Una revisión sobre los 200 años que se festejan y una mirada nacional sobre el origen del país. Algunas preguntas encuentran sus respuestas en esta crónica, pero al mismo tiempo surgen nuevos interrogantes.
¿Cuantos años tiene nuestra patria? ¿200, si establecemos que el cumpleaños es el 25 de mayo? ¿201, si tomamos en cuenta el primer grito de Independencia del Virreinato, que fue en Charcas el 25 de mayo, pero de 1809? ¿194, si decidimos que oficialmente hemos nacido cuando se declara la independencia? ¿494, si tomamos como fecha inicial el descubrimiento por Solís del Río de la Plata? ¿14.000, si calculamos la fecha en que llegaron los primeros hombres, originarios de Siberia?
Todas estas fechas son verdaderas y son falsas. Antes debemos preguntarnos, ¿Qué es la patria? ¿Es un territorio? Es absurdo pensarlo así. Es lo que podríamos llamar un concepto “inmobiliario” de la patria. La patria no es un territorio, aunque pensarlo así ayuda mucho a comprenderla.
Los pueblos, si bien tienen una impronta marcada por el paisaje y el clima de donde provienen, hallan sus lazos más fuertes en la comunidad en la que nacieron, aprendieron a hablar, a rezar, se vistieron, oyeron su música, en fin, adquirieron una cultura, que es lo que los une y los diferencia con otras comunidades.
El mejor ejemplo de esto lo proporciona el pueblo judío, capaz de mantener su cohesión desde el éxodo de Egipto hasta la diáspora que los dispersó por el mundo. Ellos no tenían tierra, pero eran una comunidad.
Es más apropiado entonces definir una nacionalidad como una cultura, donde las influencias territoriales no son la cultura en sí, sino la olla donde ella se cocina, con componentes que -para que nos entendamos- llamaremos de origen o si se quiere raciales, suponiendo que las razas existen.
¿Hay dueños e invasores?
En América no hay un origen común. Los ahora llamados “pueblos originarios” han sido también pueblos migrantes; que históricamente se desalojaban mutuamente y guerreaban entre si, como sucedió en toda la historia de la humanidad, sea americana, europea o asiática.
Hay cálculos muy dispares de cuantos vivían en estas tierras cuando Cristóbal Colón llegó. Pero fácilmente puede suponerse qué cantidad de personas se pudieron mantener por la calidad y extensión de las tierras cultivables trabajadas. En el nuevo mundo no había animales de labranza que permitiesen la agricultura extensiva ni usaban la rueda para trasportar lo cosechado; sólo el trabajo manual del campesino y los ingeniosos sistemas de riego permitían una agricultura intensiva en pequeñas zonas. Selvas y pampas eran por entonces escenario recorrido por tribus de escasos miembros que sobrevivían como cazadores y recolectores. De esto podemos deducir que los habitantes del nuevo mundo a fines del siglo XV no podrían ser mucho más de 20 millones de almas.
¿Cuántos hispanos (españoles y portugueses) vinieron durante el primer siglo? Esto es más fácil de calcular, porque hay registro de cuántos barcos cruzaron el Atlántico, qué capacidad de transporte tenían y cuántos tripulantes y transportados pudieron quedar en estas tierras. Y las cuentas arrojan el exiguo número de 25 mil llegados entre los años 1.500 y 1.600. Veinticinco mil hispanos, que al final del siglo, por crecimiento vegetativo pudieron ser tal vez cuatro veces más, bastaron para dominar desde la mitad de norteamérica hasta Tierra del Fuego. ¿Cómo lo hicieron?
Hablar de la superioridad de las armas es infantil. Hernán Cortez sólo llevó diez arcabuces de farragosa carga y al poco tiempo debió explorar los cerros en busca de azufre para fabricarse la pólvora. La historia nos cuenta que sólo trece hombres acompañaron a Francisco Pizarro en un primer momento, y aun así llegó a dominar el Imperio Inca. Los caballos eran eficaces y atemorizantes, pero los llegados en lo barcos fueron naturalmente muy pocos y fácil blanco de las flechas y rico e indefenso alimento para los pumas, como sucedió en el real de Buenos Aires en épocas de Pedro de Mendoza.
¿El miedo? Quien haya visto los dibujos con que los espías enviados por Montezuma (1) informaban al emperador del desembarco de Cortez en Veracruz -dibujos perfectos de barcos, caballos, armaduras- no tendría ninguna duda que al menos el emperador de México no fue sorprendido ni atemorizado.
