La máscara de Dina, las protestas centrípetas y la nueva Constitución

Ponemos en eje la situación actual de Perú, qué está sucediendo y cómo los medios hegemónicos del país tapan los sucesos.

Por Bárbara Ester 

El 7 de febrero se cumplirán dos meses de protestas en Perú. Dos meses desde que Pedro Castillo fue vacado por el Congreso y de que Dina Boluarte se convierta en la máscara, una mera formalidad de que  existe algo así como un Poder Ejecutivo independiente del Parlamento, la Justicia y la Fiscalía. Desde entonces, cincuenta y ocho personas han sido asesinadas a manos de las fuerzas de seguridad, ese es el saldo del gobierno de la primera presidenta del país. Mientras tanto Pedro Castillo, el David que venció a Keiko Fujimori contra todo pronóstico, fue “ajusticiado”: primero, acusado de corrupto y, ahora, devenido en “golpista” cumple una condena de dieciocho meses de prisión preventiva. La carátula de su caso lleva el nombre de “rebelión” a pesar de que la misma nunca fue consumada ya que las fuerzas de seguridad optaron por respaldar la autoridad del Congreso. Inmediatamente después de “rebelarse”, Castillo terminaría tras las rejas, mientras que, lejos de toda formalidad procedimental, el Congreso votaría la vacancia del mandatario sin que este esté presente, haya sido notificado o tenga derecho de réplica como lo indica la Constitución actual. 

Desde que Castillo cumplió con su palabra y pateó el tablero para poner sobre el tapete la necesidad de una nueva Carta Magna –su principal promesa de campaña–, la representación con su electorado sellaría un pacto de sangre. Cabe destacar que en poco más de dos años de Castillo en el poder ningún proyecto de ley de iniciativa oficialista fue aprobado, algunos ni siquiera se debatieron y fueron archivados, uno de ellos fue la solicitud de un referéndum para consultar sobre la necesidad de una nueva Constitución. En el mismo lapso las facultades de iniciativa del Ejecutivo fueron recortadas: se eliminó el cierre del Congreso ante dos negativas de confianza y el Congreso quedó como el único de los poderes autorizado a convocar la consulta popular. Todos los caminos para debatir una nueva constitución fueron obturados. A eso es necesario agregar el acoso permanente a los ministros y el asedio judicial mediante acusaciones de corrupción constantes a un Gobierno completamente nuevo, es decir sin ninguna burocracia propia. El hostigamiento hacia Castillo fue doble, vía Fiscalía y vía parlamentaria.

Protestas: un movimiento centrípeto

Las protestas comenzaron en la macro región sur y en el mundo andino, pero rápidamente se nacionalizaron y comenzaron a expandirse por las regiones. Los medios de comunicación más masivos y con sede en Lima obviaron informarlo y comenzaron un proceso de invisibilización a las protestas, mientras el Ejecutivo organizaba el Estado de emergencia y la represión. Sería recién con la masacre de Juliaca, Puno, donde dieciocho personas fueron asesinadas en un solo día que su estrategia fracasó. El sol no se podía tapar con una mano en un mundo globalizado. Los medios alternativos y locales narraron en tiempo real los testimonios desgarradores que incluían el ataque a trabajadores y trabajadoras de la salud, los cuales fueron impedidos de atender a los heridos y hasta hubo un médico asesinado en la jornada. Desde el 17 de enero esta ciudadanía decidiría organizar lo que se llamó la marcha de los Cuatro Suyos –en honor al carácter indígena pero también a la marcha que anunciaría el fin del fujimorismo a comienzos de milenio– o la “toma de Lima” por su carácter de periferia subalterna contra el poder central. Las delegaciones comenzaron a organizarse junto a las solidaridades, tomando la forma de camiones, ollas populares y recibimientos con botellas de aguas y quesos para quienes eran enviados a Lima contra el Gobierno de Dina Boluarte, el cierre del Congreso, la nueva constitución y la liberación de Castillo. Las sangres comenzaron a coagularse en un movimiento popular junto a los pueblos aymaras, quechuas, chankas, uros, mestizos, los ronderos, la CGTP y otros gremios de los trabajadores organizados en un país donde más del 70% es informal.  

