El ministro de Relaciones Exteriores era Luis Alberto Podestá Costa, un almibarado especialista en Derecho que no podía creer que veía lo que veía ni oía lo que oía.
Lo que veía era al embajador Brierre, y no era que lo creyera una alucinación. Si bien había asumido su cargo hacía pocos meses, Podestá Costa ya había visto en varias oportunidades al embajador de Haití sin jamás creerlo una alucinación.
Claro que nunca antes el doctor Brierre había golpeado el escritorio del doctor Podestá Costa.
El doctor Podestá Costa no estaba acostumbrado a que le golpearan el escritorio pero no era eso lo que lo llevaba a creer al indignado doctor Brierre un producto fantástico de su imaginación. Era lo que el doctor Brierre decía.
Haití es un pequeño país maltratado por la historia, un desvalido chivo emisario de un misterioso pecado original latinoamericano, un insignificante flato en el concierto de las naciones.
–No porque Haití sea una nación pequeña va a permitir semejante atropello –exclamaba Jean Brierre ante el tan desconcertado como almibarado canciller Luis Alberto Podestá Costa–. Los pequeños países deben ser respetados en forma escrupulosa justamente porque son pequeños, para que el derecho sea un imperativo moral y no de fuerza.
El doctor Podestá Costa no tenía dificultades en escuchar lo que decía el doctor Brierre, pues el doctor Brierre usaba un tono de voz unos cuantos decibeles por encima de los niveles diplomáticos recomendados por el protocolo.
Tampoco tenía dificultades para interpretarlo, pues el castellano del doctor Brierre era sorprendentemente bueno y, en todo caso, Podestá Costa hablaba el francés como el mejor catedrático de la Sorbona. Simplemente, el doctor Luis Alberto Podestá Costa estaba incapacitado de creer que el embajador Jean Brierre le estuviese diciendo lo que le estaba diciendo.
–Me deja helado –murmuró el doctor Luis Alberto Podestá Costa–. Nunca pensé que llegarían tan lejos.
El doctor Luis Alberto Podestá Costa se comunicó de inmediato con el general Aramburu y lo dejó helado.
Así lo admitió el propio general Aramburu, aunque se abstuvo de completar la cita: nadie llegaría más lejos que él mismo.
Treinta y un fusilados en dos días es un record difícil de igualar.
Pertenencias
El colectivo comandado por Quaranta pasó a la Capital por Puente Saavedra y siguió por Cabildo en dirección al centro. Al llegar a Dorrego, dobló hacia Luis María Campos y entró por una puerta lateral al Regimiento 1, deteniéndose en la sala de guardia, donde los detenidos fueron debidamente identificados.
–Ponga sus pertenencias en un sobre –dijo el oficial de guardia al general Raúl Tanco.
El general Raúl Tanco le dio sus documentos, unos pocos billetes, un par de monedas y su pañuelo.
–El cinturón –exigió el oficial.
El general se quitó el cinturón, que junto a sus restantes pertenencias, fueron metidas en el sobre. El oficial tomó una lapicera y escribió: “Pertenencias de quien en vida fuera el general Raúl Tanco”.
–A ver, todos al patio.
El general Tanco se apoyó contra la pared del patio junto a sus compañeros. Era la tercera vez en el día que se aprestaban a fusilarlos. Sin embargo, tampoco en esa oportunidad llegó la orden, y no porque al general Quaranta le faltaran ganas. Hasta un cerebro de tan deficiente funcionamiento como el del general Quaranta podía comprender que no tenía autoridad para ordenar el fusilamiento de nadie dentro del regimiento y comenzó a pensar si no hubiera sido conveniente cerrarle la boca de un cachetazo a esa negra de mierda y acabar de una buena vez con el asunto en la vereda misma de la embajada.
El general Quaranta se salía de la vaina, pero quienes pronto habrían sido en vida Tanco, Salinas, García, Digier, González, Bruno y López –ese hinchapelotas de López– seguían de pie, apoyados contra la pared del patio. Una pared que parecía haber sido construida con el específico propósito de fusilarlos.
Dos soldados a cargo de un suboficial custodiaban a los detenidos. Y, de paso, al general Quaranta.