Las enfermedades, en especial la viruela, pueden explicar grandes mortandades, pero aun así no emparejan las fuerzas. Y debemos considerar que había un trueque de enfermedades entre ambos continentes. (Pedro de Mendoza viene a América a buscar un remedio para su sífilis, enfermedad americana). Seguramente los europeos, por haber soportado invasiones y comerciar con lejanos países, debieron ser más inmunes a las pestes que los nativos del Nuevo Mundo, pero aún así la desigualdad de los 20 millones contra 25 mil sigue siendo mucha.
¿Como se hizo entonces? Con dos cosas: política y parentesco. Política para aprovechar los profundos resentimientos que había entre los naturales. Los Aztecas dominaban a sus vecinos por el terror y exigían decenas de miles de víctimas para sus sacrificios humanos. Los Incas estaban separados en dos reinos que guerreaban entre sí, pero para hacer política necesariamente debieron dialogar, interesarse, hablar su idioma, convencer y sobre todo considerar al interlocutor como persona. No se puede hacer política desde una posición de superioridad ni de desprecio. El parentesco, por su parte, se daba por alianzas matrimoniales entre hispanos y naturales. Podemos pensar que no en todos los casos fuese de buen grado, pero en aquellos siglos las cosas se daban así en las selvas paraguayas y en las cortes europeas.
La Malinche, compañera de Hernán Cortez, ya esclava por ser botín de guerra entre dos etnias, fue regalada junto con otras 19 mujeres. Era habitual, como lo relata Ulrico Schmidel, expedicionario que vino con Mendoza, que los jefes nativos ofreciesen mujeres a los visitantes. No nos podemos extrañar por esto ya que el intercambio de sangres para evitar la excesiva consanguinidad nos viene desde la época de las cavernas y en nuestras tierras los malones la ejercían sin culpa, con la institución del las cautivas. Nacen de estas uniones los “mancebos de la tierra”, hijos de padre español o portugués y madre india, con el apellido del padre y todos sus derechos y blasones, incluyendo aquel de “nos como el rey, pero nosotros somos más”.
Estos personajes ya no eran blancos ni eran cobrizos, no eran españoles ni indios. Estaba naciendo el criollo, poco domesticable, ya que no lo ataba ninguna nostalgia con una Europa que no conocía y era dueño de una inmensidad infinita, en la que se movía en su caballo, siendo indio y hablando la lengua de su madre y siendo blanco y heredando todos los blasones y mercedes de su padre, que todos los tenían, porque la nobleza menor hispana de ser Hidalgo (Hidalgo de Solar Conocido es el título completo), correspondía a todos los vecinos de cada ciudad fundada, por el sólo hecho de ser propietarios de un pequeño espacio de tierra, de distribución obligatoria cuando se fundaba una ciudad.
Advienen luego los negros, traídos del África como esclavos, pese a las leyes hispanas que siempre discutieron su legitimidad. Tenemos, entonces, tres orígenes, tres culturas que lentamente se fusionan: indígenas, africanos e hispanos.
No era novedad para los hispanos, ya que durante 800 años convivieron, se fusionaron y se necesitaron tres corrientes: Los “originarios” íberos (mezcla a su vez de romanos, vándalos, vascuences y otros), los inmigrantes Judíos (no parecen ser uniformemente de la diáspora, seguramente fueron fusión con numerosos grupos de arrianos que regresaron al judaísmo) y los invasores moros.
Es por eso que en nuestra cultura hay una apertura natural hacia la otredad. En nuestros genes, la convivencia y la comprensión de lo distinto no fue un precepto moral, sino una necesidad de convivencia y una forma de vecindad. En esto nos diferenciamos de las culturas “insulares”, que aún hoy se consideran superiores y que recelan de toda otra forma de cultura, sea por la religión, la vestimenta, la comida, el lenguaje o el color de su piel. Nuestra cultura es por lo tanto multígena, como decía Raúl Scalabrini Ortíz, concepto que ya había descrito el mexicano José Vasconcelos cuando describía a nuestra América mestiza como “raza cósmica”.
La patria está entonces más cercana a una sociedad que a un territorio.
¿Hubo el 25 de mayo de 1810 una fundación de la patria? No lo creemos así; sólo hubo un comienzo de independencia, una separación unívoca y simultánea en toda nuestra América de una España que también luchaba por su independencia a cuya suerte no queríamos quedar atados.
La Argentina como Estado soberano y distinto en el continente.