El 19 de enero los manifestantes llegaron a Lima y se alojaron en la Universidad de San Marcos. Tan solo dos días después el Ejército con tanques rompería el portón y entraría a la primera universidad del continente para “cazar terroristas”. Estudiantes y manifestantes de provincia fueron arrestados de manera violenta y detenidos arbitrariamente. Esa foto fue la gota que rebalsó el vaso de una comunidad internacional que ya no podía sostener que el Gobierno de Boluarte entrando con tanques en las universidades era democrático. Menos aún cuando, desde México, Andrés Manuel López Obrador había alzado la voz con una visión alternativa de los hechos que consolidaría un incipiente grupo progresista que defendía al mandatario destituido y alertaba de la injerencia de la embajada norteamericana.

El 24 y 25 de enero el mensaje se amplificaría en la CELAC con los discursos de Gabriel Boric (Chile), Gustavo Petro (Colombia) y Xiomara Castro (Honduras). Las relaciones internacionales comenzaron a resquebrajarse: el embajador mexicano y hondureño fueron expulsados del Perú, la Unión Europea sacó cinco comunicados al respecto donde puede verse con claridad el cambio de postura hacia una cada vez mayor preocupación por la violencia, la OEA tuvo un recorrido similar y la embajadora norteamericana, Lisa Kenna, manifestó por Twitter su preocupación, promoviendo medidas para el “diálogo y la paz”. Con los muertos llegó también la visita de los miembros de la Corte Internacional de Derechos Humanos a investigar los hechos, así la delegación liderada por el Primer vicepresidente de dicho organismo y relator para Perú, Comisionado Stuardo Ralón, no solo descartó la presencia de elementos “terroristas”, sino que comenzó investigaciones sobre los manifestantes asesinados. 

El ensañamiento con los y las manifestantes provincianos y las mujeres de pollera fue tal que atrajo la mirada internacional. Los discursos de Dina Boluarte y su premier Alberto Otárola justificaban la violencia estatal por el fantasma del terrorismo, infiltrados radicales y hasta el comunismo. Estos discursos macartistas ya habían sido esgrimidos contra Pedro Castillo antes del balotaje contra Keiko Fujimori. De hecho, el “terrorismo” fue el adversario favorito de su padre, Alberto Fujimori, el cual le permitió gobernar por más de una década. Lo extraño era que fuera precisamente Dina Boluarte, ex militante de Perú Libre un partido autoproclamado marxista-leninista a diferencia de Pedro Castillo que provenía del gremio docente, quien los enunciara. Evidentemente, Dina era solo una máscara del verdadero poder. 

El cenit de la tensión llegó cuando una asociación de abogados de Arequipa denunció al Gobierno de Dina Boluarte de genocidio, basados en la sobre representación de indígenas entre las y los asesinados por armas de fuego. Con cada alocución del Gobierno o de los congresistas la protesta era más azuzada. El mensaje de que Puno no era el Perú por parte de la mandataria salió a relucir el orgullo local, puso el foco en la región que contiene la mayor cantidad de litio del Perú, movilizó a sus artistas y generó automáticamente una identificación positiva. Los camiones atiborrados de gente rememoraron los procesos migratorios internos recientes desde fines de los 80’, cuya causa sí había sido el conflicto armado. Ese sector de los márgenes de la gran Lima que había sido el bastión electoral del fujimorismo, también se plegó a las protestas pues se sintió por primera vez identificado no desde la vergüenza sino desde la reivindicación de la valentía de la lucha provinciana. Por último, la wiphala, bastardeada por un congresista que se refirió a ella como “mantel de chifa” se convirtió en un símbolo de lucha. Aun así, la represión no cesó, el último fin de semana de enero quedó registrado como la policía le vuela los sesos a un manifestante disparando gas lacrimógeno sobre su cabeza. 

