La lengua de las mariposas

Infancias. Memorias de película. La sombra terrible del fascismo, que golpea desde arriba y empuja desde abajo. Por Carlos Zeta

Subir al cerro San Javier por las cortadas era una de las aventuras más fascinantes de mi primera adolescencia. Era, además, una aventura clandestina, porque la hacía con una banda de atorrantes, sin el permiso de mi madre, pues seguro que imaginaría derrumbes, caídas y otros peligros acechando en esa selva inhóspita.

Cuando se enteraba —porque al final la experiencia se filtraba en la versión aumentada con la que compartíamos la hazaña— me reprendía por no haber tenido siquiera el gesto de recoger algo de berro para que una ensalada fresca hiciera posible un perdón que no le salía fácil.

Entre las muchas bellezas que nos ofrecía la escalada triunfal, además del verde intenso, de las vistas de la ciudad desde unas alturas que nos parecían imposibles, estaban las coloridas mariposas que nos seguían en nuestra arriesgada peripecia.

Las mariposas que empañó el terror…

Ahora que estoy tan lejos de aquel niño que trepaba el cerro, me pregunto cómo serán las infancias en un país en el que su presidente imagina niños envaselinados, los insulta en las redes frente a millones y millones de personas, les quita los medicamentos y humilla a los médicos que hacen lo posible por salvarles la vida.

Tal vez por eso hace días que pienso en una película que debo haber visto en algún momento hacia fines de la década de los años noventa. La dirigió José Luis Cuerda —figura clave del cine español del siglo XX y comienzos del XXI— con guion de Rafael Azcona. Cuerda ganó cuatro veces el Premio Goya, además de la Medalla de Oro de las Bellas Artes y la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X.

La película que viene, persistente, a mi pensamiento, es La lengua de las mariposas, una adaptación cinematográfica de tres cuentos —“La lengua de las mariposas”, “Un saxo en la niebla” y “Carmiña”— publicados en la colección de relatos ¿Qué me quieres, amor?, de Manuel Rivas. Recuerdo que el impacto de la película me empujó a buscar el libro, que no conseguía en el Tucumán arrasado de aquella década brutal. Pude reunirme con él muchos años después, y ahora duerme un sueño silencioso en la biblioteca que ya no tengo.

El film de Cuerda aborda los últimos días de la República de Azaña y los primeros de la Guerra Civil a través de la mirada de un niño y de los habitantes de un pequeño pueblo de Galicia. En el aire de la historia sus protagonistas —cuando lo saben y cuando no— respiran una España que entraba en un momento trágico de su historia, teñida de enfrentamientos demasiado profundos que no siempre se comprendían en toda su magnitud… y en sus consecuencias posibles: lucha de clases, guerra de religión, enfrentamiento de nacionalismos opuestos, dictadura militar y democracia republicana, contrarrevolución y revolución, fascismo y comunismo.

La sensibilidad en carne viva de los niños suele registrar esos climas como zarpazos feroces que rasgan la piel y el alma de su curiosidad apenas nacida. Es lo que le ocurre al pequeño héroe de esa historia, Moncho, un niño de ocho años, que, muy a su pesar, se incorpora a la escuela, donde intuye que se concentra ese drama en ciernes, en la forma del castigo y la desesperanza.

Pero no. En la escuela lo aguardaba una pausa. Un paréntesis inesperado, que le trajo la humanidad de un maestro con cara de sapo, cuyos cuentos le abrieron los ojos del mundo, y el significado entrañable de la amistad. Todo lo que tocaba Don Gregorio era un cuento atrapante. Nos dice Moncho que la magia

podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras. Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata.

Y, también…

El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?

El aula era —más que nunca— un artificio, y la amistad de la enseñanza un remanso lleno de mundos para que el mundo —que habría de estallar en mil pedazos el 18 de julio de 1936— doliera menos.