Una azarosa combinación de sustancias químicas permitió que por fin el cerebro del general Quaranta hiciera un razonamiento medianamente normal. El razonamiento fue: “Algo pasa, si no llega la orden, ninguna orden”.
En la oficina de guardia retiró el recibo en el constaba la entrega de los prisioneros y subió al colectivo. El chofer, ya aterrado por los veinte agentes de la SIDE armados de ametralladoras con los que había compartido la espera, estuvo al borde de una crisis cardíaca cuando el general Quaranta volvió a trepar al colectivo y lo encañonó con su pistola.
–A Plaza de Mayo.
El chofer abrió la boca.
–¿A Plaza de Mayo? –repitió con un hilo de voz.
–Afirmativo –contestó Quaranta.
–Pero eso…
Silenciado por la mirada del general Quaranta, el chofer puso en marcha el vehículo. “A qué mierda querrá ir a Plaza de Mayo”, pensó.
El general Quaranta no se dirigía a Plaza de Mayo a tomar el poder con sus veinte agentes armados de ametralladoras, ni tampoco a ver al presidente. A esas horas, el presidente debía dormir. El presidente había dormido mucho en esos últimos días.
El general Quaranta iba a sus oficinas a aguardar el desarrollo de los acontecimientos. Había detenido al hombre más buscado del país y lo había entregado en una unidad del Ejército.
–Más no puedo hacer –dijo Quaranta.
El chofer hizo como que no lo había oído.
Los únicos privilegiados
En la medianoche del 14 de junio, los detenidos llevaban varias horas contra la pared del patio contiguo a la guardia del regimiento de Patricios. Para Tanco, especialmente, el día había sido demasiado largo y agotador. Sintió que sus piernas ya no lo sostendrían por mucho tiempo. Además, hacía frío y tenía la mano casi congelada de mantener los pantalones en la cintura.
El oficial de servicio se asomó al patio:
–Sargento, traiga a los prisioneros.
Los detenidos giraron hacia la izquierda y en el orden en que estaban, caminaron hacia la guardia. Encabezaba la fila el sindicalista Efraín García.
–El negro –dijo García no bien pisó la guardia. Instintivamente se había detenido, por una fracción de segundo, y López casi se lo llevó por delante.
En medio de la sala de guardia, flanqueado por el subsecretario de Relaciones Exteriores, el jefe de Ceremonial del Estado, el general Loza y el teniente coronel Clifton Goldner, el embajador Jean Brierre esperaba a sus refugiados.
–Le hacemos formalmente entrega de los asilados –dijo con impostada solemnidad el subsecretario.
El doctor Brierre no contestó. Era un caballero y un representante diplomático. Hubiera estado fuera de lugar mandar a la mierda a un alto funcionario de la cancillería argentina.
López se plantó delante del embajador Bierre y se cuadró como si el embajador Brierre fuese el mismísimo general Perón.
–Lamento no haber podido cumplir con el compromiso que contraje con su país –dijo en voz fuerte y clara.
¿Qué compromiso?, se preguntó el embajador, pero temiendo que López tuviera más perros que asilar, no preguntó nada y lo miró interrogativamente.
–Al solicitar asilo político me comprometí con el gobierno de Haití a no hacer declaraciones –explicó López.
Los demás detenidos asintieron.
–Nos interrogaron y nos hicieron firmar.
Brierre abrió muy grandes los ojos y se volvió hacia el subsecretario de Relaciones Exteriores. La intervención del coronel González lo dejó con la palabra en la boca.
El coronel González sacó pecho:
–Lo único que declaré es que estoy bajo la protección del gobierno de Haití. Y me negué a firmar cualquier papel.
–Es cierto, no firmó nada –confirmó López, que había adquirido cierta familiaridad con el embajador y ya se sentía asistente suyo. En cualquier momento le organizaría la custodia de la embajada.
El embajador seguía escuchando. Al fin alcanzó a cerrar la boca y se volvió hacia el subsecretario de Relaciones Exteriores:
–Lo que han hecho constituye otra inadmisible violación del derecho de asilo. Entrégueme ya mismo esas declaraciones.
