por qué ese empeño? Porque veía el peligro de que alguien tomara a Borges por plagiador y a ella como cómplice del plagio. Lo segundo le granjearía críticas, por oponerse a ciertos juegos literarios (más o menos creativos) con la obra del escritor, algo que tal vez éste –según ciertas opiniones- hubiese aceptado hasta con agrado. En ambos casos María mostró que podía dar batalla como un samurái y no dudó en recurrir a los tribunales (donde no siempre le darían la razón), lo que para algunos significó la casi imperdonable “judicialización de la literatura”. También discernía entre “la copia y la inspiración” en relación con la obra de Borges: veía a la primera como reprobable y a la segunda como elogiable.

Aquella tímida pero firme viuda y albacea de Borges (que, por cierto, detestaba que le dijeran “de Borges”, porque entendía que no era de nadie), también era renuente a dar entrevistas. No obstante, con el paso del tiempo y gracias a la ayuda de su amigo Alberto Girri, comenzaría a revisar su postura y acudiría a los medios de comunicación, como recordara Cristina Mucci. En esos encuentros era común que le preguntaran “qué diría Borges” sobre tal o cual asunto, sobre todo en temas de coyuntura, como política o lenguaje inclusivo. María respondía secamente: “a mí no me gusta poner en boca de otro lo que yo pienso. Si van a la obra de Borges y a las entrevistas que dio, pueden deducir qué pensaría él”. Es decir, no se molestaba con la libertad de interpretación, al tiempo que se corría a un costado para dejar la centralidad al autor y la obra que custodiaba dinámicamente. 

Una muestra del compromiso de María con la consolidación de la proyección internacional de la obra de Borges, al nivel de ícono, es el regalo de sus Obras Completas en 2013, al Papa Francisco. Éste, admirador de aquel (a quien llegó a tratar personalmente) cita Fervor Buenos Aires en su documento de alcance universal Amoris Laetitia, de 2016, coincidiendo con el 30º aniversario del fallecimiento del escritor.

Fue recién en ese contexto en el cual, quizás por sentir que la misión estaba cumplida, María se permitió publicar su primer libro: Homenaje a Borges, donde se compilan veinte conferencias de las muchas que dio por el mundo. En 2017 publicó Relatos, una compilación de cuentos, y en 2022 vio la luz La divisa punzó, sobre Juan Manuel de Rosas (en coautoría con Claudia Farías G.). Pero a estas publicaciones las precedían algunas traducciones y unos cuentos. En este sentido, a María le gustaba contar la anécdota según la cual su texto “El dinosaurio” fue utilizado –con su anuencia— por la Cancillería Argentina en 2010 para salvar al “Argentinosaurus” de ser incautado en Alemania, en el marco de la Feria del Libro de Frankfurt y los problemas financieros de su país. Así, logrando salir del laberinto de las negociaciones diplomáticas, ese cuento de María estuvo al servicio de la soberanía sobre el patrimonio paleontológico argentino.    

Cuando el 26 de marzo de 2023 María Kodama, la samurái, entró en el Gran Mar con 86 años, la misma edad de Borges al morir. Alguien que estuvo en su despedida, al relatar la poca gente que asistió, dijo a un medio de comunicación que los argentinos a veces somos crueles y desagradecidos con quienes fueron “universales” en su aporte a la cultura. La afirmación puede ser exagerada pero tiene algo de verdad. La presencia o ausencia de multitudes es indicador cuantitativo, no cualitativo sobre el ser humano que parte de este mundo. Tal vez por eso, la albacea de Borges se definía como “de otra cultura, con otros valores”, en reiterada alusión a sus raíces paternas japonesas, no sin desdramatizar el asunto diciendo a veces que “en realidad” era “como E.T., de otro planeta”, arrancando una sonrisa a los interlocutores.

Al finalizar estas reflexiones, las siguientes líneas contienen acaso la clave del persistente compromiso amoroso, apasionado y leal de María, hasta la inmolación y el “descuido” por la sucesión legal de la obra de su ex esposo. En su conferencia “¿Qué era para nosotros el arte?”, la mujer que Borges más invocó en su obra decía con hondura:

“Aunque parezca una paradoja, la muerte y la vida no son signos opuestos, sino que son un solo fluir cuando el vínculo entre el ser que parte y el que queda es el amor. Por eso, cuando me trajeron el proyecto para hacer una exposición de pintura inspirada en las obras que usted [Borges] me dedicó, sentí temor de esa materialización que sus palabras sufrirían al convertirse en motivo de inspiración de otros creadores. Sin embargo, reflexioné en la intensidad de los momentos que vivíamos en nuestras visitas a los museos a lo largo y a lo ancho del mundo, y pensé que esa podía ser una maravillosa alquimia que exaltaría el Amor, buscado a tientas por dos almas aún sin nombres que fueron, son y seguirán siendo un hombre y una mujer, Tristán e Isolda, Dante y Beatriz, Frida Kahlo y Rivera, Ulrica y Javier Otárola, poco importa cómo se llamen si en el encuentro sienten que se pertenecen con esa llama de pasión inextinguible que no consume, sino que da fuerzas para sentir que aún en el infierno, como Paolo y Francesca, ese castigo no es terrible porque lo comparten. (…) Esa dinastía que no se hereda ni se compra es un desafío y un don que debe preservarse a lo largo del tiempo de nuestra vida y más allá aún, a través de los siglos por la magia del arte. (…) Esa llama que espero sea como un faro que irradie su luz más fuerte que la de las constelaciones y que llegue hasta el inimaginable confín del universo para que si algo, de alguna forma, persiste del alma humana, le llegue y sienta que esa llama de amor, de lealtad, de pasión que una vez compartimos, sigue viva en mí para usted ‘for ever and ever and a day’”   

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