Tras las franquicias represivas otorgadas por la ministra Patricia Bullrich a las fuerzas federales de seguridad a partir del asesinato del joven mapuche Rafael Nahuel, la Policía de Neuquén fue la primera mazorca provincial en hacerlas propias. Ocurrió el 30 de noviembre, cuando los uniformados atacaron con balas de goma y plomo, en pleno centro capitalino, a trabajadores tercerizados del hospital Castro Rendón. Un conflicto paritario bastó para desatar sobre ellos una reprimenda desaforada, impiadosa y atroz. Su cosecha: sesenta heridos, cuatro de consideración y uno en grave estado.
Al día siguiente, el fiscal general neuquino, José Gerez –cuyas energías suelen repartirse entre sus embestidas contra todo tipo de protestas sociales y la guerra con los pueblos originarios– se reunió en Buenos Aires con la señora Bullrich para “trazar estrategias –según un comunicado quwe él mismo difundió– con el propósito de impedir la instalación de grupos radicalizados en la provincia”. Se refería, por supuesto, a la fantasmagórica RAM.
Lástima que la trascendencia mediática de dicho cónclave haya quedado opacada por la repercusión nacional e internacional del operativo disciplinador del jueves en Neuquén. La política del garrote y la pólvora se extiende en todo el país como una mancha venenosa. Y no es un hecho azaroso que la policía de aquella provincia –de la cual el doctor Gerez es una suerte de bastonero en la sombra– sea una vanguardia al respecto. Porque siempre supo brillar por el ejercicio de la violencia extrema y, a la vez, por sus altos índices de corrupción. Tanto es así que se la considera una de las fuerzas de seguridad más peligrosas de la Argentina. En tal sincronía entre el pasado y el presente se repiten ciertos personajes, a saber: el actual ministro neuquino de Seguridad, Jorge Lara, el actual secretario nacional de Seguridad, Eugenio Burzaco, y el propio Gerez.
A continuación, una ya añeja historia que pinta a esta milicia por entero.
Cabo suelto
Aquel tipo no era precisamente un especialista en la resolución de conflictos. Eso bien lo supo Gladys Montecino, quien residía con su familia en un barrio periférico de la ciudad de Zapala. Durante la tarde del 22 de marzo de 2003 un vecino le avisó que dos de sus hijos se habían trenzado en una virulenta pelea. Ella no tardó en ir al lugar de la disputa para apaciguar los ánimos. Su intento fue vano. Entonces recurrió al auxilio de un vigilante apostado en una esquina. Y éste solicitó refuerzos. Así fue como llegó una camioneta ocupada por cinco efectivos del Grupo Antimotines, que pacificaron a los hermanos de un modo expeditivo: a patadas y culatazos. Después, ya esposados, fueron subidos al vehículo mientras la madre rogaba que no se los llevaran. Por toda respuesta recibió un puñetazo en el estómago. Al caer doblada sobre la vereda pudo ver de soslayo los ojillos del tipo en cuestión. Y también su gélida sonrisa. En ese instante, Fernando Reyes, el marido de Gladys, se sumó a la escena, y no con más fortuna: a modo de bienvenida recibió un rodillazo en la ingle, una lluvia de nudillos sobre la cabeza y, finalmente, un tiro de Ithaca en el pie. Antes del desmayo tuvo la misma visión que su mujer: la gélida sonrisa del victimario. Se trataba del cabo primero José Darío Poblete.
Por cierto, aquel hombre no salió bien parado del asunto, puesto que en esa ocasión un juez lo procesó por “vejación policial en la vía pública”.
«La política del garrote y la pólvora se extiende en todo el país como una mancha venenosa. Y no es un hecho azaroso que la policía de Neuquén sea una vanguardia al respecto»
No era su primer entredicho con el Código Penal. En abril de 1997 fue acusado de integrar la patota de quince uniformados que dispararon balas de plomo durante la represión a la pueblada de Cutral Co, donde fue asesinada Teresa Rodríguez. Pero Poblete, al igual que el resto de los procesados, fue rápidamente sobreseído. En cambio, a comienzos de 1998 fue condenado “por apremios ilegales”. Eso también significó su exoneración de la fuerza, aunque tras una increíble rehabilitación judicial volvió a vestir el uniforme de la policía de Neuquén. En tanto, los avatares legales comenzaban a extenderse hacia su vida privada, dado que su esposa lo acusó en reiteradas ocasiones de prodigarle metódicas palizas. Tales denuncias fueron archivadas. No pasó lo mismo con la agresión sufrida por Gladys Montesino y Fernando Reyes: el 23 de agosto de 2006, Poblete fue condenado a dos años de cárcel con cumplimiento efectivo y a otros cuatro de inhabilitación como policía. No obstante, el expediente terminó estancado en el tribunal de Casación. En otras palabras, la sentencia no era firme y siguió prestando servicios, de modo que durante la fría mañana del 4 de abril de 2007 ese sujeto descerrajó a corta distancia un cartucho de su pistola lanzagases sobre la nuca del maestro Carlos Fuentealba.
