La loba, una mujer despechada

Historias reales que son de no creer.

Isabel era una muchacha de belleza poco común, de lo que demoraría algún tiempo en tomar conciencia, circunstancia que tal vez contribuyó a agriar su carácter, hasta el punto de hacerla acreedora del poco cordial apelativo de “Loba” con que sería conocida en la historia inglesa.

No era inglesa, sino hija de Felipe el Hermoso, rey de Francia, que por esas cosas de la diplomacia, la entregó por esposa, a la tierna edad de doce, al incompetente y enfermizo Eduardo de Inglaterra, cuarto hijo de Eduardo I y a su vez rey, para sorpresa de todos, incluidos él mismo y en especial sus hermanos mayores, muertos durante las guerras contra los escoceses.

Rey por inconveniencia

Eduardo era un muchacho débil, lo que en la jerga de la época equivalía a rabiosamente afeminado. Tanto es así que a las justas, batallas, torneos y homicidios, prefería delicadas actividades como la natación, el canotaje, y hasta los espectáculos teatrales y musicales.

Obsesionado por encontrarle a su hijo ejemplos dignos de emulación, el monarca echó el ojo a un mozo Gaveston con la esperanza de que contagiase alguna de sus cualidades al débil Ed, ocurrencia de la que no cesaría de arrepentirse.

Gaveston era alto, bien proporcionado, de tez relativamente morena y ojos negros. Verlo y caer perdidamente enamorado fue para Ed un solo suspiro, por lo que se le unió tan estrecha como notoriamente, situándolo por encima del resto de los mortales.

El desmedido afecto entre ambos jóvenes asustó al rey, que aprovechando una travesura de los muchachos (habían allanado las propiedades del obispo de Coventry, dando cuenta de su ciervo) apartó de la corte y luego desterró al despampanante Gaveston para siempre, lo que equivale a decir tres meses, que fue lo que demoró el rey en morirse.

La afortunada circunstancia tuvo la virtud de permitir que el joven Ed, ahora ya Eduardo II, fuera libre para complacerse según y con quien quisiera. Y puesto que lo primero es lo primero, comenzó por traer de regreso a su favorito y enriquecerlo con tanto exceso como aspaviento, despertando la inquina de la mayor parte de la nobleza.

Para disimular lo imposible, o porque era de uso, los amigos pergeñaron primero el casamiento de Gaveston con la sobrina de Eduardo, a pesar de que el gusto del muchacho por las mujeres era poco menos que cuestionable, según observan los circunspectos historiadores británicos. Trascartón, Eduardo embarcó rumbo a Francia para contraer matrimonio con Isabel, una niña, pero lo bastante espabilada como para escribir poco después a su padre asegurándole ser “la más desgraciada de las mujeres” pues el petimetre que le había tocado en suerte era “un completo extraño en mi cama”. Y lo era, sin duda, pero la niña probablemente aludiera a lo que Eduardo hacía en la cama, o a lo que se abstenía de hacer. O a Gaveston. O vaya uno a saber a qué.

Una mayoría aplastante de barones se reunió y anunció que la situación había ido demasiado lejos, y que Gaveston tenía que marcharse. Por cierto que Ed no era ni el primer ni sería el último rey que flirteaba aquí y allá, pero sí el que lo hacía de la manera más escandalosa y afectando ―que era lo importante― el poder de la nobleza y las finanzas del reino.

El rey no tuvo más remedio que capitular: despojó a Gaveston de sus títulos y tierras, y lo envió a Irlanda.

Para asegurarse de que jamás volviera, los obispos amenazaron con excomulgarlo nada más pusiera un pie en Inglaterra. Sin embargo, de alguna manera que no nos ha sido dado conocer, y que preferimos no interpretar, el joven consiguió convencer al Papa de que desautorizase la amenaza de excomunión, y se atrevió a regresar.

Radiante de felicidad, Eduardo lo nombró conde de Cornualles, título reservado a los/as amantes de los monarcas ingleses. El nuevo himeneo se prolongó por tres años, hasta que los lores volvieron a reunirse y, una vez más, echaron a Gaveston del reino. No conformes con esto, para controlar los gastos del rey asumieron el manejo del tesoro, lo cual se hizo, según sus palabras, «como se asesora a un idiota».

Durante su exilio, Gaveston escribió patéticas canciones y detestables madrigales dedicados a su adorado soberano, hasta que, una vez más, volvió a regresar a su lado. Otra vez amancebado abiertamente con el rey, en una incesante repetición de estupideces, el monarca volvió a nombrarlo conde de Cornualles.

Cuando los nobles empezaron a afilar los cuchillos, el rey y su favorito escaparon a Escocia, esperando estar a salvo allí. Como fuera que los ejércitos, comandados por los barones rebeldes, se acercaban a Newcastle, la parejita escapó, dejando ahí a criados domésticos, los muebles y el tesoro, así como a la desconcertada Isabel, misteriosamente embarazada de tres meses.

Gaveston, fue finalmente capturado, llevado a lo alto de una colina y decapitado.

Cambio de monta

La muerte del taxi boy no solucionó nada, ni las veleidades reales ni el caos financiero en que se debatía el reino. Los siguientes tres años, privado de su galán y en poder del dominante pero heterosexual conde de Lancaster, fueron para Eduardo una larga tortura. Para peor, las técnicas disciplinarias de Lancaster eran únicamente fiscales: fuera de reducir drásticamente los gastos de la monarquía, prescindía de los latigazos y los trajes de cuero.