El subsecretario de Relaciones Exteriores miró al jefe de Ceremonial del Estado. Si esperaba una respuesta, un consejo o una directiva, el desconcertado subsecretario no la conseguiría: el jefe de Ceremonial del Estado no podía ordenarle nada pues era su subordinado.
–Entregue al señor embajador las declaraciones de estos siete individuos –dijo al general Loza.
–Yo me negué a declarar –insistió el coronel González–. Y no firmé nada.
–De estos seis individuos –corrigió el desconsolado subsecretario de Relaciones Exteriores.
El general Loza reprimió su deseo de vaciar el cargador de su pistola Ballester Molina sobre el embajador de Haití, el subsecretario de Relaciones Exteriores, el jefe de Ceremonial del Estado y los siete insurrectos, empezando por el que no había firmado nada, y ordenó al teniente coronel Clifton Goldner que trajera las declaraciones.
El teniente coronel Clifton Goldner le ordenó al oficial de guardia que trajera las declaraciones de los seis individuos, el oficial de guardia repitió la orden al sargento de guardia, quien la repitió al cabo, el cabo a un soldado dragoneante y así sucesivamente hasta que, de regreso y escalando escrupulosamente la línea de mando, las declaraciones de los detenidos llegaron a manos del embajador Jean Brierre.
El embajador Jean Brierre tomó los papeles entre los largos dedos de su mano derecha y con la izquierda procedió a rasgarlos en forma vertical. Los dobló a continuación en dos y siempre con la mayor parsimonia y ostentación los metió en el bolsillo derecho de su saco.
–Suban a los automóviles de la embajada –dijo a continuación.
Precavido, a fin de poder trasladar a todos los asilados, el embajador había concurrido acompañado de su secretario privado, quien llevaba su propio automóvil.
–Antes, que nos devuelvan las cosas –reclamó Tanco, que seguía sujetándose los pantalones con una mano.
–Señor embajador –susurró meloso, ajeno al reclamo de Tanco, el subsecretario de Relaciones Exteriores–, le recuerdo que únicamente su automóvil tiene inmunidad diplomática.
El suboficial de guardia retiró los sobres de un armario y fue entregando los contenidos a cada uno de los interesados.
–El gobierno argentino –proseguía diciendo el subsecretario de Relaciones Exteriores– no puede garantizar la seguridad de quienes viajen en el automóvil de su secretario particular.
López miró con sospecha al secretario del embajador mientras el suboficial de guardia le entregaba sus pertenencias al general Tanco.
–Démelas con el sobre –dijo Tanco con aire distraído.
El suboficial estuvo a punto de obedecer el pedido del general que, tras tantos años de vida militar, había sonado a orden, pero lo pensó a tiempo. Retiró el contenido del sobre, entre el que se encontraba el ansiado cinturón, sonrió con picardía y tiró al cesto de la basura el sobre que había contenido las “pertenencias de quien en vida fuera el general Raúl Tanco”.
Los asilados se dirigieron hacia el Cadillac de la embajada seguidos del embajador, quien continuaba flanqueado por el subsecretario de Relaciones Exteriores y el jefe de Ceremonial del Estado. Al llegar al automóvil, se produjo un momento de confusión. El vehículo era amplio, pero ellos eran siete, sin contar al chofer y al propio embajador.
El chofer abrió la puerta trasera para dar paso al embajador. Tras él lo hicieron García, Salinas, Bruno y González, mientras Digier, López y Tanco se ubicaban en el asiento delantero.
Atrás, González no terminaba de subir ni, mucho menos, de cerrar la puerta.
–Che, córranse un poco –dijo González.
Los demás se apretujaron lo más posible, pero recién cuando García se sentó en las rodillas del embajador, González pudo cerrar la puerta.
El automóvil salió del cuartel y tomó por Dorrego, solitaria y en penumbras. Todos se mantuvieron en silencio, casi conteniendo la respiración. Al llegar a Avenida Libertador el Cadillac dobló a la izquierda y avanzó a toda velocidad. Estaban ya en marcha rumbo a Vicente López, sin haber sufrido ningún inconveniente.
López, sentado sobre las piernas de Tanco, se dio vuelta y miró a García, subido a las huesudas rodillas del doctor Brierre.
–Ya decía yo que en el peronismo los únicos privilegiados eran los sindicalistas.