Durante 2024, según el informe del Sistema Nacional de Información Criminal, se registraron 4249 suicidios en Argentina, lo que arroja una tasa nacional de 9,8 cada 100.000 habitantes. El registro, en comparación con 2023, no disminuyó, se acrecentó en un escenario amplio de transformaciones sociales, políticas y subjetivas hasta poner en tensión al sistema de salud pública.
El entramado de ideas, valores y discursos propios de la sociedad contemporánea fue dando lugar a nuevas formas de ser, pensar, sentir y actuar. Se observa un desplazamiento respecto de grandes ideales colectivos que habían organizado la vida social durante buena parte del siglo XX: las promesas de progreso, justicia o transformación social; los proyectos de futuro; el desencanto frente a la política; la desconfianza hacia gobiernos, instituciones y figuras de autoridad… En este escenario se consolida una lógica centrada en la autorrealización individual, el consumo y la gestión personal de la propia vida, trasladando al plano personal problemas que son, en realidad, estructurales. Rasgos de época que atraviesan a amplios sectores de la población. La era del vacío[1] —en análisis de Giller Lipovetsky, sociólogo francés—: un clima afectivo marcado por la desilusión, la decepción, la melancolía, el nihilismo y el cinismo. Las condiciones que atraviesan a los sujetos hoy se expresan en diversas formas de padecimiento como el suicidio, la depresión, el consumo de sustancias y las conductas adictivas. Es un fenómeno de alcance global, presente en distintos países y regiones, aunque con expresiones desiguales según los contextos sociales, económicos y culturales.
Se habla de una “pandemia en salud mental” para dar cuenta no solo del aumento sostenido y de la agudización de distintos padecimientos psíquicos, sino también de la proliferación de categorías, diagnósticos y formas de nombrar el malestar que atraviesan a amplios sectores de la población. La noción de pandemia no remite aquí a una emergencia sanitaria clásica ni a un fenómeno estrictamente clínico, sino a la extensión, la persistencia y la transversalidad del sufrimiento psíquico, así como a su capacidad de desbordar los dispositivos tradicionales de atención. En este marco, se observa una creciente tendencia a leer el cansancio, la tristeza, los problemas de concentración o de aprendizaje en clave diagnóstica, como TDAH, dislexia u otros trastornos.
Desde esta perspectiva, el suicidio se configura como un indicador extremo de un malestar que no puede ser reducido a la esfera individual ni explicado exclusivamente por la falta de recursos personales o por fallas en los dispositivos de atención. Su incremento pone en evidencia los límites estructurales de las respuestas disponibles y obliga a desplazar la mirada hacia las condiciones sociales, económicas y simbólicas que producen y reproducen ese sufrimiento. La creación de líneas de atención, servicios especializados y estrategias de prevención resulta indispensable, pero se vuelve insuficiente cuando el sufrimiento se produce y se reproduce en un contexto de deterioro de las condiciones de vida y de debilitamiento de las certezas que antes organizaban la experiencia cotidiana.
En Tucumán se han desarrollado distintos dispositivos orientados a la atención y prevención en salud mental: líneas de asistencia telefónica (telepsicología), equipos territoriales (CEPLA), aumento de personal especializado en salud mental, distribución gratuita de medicación, nueva ley de salud mental.[2] Avances que buscan garantizar la prevención, el acceso a la atención y ofrecer respuestas ante situaciones de crisis. Estos dispositivos cumplen funciones específicas: atender, contener, orientar, prevenir; y resultan fundamentales en el abordaje del sufrimiento psíquico. Sin embargo, su existencia no ha sido suficiente para absorber el crecimiento sostenido de la demanda. Lejos de estabilizar el escenario, el sistema se ve progresivamente sobrepasado, no solo por fallas puntuales en su diseño, sino por condiciones que exceden ampliamente su capacidad de respuesta.
Una primera clave para comprender este desborde remite a la precarización de las condiciones de vida en la Argentina contemporánea. El deterioro de los ingresos, la inestabilidad laboral, el empobrecimiento y la incertidumbre cotidiana impactan de manera directa en la salud mental de la población y erosionan las posibilidades de sostener proyectos vitales a mediano y largo plazo. En este contexto, el suicidio no puede leerse como un acontecimiento aislado, sino como una expresión extrema de un entramado de sufrimiento más amplio, producido en una vida atravesada por la urgencia, la falta de previsibilidad y la sensación de no contar con redes de sostén suficientes para tramitar el malestar.
El escenario que se configura a partir de estos procesos obliga a revisar las formas en que se piensa y se aborda el suicidio en el espacio público. Cuando el sufrimiento se vuelve persistente, extendido y socialmente producido, la apelación exclusiva a la responsabilidad individual o a la atención de casos aislados resulta insuficiente. El aumento de los suicidios tensiona al sistema de salud y pone en cuestión los marcos interpretativos desde los cuales se intenta comprender el malestar contemporáneo. Más que un problema circunscripto al ámbito clínico, el suicidio interpela a las condiciones de vida, a las tramas de cuidado y a los modos en que una sociedad gestiona la vulnerabilidad.
En este sentido, la existencia de dispositivos de atención, programas de prevención y estrategias de intervención no alcanza si no se los inscribe en una lectura más amplia del problema. El desborde del sistema no es únicamente un indicador de falta de recursos, es también un síntoma de la forma que adquieren tanto el malestar como sus respuestas en el presente. En un contexto atravesado por la despolitización del sufrimiento y la primacía de soluciones individuales, las intervenciones tienden a organizarse principalmente en clave asistencial y personalizada. Estas respuestas, sostenidas desde las mismas condiciones que producen el malestar, resultan insuficientes frente a la escala y la persistencia del fenómeno.
Hablar, entonces, de una pandemia de la salud mental es nombrar un proceso que atraviesa de forma transversal a la sociedad. Una pandemia que no se mide solo en cifras ni se resuelve únicamente con dispositivos de atención, sino que exige pensar las condiciones que producen sufrimiento, los límites de las respuestas disponibles y la urgencia de construir nuevas tramas de sentido. Así, el suicidio puede dejar de ser un hecho aislado para convertirse en una señal extrema de una crisis, que nos debería interpelar y obligar a revisar qué formas de vida se están volviendo habitables —y cuáles no— en la Argentina actual, y en la provincia.
[1] Lipovetsky, Gilles (2006): La era del vacío, Anagrama, Buenos Aires.
[2] https://revistazoom.com.ar/avances-en-el-papel-desafios-en-la-practica/
