La Nación y “Marianito” Grondona contra el gobierno: Temístocles y Keynes opinan sobre Kirchner

Por Jorge L. Devincenzi, especial para Causa Popular.- Con la mirada clavada en los televidentes desde 2500 años atrás, Temístocles, un general ateniense, aconseja al Presidente Kirchner sobre la conveniencia de controlar el precio de la carne bovina, como si en el Mercado de Liniers se jugara una nueva versión de la batalla de Salamina.
Interviene entonces el petulante Alejandro Rozitchner, quien hablando invariablemente al cuete en el nombre del padre, explica el feriado nacional del 24 de marzo como un reconocimiento falaz o vergonzante de la derrota guerrillera. Su patrón enmudece, porque fue uno de los ideólogos de la dictadura. Un número de la revista “Confirmado” de esos días podría probarlo: remontándose a Aristóteles, Santo Tomás y vaya uno a saber quién, Marianito esgrimió la tesis de que el gobierno democrático era legítimo en su origen pero no su ejercicio, y por lo tanto, su derrocamiento sería un acto de justicia y el general Videla, su justo portador.

Luego, Marianito señala que existen prejuicios ideológicos en el peronismo, un silogismo muy utilizado en los 90, y propone que la población argentina se limite a consumir caracú, falda y vísceras (el viejo alimento de los esclavos), todo ello subsidiado con parte de las retenciones, y se prohíba la venta de lomo, cuadril y otros cortes de lujo para permitir su libre exportación.

A renglón seguido incursiona en un revisionismo histórico que no soportaría la pedagogía escolar: para Marianito, los ganaderos de la Sociedad Rural, propietarios de las mejores tierras de la pampa húmeda, fueron vilmente explotados por los frigoríficos ingleses, a quienes no tenían más remedio que venderle las reses. Y como los inmigrantes no acostumbraban comer carne (¿qué comían?), el mercado interno no existía. ¿Cuándo apareció ese mercado interno?

Marianito olvidó, lo que hubiera fortalecido su argumento, que también los ferrocarriles y barcos que transportaban la carne, y el propio Banco Central eran ingleses.
Los “prejuicios ideológicos” del peronismo remiten a las escasas y silenciadas voces críticas de los 90. Apenas cambiaron la forma.

En aquellos tiempos, la troupe de Marianito, Bernie, Adelina y María Julia repetía a coro: “¿Tiene alguna relación con la soberanía que el petróleo, los teléfonos y los ferrocarriles sean estatales,?”

Creer que sí era un prejuicio ideológico.
Pero a la adormecida y disciplinada sociedad argentina le pareció que no, que no tenía ninguna relación.
En aquellos años el déficit del sistema nacional de ferrocarriles, que cubría todo el país con unas formaciones que solían llegar a horario, era de un millón de pesos diarios.

Hoy, el déficit (sólo en el sistema suburbano, el único que sobrevivió) es de dos millones y medio por día. El de los trenes ya no es un servicio para la comunidad. El petróleo ha dejado de ser una riqueza nacional para convertirse en patrimonio de una empresa extranjera que juega a la ruleta con las reservas.

En la versión 2006, los prejuicios son del conjunto del peronismo contra los propietarios de vacas. En los 90, los que no se disciplinaban tras el sultán riojano.

Fin del show. Lista de anunciantes.

En su editorial del domingo, el diario La Nación propone una lectura distinta, más comprensiva, del golpe del 24 de marzo de 1976, como si el cambio de paradigma (más allá de las tilinguerías, que existen, la defensa de los derechos humanos como política de Estado es el espejo de la represión como política de Estado) resultara insoportable para sus editores.

En las páginas interiores, mientras Marianito recurre a Temístocles, La Nación abusa de Keynes para que distintas personalidades opinen sobre la política económica del gobierno.

Intelectuales de la Universidad Austral, propiedad de la familia Pérez Companc, del Centro de Estudios Macroeconómicos (CEMA), del estadounidense MIT y de la privadísima Universidad de San Andrés aconsejan mayores cuidados para el inversor y el respeto de los acuerdos, no tocar el sistema de precios definido libremente por el mercado (“él no estaría de acuerdo con los acuerdos de precios”), y quizás tampoco Temístocles. Aconsejan no expandir la demanda y como corolario, que la economía argentina necesita una recesión, todo ello según Keynes.
Acoplándose al neo-revisionismo histórico de Marianito, el representante del CEMA define en La Nación a la convertibilidad de Cavallo-Menem como “nuestro patrón oro”.

Se necesita metal atesorado para tener tal patrón, pero aquí no lo teníamos. Eso sí, podían obtenerse dólares porque el capital financiero dominaba el mundo. Pero el dólar había abandonado la paridad con el oro en un lejano 1972 (Nixon), y aquí no los podíamos emitir, ni siquiera convirtiéndonos en otro estado de la Unión. Luego, sólo se podía financiar el uno a uno adeudándose en el exterior. Para entender ese argumento neo-revisionista en su contexto, se debe recordar que el CEMA representó y representa a los acreedores financieros externos, los bancos, los mismos que prestaban dólares -a tasas crecientes, porque aumentaba el “riesgo-país”- para mantener la paridad.

O en otras palabras, la convertibilidad fue el patrón oro del CEMA , no de la Argentina.

Un tal señor Crespo, presentado como secretario académico de la Universidad Austral propiedad de la familia Pérez Companc, ejemplo de burguesía industrial nacional que vendió sus activos a capitales brasileños, subraya en La Nación otros aspectos de Keynes.