La idea de la “fundación de la patria”, sea en 1810 o en 1816, llevó a muchos hombres con poder a minimizar y subvertir la idea de Patria, usando para ello imágenes que creían similares.
Nace en el siglo XIX un mito, funcional a la clase dominante de entonces, que define a la patria como un espacio geográfico donde un grupo esclarecido de fundadores ha decidido autogobernarse, y traspolando eso a un terreno conocido y comprensible, una estancia, de la que la se siente “clase principal” se asumía como la propietaria, por derecho de “fundación”. Para legitimar esa creencia establecieron que antes de su intervención, o a más ahondar, la que sus padres hicieron, no había nada rescatable. No hubo historia en los 300 años que van desde los “Reinos de Indias” de los Habsburgos hasta las pálidas “colonias de América” de los débiles Borbones; no hubo historia que relatara los reinos Aztecas, Incas, los desaparecidos Mayas, los misteriosos habitantes de Tiahuanaco. No hubo historia cuando los jesuitas lograron la fusión de dos mundos con sus magníficos pueblos, mal llamamos misiones, cuando en realidad pudo haber sido el despertar del espíritu americano.
Y aplicando el concepto inmobiliario, y por lo tanto contractual, la idea de patria de esta clase dirigente se confundió con la idea de empresa. Esta empresa se basaba primeramente en un capital, que era su territorio, un contrato y un estatuto, que era la constitución, que como todo estatuto y contrato sólo tenía funciones cuando había conflictos entre los gerentes, y un grupo dirigente que es el que tenía voz y voto en las reuniones del directorio. Entre las herramientas necesarias para que el negocio prospere era conveniente contar con que los habitantes atemperasen su condición de compatriotas para asumir la de empleados, de forma tal que no pretendiesen intervenir en las decisiones de los patrones.
El país no asimiló la idea.
Algo no funcionó bien en el siglo XIX, que se decidió cambiar a los empleados cuando estos no quisieron someterse a las reglas de juego “civilizadas”, pese a que habían sido reiteradamente derrotados. Para el proyecto de los esclarecidos, el gaucho no servía y había que reemplazarlo. Eliminado el primer obstáculo, que era Juan Manuel de Rosas y su terco nacionalismo, comenzaron la verdadera batalla en aquellos años de enormes desórdenes que se llamó graciosamente la “época de la organización nacional”.
Había un proyecto de país a formar que no era nuestro país real. “Hemos de componer la población para el sistema de gobierno, no el sistema de gobierno para la población… necesitamos cambiar nuestras gentes incapaces para la libertad”, la frase es del primer Alberdi. (Luego se arrepintió, pero en ese espíritu se redactó la Constitución de 1853). Y comenzaron las matanzas de gauchos a manos de los coroneles de Bartolomé Mitre, ayudado por el exterminio mutuo en los fortines de la frontera con los indios y terminado en los esteros del Paraguay (sólo en Curupayti hubo ocho mil muertos; proporcionalmente a la población actual es como perder 240.000 hombres en una sola batalla).
Un cálculo conservador nos indica que entre la batalla de Pavón (1861) y la conquista del desierto (1879) fueron exterminados (en gran parte asesinados como prisioneros o degollados como en Cañada de Gómez) uno de cada tres gauchos de la campaña, amén de quitarles sus tierras y hacienda a todos los que sobrevivieron (2). La idea era primero sanear los títulos de propiedad de la tierra, expulsando a sus moradores y luego cambiar los peones de la estancia, ya que los gauchos eran molestos y no aceptaban agradecidos el dominio del patrón. Pero se necesitaban otros peones que cumplieran las funciones inferiores en la sociedad. Los elegidos fueron quienes pertenecieran a “las razas viriles de Europa” (Alberdi dixit), es decir rubios de ojos celestes. Pero llegaron barcos cargados con miles de esperanzados provenientes de “la Europa atrasada”; “poblar es apestar, corromper, embrutecer, cuando se puebla con las emigraciones de la Europa atrasada”, frase también de Alberdi.
Terminada esa etapa, Sarmiento, Mitre y luego Roca, tuvieron frente a si una nueva sociedad, a la que había que argentinizar, aceptando como bueno un concepto y una historia en donde lo verdaderamente argentino era barbarie.
La patria a construir deberá ser diferente a si misma y a sus vecinos.