Ya se sabe que la muerte del docente causó en esa provincia una crisis institucional sin precedentes. Y que además sepultó el sueño presidencial del gobernador Jorge Sobisch. El caso –que le valió a Poblete una condena a perpetuidad– puso al descubierto la verdadera naturaleza de la policía neuquina, cuyo increíble historial refleja la trama secreta de una política de Estado que todavía en estos días se mantiene.
Danza con hienas
Ya ni siquiera es una originalidad decir que la democratización de las fuerzas de seguridad es una deuda que el país mantiene desde el derrumbe de la última dictadura cívico-militar. Y tal déficit explica en gran medida el autoritarismo de las agencias policiales que actúan a lo largo y ancho del territorio nacional. Claro que no resulta menos alarmante la profusión de sus negocios sucios. Ni su irremediable raíz estructural. Porque hasta el ciudadano más desinformado está al tanto de que los uniformados hicieron de la recaudación su sistema de sobrevivencia. Tampoco es un secreto que ello es tolerado –y hoy más que nunca– por todos los poderes del Estado. Y, menos aún, que en semejante estilo de trabajo no hay excepción, y si bien la Bonaerense preside la lista de abusos y cajas policiales, lo cierto es que ninguna otra fuerza federal o provincial es ajena a tales prácticas. Sin embargo es posible trazar una línea divisoria entre las agencias policiales que operan en los grandes centros urbanos arrasados por la desindustrialización y las que actúan en provincias atravesadas por un estigma inequívocamente feudal. Una sencilla cuestión de paisaje. Al respecto, la policía de Neuquén se ubica a mitad de camino.
Ello tiene que ver con la naturaleza de aquella provincia patagónica en la que la prosperidad gasífera y petrolera impone uno de sus rasgos distintivos, al igual que la exclusión social con un importante segmento de habitantes sin vivienda ni acceso al agua y a la tierra. Aquella combinación es rematada por la existencia de un partido político hegemónico de clara tradición caudillista: el Movimiento Popular Neuquino (MPN), fundado en 1961 por Felipe Sapag. Y también por una larga saga de luchas populares impulsadas por gremios combativos. Es en ese escenario en donde entra a tallar el poder policial.
Ya a fines de 1983, luego de imponerse en las elecciones con el 55 % de los votos, Sapag privilegió sus vínculos con los hombres de azul, al punto de no remover oficiales seriamente comprometidos con el terrorismo de Estado. Pero también incorporó nuevos efectivos con antecedentes penales. “Compromisos políticos”, explicaban sus colaboradores en voz baja.
Sobre la influencia policial en las más altas esferas del gobierno hay una anécdota por demás ilustrativa: en 1984 Sapag colocó al frente de la fuerza al comisario Vicente Arango, un policía cuestionado tanto por los subordinados como por vastos sectores políticos de Neuquén. De modo que un asesor del mandatario tanteó la posibilidad de que éste revisara esa designación. La respuesta fue: “Hijo, vos no entendés cómo es la cosa”.
«Ya ni siquiera es una originalidad decir que la democratización de las fuerzas de seguridad es una deuda que el país mantiene desde el derrumbe de la última dictadura cívico-militar»
Meses más tarde, sin embargo, la relación entre los policías y el Poder Ejecutivo se tornó vidriosa. Y en el invierno de aquel año la suboficialidad se acuarteló en la Escuela de Policía. Los amotinados reclamaban un aumento de sueldo y nuevos uniformes. Pero también estaban molestos por otra cuestión: el uso de vales para cargar combustible por una gran cantidad de punteros y funcionarios. El conflicto se prolongó durante más de mes y culminó sin aumentos de sueldo ni nuevos uniformes, pero sí con la socialización de esos vales para los vehículos particulares de los efectivos.
Ese beneficio se sumó a otros que continúan vigentes en la actualidad. Y, desde luego, giran en torno a las cajas policiales. Desde aquel momento en Neuquén todo delito tiene precio, siendo la prostitución, el narcotráfico y la piratería del asfalto las actividades más lucrativas. Y cabe destacar que el gran flujo monetario que se desliza por las arcas policiales no sólo va a parar a los bolsillos de los uniformados sino que además se utiliza para financiar las necesidades del MPN y los favores –y servicios– del Poder Judicial.
Ya con Sobisch en la gobernación, Neuquén se convirtió en la capital de la “mano dura”, tal como él solía ufanarse Por lo pronto, a partir de 1993 el asesinato de civiles en manos policiales se incrementó de un modo alarmante. Un caso testigo fue el de Edgardo Quilapán, quien el 4 de febrero de 1994 fue visto por última vez al ser subido a un patrullero; estuvo desaparecido durante dos días y finalmente fue hallado a la vera de la ruta con un balazo en la boca.