El desbalance de poderes y la salida constituyente

Cuando los tirones de oreja y las preocupaciones internacionales hicieron el frío, la presidenta se desmoralizó y rogó al Congreso por cadena nacional que apruebe un nuevo adelantamiento electoral, no para abril de 2024 que es el que rige actualmente, sino para este mismo año. La respuesta del Parlamento fue obscena: una semana de vueltas, discursos, berrinches y pases de factura por parte de ciento treinta congresistas que expresan más de diez partidos y que en definitiva no representan a nadie. Cabe destacar que si Dina Boluarte presentara su renuncia quedaría a merced de la Justicia por los asesinatos que se perpetraron en su gestión, no solo ante la local sino ante la Corte Internacional de Derechos Humanos desde la denuncia por genocidio. 

La Justicia fue considerado por bastante tiempo como el más imparcial de los poderes, ya que fujimoristas y anti fujimoristas lo disputaron desde el 2016, el momento de mayor judicialización de la política peruana que batió el récord con casi todos los presidentes desde los 90’ hasta la actualidad hayan pasado por la cárcel. No solo fueron presidentes, muchos fueron candidatos. A modo de ejemplo Keiko Fujimori fue apresada y cumplió dieciocho meses en prisión, su investigación incluye aportantes truchos, organización criminal y corrupción, pero eso no le impidió ser candidata y llegar al balotaje. Martín Vizcarra, quien cerró el Congreso en 2019 fue inhabilitado por diez años y no pudo asumir su banca aun siendo el congresista más votado en 2021. Vladimir Cerrón no pudo ser vicepresidente por una causa de corrupción cuando fungió de gobernador de Junín (2011-2014) por la que fue sobreseído en 2021 tras las elecciones.

El Congreso, por su parte, es desde el comienzo de la crisis en 2016 la institución más denostada por el pueblo peruano en todas las encuestas y el único que ha acumulado y concentrado el poder en la crisis. Logró la renuncia de Kuczynski en 2018, vacar a Vizcarra (2020) y no solo vacar sino también encarcelar a Castillo de modo arbitrario e inconstitucional (2021). El Parlamento, además, concentró poderes al impedir que el Ejecutivo solicite la cuestión de confianza para reformas constitucionales como hizo Vizcarra y le fue impedido a Castillo. Conservó para sí cualquier iniciativa de referéndum, recortando esa función al Ejecutivo y tiene media sanción para eliminar el artículo que habilita el cierre del Congreso ante dos negativas de confianza, en definitiva: está blindado.

Uno de los puntos centrales de la discusión parlamentaria ha sido la convocatoria a la Asamblea Constituyente para una nueva Carta Magna.  El andamiaje institucional peruano ha sido consagrado en 1993 luego de un autogolpe por el cual el entonces presidente Alberto Fujimori cerró el Congreso y convocó una constituyente, algo similar a la acusación que pesa sobre Castillo, pero con la gran diferencia de que los tanques de guerra estuvieron de su lado. Desde el 2001 hasta la actualidad hubo más de veinte reformas, sin embargo, ningún político convocó un referéndum para sancionar una nueva Constitución sin vicios de origen como tampoco de restaurar la Constitución de 1979. El sistema ideado por el fujimorismo continuó gobernando en democracia con algunas características, en primer lugar un capítulo económico demasiado liberal cuyo momento de mayor crudeza se observó con la mercantilización de la salud en la pandemia, cuando Perú se convirtió en el país con mayor cantidad de muertos por Covid-19 mientras las clínicas cobraban montos exorbitantes por cosas tan simples como oxígeno. En segundo lugar, una batería de leyes para la represión interna bajo el rimbombante nombre de “leyes antiterroristas”, a pesar de que de las guerrillas maoístas o leninistas no se supo más, pero esas mismas leyes fueron ampliadas durante el segundo Gobierno de Alan García y terminaron de criminalizar la protesta social, fundamentalmente rural y vinculada a los conflictos con la minería. Perú es también el único de los países andinos –Chile sigue el periplo constituyente– que no ha optado por reconocerse como plurinacional a pesar de la cantidad y la importancia de sus pueblos indígenas. La discusión y respuesta a estos temas son la única solución real y no cosmética a la crisis política que lleva ya siete años de efervescencia y dos meses de lucha ininterrumpida en las calles.  

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