Partió desde Resistencia, La Quiaca, Mendoza y Neuquén, recorriendo gran parte del país hasta llegar a la Plaza de Mayo. La Presidenta Cristina Fernández los recibió en la Casa Rosada, donde le entregaron un petitorio. Todas las comunidades, más de 30, en líneas generales se mostraron conformes.
La marcha nacional indígena que llegó a Buenos Aires el 20 de mayo pasado, es un hecho de gran relevancia que se enmarca en la etapa de reivindicación de los pueblos originarios que tiene lugar en los últimos 20 años en nuestro continente. No es un suceso aislado de nuestro país sino que es continuidad de una reivindicación conjunta a nivel continental. Podemos compararlo con la caravana zapatista de marzo del 2001 en México: del Zócalo del DF a la Plaza de Mayo. Su reclamo de base es el derecho colectivo a la autonomía (política, de administración de justicia, reconocimiento de la propiedad comunitaria y a su propia cultura) que no significa en ningún caso separación de las naciones que integran, sino al revés, reconocimiento y una más y mejor integración; es la forma específica que adquiere la reivindicación de sus derechos y su histórica lucha por la justicia social.
Es la crítica a la cosmovisión europeísta y extranjerizante que tanto ha servido a justificar los órdenes oligárquicos instalados en nuestras “patrias chicas” desde la segunda mitad del siglo XIX. Lo americano irrumpe con sus luchas, y nos recuerda lo más elemental y básico: que el mestizaje es la condición del hecho americano. Lo es desde los 300 años del período colonial hispanoamericano, pasando luego por las guerras independentista contra el absolutismo realista, las guerras civiles de los caudillos como expresión de la puja entre proyectos de desarrollo antagónicos, y finalmente ya en el siglo XX con la aparición de los movimientos nacionales en todo el continente (el yrigoyenismo y el peronismo en Argentina, el cardenismo en México, el MNR en Bolivia, el APRA en Perú, todos los cuales tuvieron su base social indígena y criolla).
Con el término indígena se diluyen las identidades propias de los pueblos diferentes que son, pese a lo cual se puede afirmar que comparten valores tales como la propiedad comunitaria y el trabajo colectivo gratuito (el tequio en mesoamérica, y la minga en Sudamérica). La palabra “indio” nos remite a la confusión del europeo en la conquista, pero también a la negación de lo que eran, porque esos pueblos fueron nombrados de un modo distinto al que ellos lo hacían, bajo un término al que sólo hace referencia al “otro”, al diferente, al que resistía el embate colonial. Con el tiempo fueron nombrados como “indígenas”, vocablo del latín arcaico, utilizado en Europa, y que significa originario. Así, explica el mejicano Carlos Montemayor, se podría afirmar que los indígenas de Francia son los franceses, como los de Europa serían los europeos. Por eso, los indios de América no han sido nunca indios, sino pueblos con nombres e identidad propios. La palabra “originario” no mejora la cuestión desde lo lingüístico, pero su apropiación por parte de los pueblos americanos, en el último tiempo, es un hecho fundamental de esta etapa actual de reivindicación.
El modo en que fueron nombrados en verdad fue el inicio de su negación, y esta, a su vez, es parte de la negación de nuestra identidad nacional como americana. Más aún, podemos decir también que es la base de lo que Jauretche llamaba “la zoncera de la autodenigración nacional”: porque nos han metido desde siempre la idea de que no valemos por nosotros mismos sino en la medida en que somos copia de lo extranjero. Hemos negado la existencia de lo “indígena” del mismo modo que denigramos nuestra condición de americanos. Como se ve, se trata entonces de la lucha por nuestra identidad nacional y del derecho a conocer la historia contra los mitos de la “historia oficial”.
Esta situación se advierte ya desde 1810 cuando, como dice Norberto Galasso, “la cuestión central no residía en el antagonismo blanco-indio sino en la confluencia de indios, negros, blancos y mestizos, en una reivindicación democrática general contra la opresión absolutista, es decir del pueblo hispanoamericano”. Distinto fue el caso de Haití, e incluso el de Túpac Amaru en 1780. Esa misma lucha tendría continuidad a lo largo de toda nuestra historia, adoptando formas diferentes según el período.
La Argentina indígena es entonces el país mestizo, criollo, el país de los guarangos, de esa mezcla de lo nativo con lo español y lo inmigrante europeo. Esa es nuestra identidad nacional americana y originaria. Nosotros, los argentinos somos los originarios de estas tierras americanas, y no, como alguna vez expresó Borges, europeos en el exilio. En el censo realizado por el INDEC, en los años 2004 y 2005, se reveló que en el país hay, al menos, 402.921 indígenas, de 22 pueblos diferentes (mapuche, toba-qom, kolla, guaraní, wichí, tupí guaraní, diaguita y diaguita calchaquí, ava guaraní, mbya guaraní, tehuelche, rankulche, huarpe, ona, comechingones, charrúa, mocoví, chulupí, chorote, chane, pilagá, y tapiete), aunque según aproximaciones oficiales se podría superar el millón.
La lucha por la autonomía indígena en ningún caso tomó la forma de una cuestión nacional y separatista, sino que es un modo de dar cauce a sus reclamos sociales y de lograr una más igualitaria y democrática integración en el contexto nacional. El Subcomandante Marcos, representante militar del zapatismo, se dirigió a la multitud en el Zócalo mejicano y dijo: “Venimos a pedirte humildemente que nos ayudes, que no permitas que vuelva a amanecer sin que esa bandera tenga un lugar digno para nosotros los que somos del color de la tierra”.
En ocasión de los 500 años del inicio de la conquista, el 12 de octubre de 1992 un grupo de mayas irrumpió en San Cristóbal de las Casas (Chiapas, sur de México), todavía conocida con el nombre de la época colonial, Ciudad Real, y derrumbó el monumento al conquistador Diego de Mazariegos, en una afrenta al racismo de la clase dominante “coleta”. Los coletos espantados, echaron culpas sobre el obispo rojo Samuel Ruiz, pero terminarían curándose de espanto cuando la madrugada del primer día del año 1994 armados (mal, pero armados) y con capuchas tomaron el palacio municipal y otras cabeceras del estado de Chiapas. Con el tiempo vendrían los Acuerdos de San Andrés Larrainzar, los municipios autónomos y las juntas de buen gobierno.
En el año 2004, representantes comunales de Ocloya, Provincia de Jujuy, arribaron a Buenos Aires con la intención de participar de un encuentro de organizaciones indígenas y hacer oír sus reclamos. En esa ocasión, quien era su cacique, un hombre de piel curtida por la vida rural y de casi ochenta años, además de sus reclamos comunitarios, contó que esa era la primera vez que venía a Buenos Aires y que la noche anterior había presenciado la marcha dirigida por Juan Carlos Blumberg pidiendo mayor seguridad, iluminadas por cientos de velas y sonorizada por el coro de la Universidad de Kennedy. Ahora una marcha nacional indígena arribó a la ciudad puerto, pero a diferencia de aquel comunero, su recibimiento se enmarca en los festejos de un Bicentenario que se reconoce latinoamericano, democrático y plural. De aquellas marchas realizadas en nombre de la Argentina blanca y europeísta, en cuyos prejuicios racistas hace eco la Argentina del 1910, a este Bicentenario mestizo, se vislumbra un cambio. Hoy sus exigencias coinciden con la búsqueda de la unidad latinoamericana expresada a nivel de los estados nacionales. No puede ser de otra forma ya que el reconocimiento de nuestra identidad completa es un paso hacia la construcción de la patria grande como destino histórico para nuestras tierras.