Por esos días el gobernador implementó el PIS (tan desafortunada sigla significa Plan Integral de Seguridad), que sólo consistió equipar la fuerza con nuevos patrulleros y armas a través de un festival de compras sin licitaciones.
Con el correr de los años el autoritarismo policial fue moneda corriente. Por ejemplo, en 2005, hubo unas 530 denuncias por abusos cometidos por los uniformados, aunque la mayoría terminó archivada.
Desde entonces también fue palpable la férrea determinación oficial de reprimir violentamente todo tipo de protesta social, aún a riesgo de causar la muerte de los manifestantes.
Sería muy injusto omitir que entre aquel año y el siguiente tal fuerza de seguridad contaba con un asesor de lujo: Eugenio Burzaco. Y que Sobisch tuvo el gran tino de poner al frente del Ministerio de Seguridad a quien hoy ocupa el mismo cargo: Jorge Lara. También cabe mencionar el nombre del consejero legal de su gestión primeriza: el doctor José Gerez. Vueltas de la vida
Para Sobisch que lo mira por TV
Durante la tarde del 1º de diciembre la atención de la prensa se concentraba en la capital neuquina, sacudida por la operación represiva del día anterior. A esa hora la zona del hospital Castro Rendón aún olía a pólvora.
En aquel mismo momento, tras concluir en Buenos Aires su reunión con la ministra Bullrich, el fiscal general Gerez se despedía del funcionario Pablo Noceti con un cálido apretón de manos, y su colega de gabinete, Gerardo Milman, tuvo la gentileza de escoltarlo hasta el ascensor. El visitante lucía una sonrisa de oreja a oreja.
El comunicado que Gerez difundió le llegó al gobernador Omar Gutiérrez unos minutos después. Su encabezado hablaba del “trabajo conjunto realizado desde el Ministerio Público y la policía provincial en casos donde se investiga la vinculación del grupo RAM”. Aquel texto también le dedicaba una línea al otro asunto: “Seremos implacables con quienes traspasen la ley”. Se refería a los trabajadores tercerizados del hospital.
Gutiérrez apartó los ojos del mail para atender de mala gana el teléfono. Desde el otro lado de la línea el intendente Horacio Quiroga le soltó un saludo seco. Entre ellos hay una tensa relación que se remonta al mes de abril, cuando el mandatario incurrió en el destrato de no invitar al homónimo del escritor a la presentación de Plan Estratégico de Seguridad (PES), una iniciativa que fue anunciada por el Poder Ejecutivo con la pompa de quien da un paso histórico.
Sin embargo el PES es nada más que un plagio del PIS de Sobisch; o sea, otro festival de compras a pura contratación directa. Claro que Gutiérrez –un contador de 50 años que fue ministro de Economía y Obras Públicas durante la gestión de su antecesor, Jorge Sapag– tiene un concepto más edulcorado de su criatura, y lo resumió con las siguientes palabras: “Es un plan integral que fortalece la autonomía policial, y garantiza el cuidado de la familia neuquina, además de sus bienes”. ¿Acaso habrá querido decir “autogobierno”?
«Desde entonces también fue palpable la férrea determinación oficial de reprimir violentamente todo tipo de protesta social, aún a riesgo de causar la muerte de los manifestantes»
La llamada de Quiroga –un radical alineado con el PRO– no tuvo otro propósito que interiorizarse sobre la misión en Buenos Aires de Gerez, puesto que él también había recibido el mismo mail. Pero el suyo no era un interés amigable. Por el contrario, “Pechi” –tal como le dicen sus allegados– era muy crítico con la “docilidad” de Gutiérrez ante el “terrorismo mapuche”, al punto de que el lunes consignó en su muro de Facebook su disgusto por “la inacción del gobierno provincial que en este tema ha preferido mirar para el costado”.
Y con un tono casi bélico, amplió su parecer sobre el asunto indigenista ante un micrófono de la radio local LU5: “Me preocupa el avance de grupos activistas que se autodenominan mapuche y habría que hacer un análisis para ver cuán mapuche son”.
Por su parte, el ministro Lara refutó sus dichos al definir la política del Poder Ejecutivo neuquino como un freno al “garantismo excesivo”. También reivindicó apasionadamente el ataque represivo del jueves con palabras muy elogiosas hacia el accionar de los uniformados. Claro la milicia a su cargo era para muchos el eje del problema.
Más allá de los discursos, en la política de seguridad del actual gobierno neuquino subsiste el mismo pacto con la policía que supieron tejer todos sus mandatarios precedentes: demagogia punitiva a cambio de vista gorda con los negocios sucios.
En ese marco, la siniestra historia del cabo Poblete es, simplemente, la expresión más visible de una no menos siniestra generalidad.