Isabel, por su parte, hizo su modesta contribución al desconcierto real dando a luz a quien sería Eduardo III. El pequeño consiguió distraer al desconsolado monarca, pero no lo suficiente.

Abrumado, el rey se arrojó a los brazos de Hugo Despenser, cuyas ambiciones se ocupó de alentar y, en la medida de sus posibilidades, apoyar, hasta que el nuevo favorito enfrentó y derrotó a Lancaster en las batalla de Boroughbidge, donde el conde perdió la cabeza junto a muchos de sus seguidores, excepto Rogelio Mortimer, que consiguió escapar a Francia.

Tanto se apoyó Eduardo en el joven Despenser y en su padre, que pronto Hugo se convirtió en su amante oficial. Eduardo hizo lo de siempre: además de colmarlo de obsequios, lo casó con una de sus sobrinas. Esta vez, le tocó el turno a Eleanor.

Los Despenser aprovecharon la creciente tensión diplomática con Francia, a la sazón gobernada por Carlos IV, hermano de Isabel, para acusar a la reina de espía. Parece ser que el propósito de Hugo Despenser, ya fuera por interés, por patriotismo o por amor, era conseguir la anulación papal del matrimonio de Eduardo.

En ese océano de irrealidad y estupidez, sólo Isabel era capaz de mostrar una pizca de sentido común, y se ofreció para convencer a su hermano de devolver a Inglaterra las tierras que le había arrebatado. Dícese, sin embargo, que su verdadera intención era escapar de su marido y, tal vez, perpetrar una terrible venganza. Al menos, puede estimarse que llevó a cabo ambas cosas en forma bastante implacable.

La princesa quería vivir

En su misión “diplomática” a París, Isabel se encontró con el exiliado Mortimer y, para no ser menos, lo tomó como favorito. La reina tenía 29 lozanos años y estaba harta de tolerar los deslices de su marido y la presencia constante de sus amantes masculinos, que a ella ni caso le hacían. Era su turno, y se entregó inmoderadamente a Mortimer, rehusándose a regresar a Inglaterra, al menos mientras los Despenser siguieran en la corte. Al mismo tiempo, con ayuda de Mortimer, comenzó a organizar un ejército con el que invadir Inglaterra.

Eduardo buscó apoyo tanto en los barones a los que su favorito había desplazado, como en las diferentes ciudades por las que el ejército invasor tendría que pasar, pero ahora la reina gozaba de gran popularidad al ser vista como la insatisfecha esposa de un desviado. Isabel fue capaz de saltar de ciudad en ciudad con un ejército extranjero totalmente equipado, y conseguir nuevos adictos a su causa. Llegó a Londres y tomó la Torre con tropas y una muchedumbre rebelde. El rey había escapado poco antes hacia el oeste, buscando un apoyo que no encontraría en ninguna parte.

Eduardo ofreció mil libras por la cabeza de Mortimer. Isabel respondió aumentando a dos mil la oferta, pero por la cabeza de Hugo Despenser. El otro individuo más buscado por los sublevados, Despenser el Viejo, huyó a Bristol, donde se topó con el ejército de Isabel, lo que equivale a decir que fue por sus propios medios que metió la cabeza en la horca.

La venganza será terrible

Eduardo y Hugo fueron finalmente capturados el 16 de noviembre de 1326. Los relatos sobre la muerte de Hugo son variados aunque todos perturbadores: al cargo de alta traición se le añadieron los de hereje y sodomita, por lo que el juez lo condenó a variados suplicios que por su perversidad, hacen dudar también de la cordura del magistrado.

A Eduardo, por su parte, se lo obligó a abdicar a favor de su hijo en enero de 1327. Isabel y Mortimer tomaron el mando, y recluyeron a Eduardo en el Castillo de Berkeley con la excusa de que «estaba mentalmente incapacitado».

Durante su reclusión, el ex rey sufrió toda clase de penurias y tormentos, hasta que un 21 de septiembre murió sospechosamente, se dice que asesinado por orden de Mortimer, pero de algunos de los peculiares detalles del procedimiento, cabe conjeturar que el autor intelectual del homicidio habría sido otro. U otra.

Reza el certificado médico: Cum veru ignito inter celanda confossus ignominiose peremptus est, que significa «ignominiosamente muerto con un hierro candente introducido a través del ano», con lo que de alguna manera vino a cumplirse el apotegma del poeta William Blake: «Sumerge en el río a aquél que ama el agua».

El final de su padre indignó al joven Eduardo III, quien cuatro años después ordenó ejecutar –convengamos que en forma más ortodoxa– a Mortimer, y desterró de la corte a su madre, conocida de ahí en más como “La Loba de Francia”.

Una gestión pésima y una estrategia inexistente, sumada a una dispendiosa generosidad económica hacia sus amantes, condujo al rey inglés más inepto de la Edad Media a una muerte horrenda sin más justificación posible que no fuera la humillación de su despechada esposa. Quede como enseñanza que si todos los malos gobernantes acabaran igual, la vida de las personas sencillas sería sin dudas, un poco más llevadera.

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