El fascismo vino a quebrar ese mundo dentro del mundo en el que Moncho hilvanaba la esperanza, para acabar, también, con su infancia. La crueldad en sus manifestaciones más espantosas venía a instalarse en esos cuerpos y en esas almas, para arrancarles todo vestigio de humanidad, de empatía, de dignidad, de solidaridad. En la plaza del pueblo, es decir, en el centro mismo de esas vidas atribuladas, el fascismo instalaba un estado de terror absoluto: reclamaba de esos cuerpos el ejercicio de la crueldad hacia sus semejantes, como condición de supervivencia: cuando la crueldad es una política de Estado, el estado de las almas se enturbia, se corrompe, (sobre)actúa, desde abajo, la ferocidad que se ejerce desde arriba.

Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: “Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda”. Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave: “Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro”. “Sí que le regaló”. “No, Moncho. No le regaló. ¿Entendiste bien? ¡No le regaló!”.

Hacia un camión escoltado por guardias, atados de pies y manos, iban el alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del Ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero a quien llamaban Hércules… y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro. “¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos! ¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!”, les gritaban quienes, hasta ayer nomás, vivían la misma vida, abrigaban los mismos sueños, se dolían de los mismos dolores, conformaban, todos, una misma comunidad.

También Moncho, con su ropa de fiesta, corría detrás del camión para acertar sus pedradas a quien se llevaba su infancia para siempre. Cuando el convoy era solo una nube de polvo, nuestro muchachito —con los puños cerrados, las lágrimas opacando su mirada— murmuró con rabia, carcomiendo la injusticia, la caricia escondida con la que quería seguir atado al mundo: “¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!”.

***

Las imágenes vienen como oleadas turbias y no puede ser (solo) esa trampa con la que la memoria y el olvido libran la sorda batalla con la que arcillan los intersticios de nuestra conciencia. Quizás intento comprender la turbia demanda de estos días atroces. Ya no de un pequeño pueblo de Galicia. Ni en el primer tercio del siglo XX. Porque tampoco este es el mundo que entonces era.

El laboratorio en el que transcurre nuestra pesadilla es un país en el que fuimos felices, y en el que, ahora, apenas si nos reconocemos. Un país que el poder real (cada vez más concentrado, más impiadoso, más brutal) odia con fervor, mientras mueve los hilos de dos marionetas sin pasado y sin futuro, la expresión más cruda y atroz de un sistema que toca los límites de su poder destructivo, con el apoyo de los miedos de comunicación; de un poder medieval que, con amarga ironía, llamamos justicia; y el poder del Estado en manos de las marionetas psicópatas: la fórmula de una crueldad sin precedentes.

Y cuando la crueldad se ejerce con esas patas afirmadas en un suelo en el que creíamos pisar un territorio común, todo tiembla bajo nuestros pies. Porque cada zarpazo abre un surco por el que se escurre la laboriosa dignidad. Y entonces vuelan piedras, insultos y condenas. Nuestra gente ejerce desde abajo la crueldad que la aplasta desde arriba —como un último recurso de supervivencia— y la humanidad que fuimos queda a la intemperie. Cada pedrada de rabia y de impotencia golpea la cabeza de las maltrechas ilusiones. “¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos! ¡Asesinos! ¡Populistas!”, grita Pablo, el vecino del tercero… y Rufina, la maestra toda ternura de la salita verde… y Don Coco, el almacenero que le fía a medio barrio… y el botón de la esquina… y el concejal con novia nueva.

Y el presidente.

***

La lengua de la mariposa —enseñaba Don Gregorio a Moncho— es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar. ¿Acaso cuando llevamos el dedo humedecido a un tarro de azúcar no sentimos ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa.

Aun cuando este parezca un tiempo sin respuesta en el que empiezan a morirse las preguntas, nunca faltará un rostro amado para matar, otra vez, a la derrota. Para restituirles, a todos nuestros Monchos, la infancia perdida. Para que nuestros maestros y nuestras maestras, siembren semillas de letras y crezca, con ellas, el abecedario de una lengua que recupere la palabra política con la que (re)construir el tesoro de lo común. Que ya viene siendo mucha la gente que ha perdido la inocencia.

Ojalá nos reencontremos pronto con ese, nuestro cáliz, entre balcones y gestas de provincia, porque aquí, compañeros/as, aquí no sobra nadie.

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