La idea de unidad americana que había sobrevolado durante la primera mitad del siglo XIX fallece con la guerra del Paraguay y con la desaparición del último caudillo de los gauchos, me refiero a Felipe Varela, quien con la bandera de la “Unión Americana” hizo una quijotesca resistencia a los sangrientos coroneles de Mitre y fue el último de aquella Patria que moría.
El concepto de latinoamericanismo no estaba en los planes de los nuevos patrones. La mejor prueba de ello es la indiferencia de Mitre ante la invasión de España a las islas peruanas hechas en 1866, y el posterior bombardeo de los puertos peruanos, bolivianos y chilenos; que provocan la ruptura y hasta la declaración de guerra a España por Ecuador, Perú, Bolivia y Chile, y el quiebre del Paraguay.
Sarmiento, movido más por su espíritu anti-español que por solidaridad continental, apoya a estos países pero Mitre lo reprende diciendo: “Ni como político, ni como argentino, ni como gobernante de un pueblo que se respeta puede solidarizarse con Perú y Chile”. Algo semejante diría frente a la llamada guerra del pacífico entre Chile y Bolivia-Perú. No éramos latinoamericanos ni nos debían importar las cuitas de los vecinos. Éramos más.
Entonces, ¿nada significa nuestro Bicentenario?
Hasta ahora hemos estado describiendo lo que no es ni debió ser la patria. No obstante, en 1810 estallaron prácticamente de forma simultánea movimientos similares en casi todos los rincones de nuestra América hispana (Brasil, que poco tiempo antes había recibido a la corte Portuguesa y de esta manera se autosuponía metrópoli, no necesitó independizarse porque ya era independiente, además de no interesarle esto a sus verdaderos amos ocultos, que eran los ingleses).
La Independencia, exigida por primera vez en nuestro Virreinato con la sublevación de Charcas del 25 de mayo de 1809, y tímidamente insinuada por el cabildo porteño un año después, nunca fue considerada una exclusividad Argentina. Siempre se habló de liberarse de España junto al resto de América. San Martín, con su decisión casi personal, la hizo efectiva y no le importó que bandera llevaran sus tropas, siempre que fuese americana. El Perú no cuestionó que un general argentino fuese su gobernante. Las constituciones de las provincias artiguistas (Entre Ríos, Corrientes y Santa Fe) consideraban ciudadanos con derecho a voto a los residentes nacidos en cualquier región de América que antes hubiese sido española. La independencia proclamada en Tucumán en 1816 se refería a “Las Provincias unidas en América del Sur”, dejando la puerta abierta para una posterior unidad del resto de América.
¿Qué es entonces para nosotros el Bicentenario?
El enorme empuje, pacífico y exitoso, hecho por los hombres de Mayo todavía nos llega. Es la oportunidad de darle nuevamente su significado. Hoy nos encuentra con algo del camino hecho. Debimos destejer toda esa idea de “Argentina granero del mundo”, pero nada más que granero; de la Argentina independiente, pero sólo porque tiene bandera y diferente color en el mapa, independiente y separada como nos quisieron enseñar en la escuela liberal de Sarmiento.
Pero hace ya unos cuantos años que los hijos del remanente criollo y de esos gringos inmigrantes supimos o supieron del engaño. Y con errores y desorientaciones, pero con tenacidad, comenzamos la larga marcha de la reconquista de nuestra identidad. Revisamos nuestra historia y descubrimos lo oculto y lo tergiversado. Poco a poco la verdad se fue abriendo paso, eclosionando luego políticamente con Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón, y hoy se encarna muy profundamente en el espíritu de muchísimos compatriotas.
Llega en estos días el lejano eco de aquel mayo y se ve en América un nuevo amanecer. Ya no estaremos solos. Como en 1810, en otras regiones de América surge la idea de unidad. Aunque la lucha sea utópica y desigual, para los hombres y mujeres de 1810 tampoco era una tarea sencilla, pero lo hicieron.
Notas
(1) Se exhiben en la llamada “casa de Cortez” en Cuernavaca, México.
(2) La población argentina a mediados del siglo XIX era de 1.200.000 habitantes. Las estimaciones de las matanzas van desde la minimización que hace el senador mitrista Nicasio Oroño, cuando habla de “solo fueron 5.000” a la que consignaban los diarios chilenos que hablan de 60 mil degollados o lanceados. Si tenemos en cuenta que hoy la población es 30 veces mayor, hablaríamos de 150 mil a 1.800.000 desaparecidos. Y considerando que esto sólo sucedió a paisanos anónimos, a gente de campo, no es exagerado pensar que uno de cada tres campesinos fue asesinado.