“La política forma parte de la crisis de las industrias culturales”

Su novela Las teorías salvajes critica frontalmente el proyecto revolucionario de los ‘70. Cuestionando si “bastan las buenas intenciones para ser heroico” asegura que “los cuerpos de los asesinatos eran el camino hacia un destino ejemplar”. En diálogo con ZOOM, la joven escritora, nacida en 1977, expuso sus polémicas opiniones en tiempos de reposicionamientos estatales respecto del genocidio represivo.

Las teorías salvajes, primera novela de Pola Oloixarac (Buenos Aires, 1977), fue durante el verano el mayor suceso en el ámbito de la literatura argentina. Ambito pequeño, sí, pero relevante cuanto menos por albergar proyectos, como el de esta licenciada en Filosofía donde el objeto literario es caja de resonancia creativa y manifiesto proposicional sobre las condiciones de la cultura y la política. Con un “uso del lenguaje culto de la época volcado sobre cosas indignas de ese lenguaje”, el libro editado por Entropía es una divertida comedia que, con notable atención al presente, mira al futuro. Tiene dos historias paralelas: la de la narradora, una joven filósofa convencida de que está a punto de dar vuelta la historia de la antropología, la psicología y la filosofía política, y la de un pequeño grupo de jóvenes artistas informáticos cuyas peripecias ella cuenta. En este marco, sobresale una exploración de la “psique blogger” —no un mero traspaso del formato blog a un libro— y de las condiciones de una politicidad posible en la generación internética, así como, dentro de esa tarea, una fuerte crítica a la generación que protagonizó el proyecto revolucionario de los ‘70.

—La joven filósofa (narradora-personaje) cree tener la llave para que la teoría de su admirado profesor abra la puerta más grandiosa que el destino le guarda. ¿La crítica de la novela a los Montoneros plantea que ellos creían tener la llave para llevar al peronismo a donde el propio Perón no podía?

—Sí. Siempre la teoría establece una relación con un precursor, es la forma que tiene de darse a sí misma su propio linaje. Y después hay una relación tutelar que la teoría establece con aquello que describe, o sobre lo que teoriza. La relación que la narradora establece con sus personajes emula la que podría establecer una teoría con sus objetos a teorizar; las teorías se señorean sobre los hechos, los interpretan, los organizan, y en ciertos casos quieren liberarlos: esa fue, por ejemplo, una de las propiedades que organizó los misales en torno a la lucha armada. Hay una separación entre las buenas intenciones y los hechos consumados cuyo drama es justamente la política. Es decir, la violencia no se condecía con las intenciones del discurso, y en esa tensión se organizó la política.

—¿Qué tipo de herencia cree que el proyecto setentista dejó en las generaciones jóvenes?

—Tendería a pensar que la lucha armada y el proyecto revolucionario de los ’70 forma parte de una novela de crecimiento, de pasaje, de una juventud de clase media argentina, y no tan media. Ahora, muchos posicionamientos que tienen que ver con una manera en la que se entiende la libertad, han sido cooptados por un marketing del capital. Hay un discurso libertario que ha sido tomado como libertad para consumir, libertad de acción dentro de un mercado muy amplio de bienes culturales o de posiciones que tomar. Esto se vincula con lo que plantean Boltanski y Chiapello (En El nuevo espíritu del capitalismo), cuando señalan que la temática de la libertad de los ’70 ahora encuentra un caudal de acción muy claro en cierta cultura de management, sobre todo en los modos del trabajo vinculados a la información; ellos hablan del pasaje del modelo de la jornada laboral al modelo del proyecto. Ahí hay un culto a la idea de libertad personal, de realización personal abierta a la creatividad, la gestión del tiempo propio, etcétera. Justamente porque sos libre y podés administrar tu tiempo y tenés que ser creativo y todo eso, en definitiva dejás de tener vida propia, porque como estás metido en un proyecto, es tu propia decisión laburar veinte horas seguidas, no cortar, porque el laburo está muy imbrincado en la libertad personal. En definitiva, esta noción de proyecto dinamita las bases de los logros y las prerrogativas del trabajador logradas durante el siglo veinte. Y eso a pesar de que esta noción de proyecto incluye una serie de valores que antes eran progresistas, porque el individuo tiene el mandato de ser disruptivo, el mandato de ser revolucionario, tiene que pensar afuera del molde, cosas que antes eran refutadoras de las estructuras, y hoy son necesarias para ser un trabajador exitoso, pero sometido al capital. Todo un discurso de los ’60 y ’70 ahora está tomado por la cultura del éxito.

—¿Y encuentra alguna herencia positiva de esa tradición libertaria?

—En mi generación, los ’70 aparecen por un lado como parte de la novela familiar, con una visión romántica de las figuras revolucionarias. Pero, por otro lado, mi generación se posiciona de una manera muy diferente respecto del valor de la vida, y eso le marca una gran diferencia, porque antes, no solamente los partícipes de la lucha armada, sino la sociedad, estaba de alguna manera capacitada para entender como normal el hecho de que aparecieran cadáveres todo el tiempo, la sangre era tolerable y dentro de lo esperable. Hay estudios al respecto, como La pasión y la excepción, de Sarlo.