No menciona su misoginia ni su colección de pinturas, pero sostiene que es “ejemplo de construcción social de una realidad ficticia” y con tal atractivo y prometedor inicio, agrega otros datos ficcionales. Lo presenta como un diletante poco interesado en la economía, dedicado a subrayar los aspectos hipócritas de la cultura victoriana, y como un genuino buscador de la verdad.

Sostiene Crespo como exegeta de Keynes: “en situaciones de crisis e incertidumbre, las convenciones o las reacciones de los empresarios son deficientes para impulsar una inversión que conduzca a una ocupación plena. Aparecen entonces otros tipos de hombres que tienen la sabiduría de calcular la eficacia marginal social del capital e impulsar la inversión”.

Según Crespo, esos hombres son los funcionarios estatales, y luego estipula que deben ser hombres probos, inhallables en estas tierras según Crespo.

Educado en Eton (por donde habían pasado Pitt, Gladstone, Wallpole y el duque de Wellington), en Cambridge y luego en el servicio civil como funcionario del Departamento Colonial, John Maynard Keynes nunca pretendió -al menos no se propuso- construir una receta universal y atemporal, sino una herramienta que sirviera a la grandeza de Inglaterra y la felicidad de su pueblo, resumida entonces en la plena ocupación.

En Cambrdige fue alumno del economista Alfred Marshall, quien sostenía que las teorías económicas debían adecuarse a la realidad, y no al revés.

En los años 30, las clases dominantes británicas reconocían su incapacidad para revertir el hundimiento del Imperio que alguna vez había gobernado sobre las olas, mientras sus pares argentinos se seguían rindiendo a esos encantos fantasmáticos.

Por el avance de las conquistas obreras, no eran pocos los nobles británicos subyugados por la irresistible ascensión de Adolf Hitler: Chamberlain firmó con el führer el Pacto de Munich en la creencia de que era el único freno al avance comunista.

Del otro lado del Atlántico, Henry Ford también lo creía, anticipando la Solución Final de Heydrich con su libro “El Judío Internacional”, un libelo del que se imprimieron millones de ejemplares, y que el empresario obsequiaba a sus obreros en las líneas de producción de Detroit.
Gran Bretaña llegaba a la Segunda Guerra Mundial con un altísimo desempleo, superior al 20%, y una gran fragilidad frente a la Gran Depresión originada en el crack especulativo de la Bolsa de New York en 1929.

Mientras estos pasaba en EE.UU., Keynes -especulando entre los intelectuales de Bloomsbury sobre la verdad, la ética utilitarista y las convenciones- llegó a la conclusión de que la economía clásica, para la cual las depresiones se corregían por sí solas, política que tozudamente llevaba adelante el gobierno británico, estaba equivocada, y que no se puede esperar que el empresariado preserve invariablemente ingresos estables y pleno empleo.

Para corregir esa inconsecuencia cíclica deben actuar los gobiernos, ordenando la demanda global mediante el aumento del gasto público y la reducción de impuestos.
Las ideas no mueren: se reciclan. Hoy se habla de “responsabilidad social” de los empresarios.
Las propuestas de un miembro destacadísimo de la clase dirigente británica provocaron sorpresa entre sus pares. Cuatro o cinco de ellos (Philby, McLean, Blunt, Burguess y un hipotético quinto) entendieron que si los gobiernos debían tener un rol activo, nadie lo haría mejor que la URSS, y decidieron espiar para la KGB.

Que el Estado interviniera sobre la economía no era un hecho novedoso, y ese rol no podía regirse por principios religiosos inalterables sino de acuerdo a las necesidades e intereses del momento histórico. Lo habían hecho los Claudios en Roma, regulando el precio del grano. Y la Corona británica, desde las Leyes de Pobres hasta el fomento de las compañías de colonización. Lo hicieron Bismarck, la II República Francesa con sus Talleres Nacionales, Napoleón con su Sistema Continental. Roosevelt controló a los bancos y monopolios durante la Gran Depresión, para no mencionar a Hitler y Mussolini.

Los últimos aportes de Keynes consistirían en proponer, tras la capitulación, que se fundara un sistema monetario internacional y un banco mundial de inversiones para el desarrollo económico. Aunque no siguieron fielmente sus sugerencias sino las de los representantes de EE.UU., los vencedores, las propuestas de Keynes derivaron en la creación del FMI y el Banco Mundial.

Las ideas de Keynes no lograron revertir la desaparición del Imperio, un hecho que superaba la voluntad de las clases dirigentes del Reino Unido, pero Gran Bretaña salió de la depresión, llegó a niveles aceptables de desempleo con gobiernos conservadores o laboristas, y se convirtió en una potencia industrial de primer (o segundo) orden, siguiendo los consejos de Keynes.

En la siguiente etapa, la primacía del capital financiero y la revolución tecnológica quebraron esa racionalidad, porque el trabajo se convirtió en un factor más del costo; el pleno empleo y la demanda inducida por los gobiernos, por su parte, pasaron a la categoría de abominación. El fordismo fue reemplazado por el modelo de Toyota. El Estado de Bienestar, por la libre decisión de unos hipotéticos mercados.

En la pendiente de la Modernidad todo puede suceder, sin embargo. Por ejemplo, que las viejas teorías de Keynes no estén tan muertas después de todo: ¿cómo se sostiene la economía norteamericana con ese monstruoso déficit fiscal? ¿Por qué el Estado gasta cada vez más en el complejo militar-industrial-tecnológico? ¿Por qué Bush anunció inversiones de varios miles de millones de dólares a fin de parar una inexistente pandemia de gripe?

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