—¿La política de derechos humanos del Gobierno reflejaría ese progreso en el respeto por la vida?

—Que haya tanta utilización desde el Gobierno del discurso de los ‘70 vuelve mucho más clara la articulación ideológica de cierto chantaje emocional. Eso permite que mientras exista cierto discurso se mantenga por otro lado un neoliberalismo triunfante. Los derechos humanos pasan de tener un signo moral a tener un signo político, que dentro de ese chantaje emocional encubre políticas sociales que no tienen nada que ver con ningún tipo de ideario socialista. Hay descuidos de la vida humana que no son asesinar pero que a la larga producen genocidios cerebrales, que es lo que pasa con niños que no reciben la nutrición necesaria.

—¿Pero los juicios y la reapertura de causas no marcan una evolución?

—Obviamente al Estado le corresponde enjuiciarlos. Pero creo que la era K tiene una articulación ideológica muy clara de la historia, que pone demasiado énfasis en la épica, y no tanto en investigar qué pasó. Por ejemplo, este tipo que era arquero, estuvo secuestrado y se escapó, Claudio Tamburini, dijo algo muy interesante: que nadie del lado de los militares tiene la posibilidad de decir nada, de dar información, porque no hay ningún tipo de programa que los estimule, y así nunca vamos a poder acceder a mucha información que tiene esa gente. Si no hay manera de obtener ningún tipo de redención, ningún incentivo para hablar, nunca vamos a acceder a una parte de la historia, y hay gente con familiares muertos que necesita saber cómo fueron las cosas. Esto tiene que ver con el manejo político de la cuestión de la memoria.

—¿Se daría una tensión entre memoria y justicia?

—No, porque el derecho a la información es justicia. El problema es el aprovechamiento político. Porque en cualquier país, lo que pasó hace treinta años no forma parte del discurso político sobre el presente. Acá está normalizado así.

—Sin embargo, Obama en su discurso de asunción, todo el tiempo apelaba a la historia, apoyando sus planes en la tradición y los ancestros.

—Pero porque él es un elemento disruptivo en una tradición, y políticamente, entonces, su primer juego es establecer la mayor continuidad posible con ese linaje de trascendencia y de grandeza con el que Estados Unidos se cuenta la historia de sí mismo. Se instala con esa noción de “los norteamericanos necesitamos un mejor relato”, como planteó Cristina sobre los argentinos, pero diciendo “los norteamericanos tenemos este pasado grandioso y me voy a ocupar de continuarlo”. No quiso presentarse como el adalid de la nueva historia porque ya los medios se ocupan de mostrarlo como una expresión de novedad; a él le queda instalarse como una continuidad con el orden y con lo norteamericano, en contraste con lo que va a decir la prensa sobre tener un presidente negro y de centroizquierda. En cambio aquí, los Kirchner llegan con un discurso de renovación, cuando en lo fundamental son continuidad, desde los funcionarios hasta las políticas concretas, fuera de la cuestión del manejo de la memoria y el marketing setentero.

Porque esta idea de Cristina de darnos un mejor relato opera sobre lo retórico. No hay más que eso. La política toma el lugar de los escritores y se ocupa de dar un relato, una ficción planteada en términos de realidad, que tiene su potencia política en su ser ficcional. Lo que pasa con el INDEC muestra que no hay voluntad más clara de abrazar la ficción que la de la política argentina. Entonces la ficción tiene que abrazar la política pero intercediendo desde otro lugar sobre la representación. La literatura tiene que buscar incidir sobre algo extraliterario. Lo real es interesante justamente porque está atravesado por lo imaginario, y la ficción es atrapante porque está contándote algo súper real. Esa es la literatura que quiero hacer, y la que me gusta leer.

—Según puede pensarse desde su novela, ¿qué vías pueden explorarse para esa incidencia de la literatura en su afuera?

—Bueno, los personajes en definitiva terminan interviniendo políticamente sobre la representación. La misión de nuestra generación tiene que ver con la idea de desarmar estructuras jerárquicas heredadas de la política. Y hay una base tecnológica que provee elementos para eso. Internet es un lugar donde se empezó a experimentar de otra manera la cercanía con los demás. Creo que es uno de los primeros testeos acerca de en qué se va a convertir la política, o la idea de representatividad. Me interesa establecer una relación con el lenguaje que se pueda ir hacia otros lenguajes, lenguajes de programación incluidos, y que esos lenguajes sean capaces de generar situaciones de caos y disrupción que en ciertos casos me parecen necesarias. Yo no quiero matar personas, pero sí matar información, o mentiras informatizadas. Hay un desbarajuste general de las industrias, y de la política como una industria más, que le da de comer a un montón de gente. La política forma parte de la crisis de las industrias culturales. Cabe esperar cambios que provengan de la base tecnológica, porque nos permitirían tener mucha más transparencia en un montón de procesos. Por ejemplo, en general nunca sabés lo que hizo cada legislador; pero si twitteara las cosas que hace y que discute, tendrías como ciudadano una relación mucho más cercana con los hechos y podrías contrastar sus acciones reales, saber si laburó o no.

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