La jugada

Aguardientes.

En el barrio se jugaba a la pelota, ese era el juego.

Venía a disputarle el cetro, según la temporada y las oleadas de la publicidad, algún juguete de paso como el subiría, o los yoyó de las gaseosas y otros clásicos como el trompo o las piedras del dinenti. Eran en realidad interregnos en las veredas libres de esos años mientras se completaba el número de pibes para empezar el verdadero juego, el irrenunciable juego.

Con las figuritas y el hoyo y quema sucedió otra cosa. Las Figus tenían encanto mientras durara la campaña de venta, primero por la novedad, después por las difíciles, como la de Punturero en el ’65, y finalmente porque los que llenaban el álbum y ligaban algún premio eran los constantes, y a esa edad los constantes suelen ser pocos. Miren que no digo los de más guita, porque esos se atoraban de sobrecitos las primeras semanas y después se aburrían y desviaban el interés hacia otra cosa, jugando a favor del consumo capitalista, como vería yo claramente años más tarde.

El hoyo y quema se perdió por culpa del césped. Las canchitas de tierra, plantadas al acaso en todas las cuadras del barrio fueron desapareciendo con la moda del césped al frente de las casas. Como sabrán, a la bolita se juega inclinado, y eso siempre significaba riesgo mortal a la hora de que los plantadores de césped, nuestros viejos, encararan la dispersión de la chiquilinada a patadas. Fue cuando moría la década del sesenta que empezó la moda del césped, del pasto, como se le decía entonces, y unos años más tarde la vereda dejó de ser libre, ese argumento que tanto esgrimimos frente a los grandes cuando querían desalojarnos en razones de la siesta.

La falta de un esférico digno, a veces, nos confinaba a jugar juegos no muy respetados, como el hoyo pelota, y el número reducido de pibes en tiempos de exámenes achicaba las imaginarias dimensiones del estadio para que jugáramos un cabeza.

Pero el fútbol lo era todo, desde las identificaciones en los clubes, hasta la manera de relacionarnos, de jerarquizarnos en el grupo de pibes. Creo que ni el más burro de nosotros se sustraía a esa valoración del juego más lindo de todos los juegos.

Por eso es que lo que le pasó al negro Sturla nos sorprendió, pero no demasiado, ya que para nosotros la magia no era cuestión de magos, sino que se descifraba en la maravilla de esas tardes asoleadas en el campo de la maestra.

La historia es tan sencilla como asombrosa. El negro Sturla jugaba muy bien, la descosía. Morfón, pero de gran dominio, y admirador enfermizo de un puntero derecho que supo tener Independiente por casi toda esa década: Raúl Emilio Bernao.

Lo cierto es que una tarde estábamos jugando un relámpago entre tres equipos de siete, división que permitía a todos jugar, eso siempre fue lo lindo del fútbol…hasta los más perros podían entrar a jugar, porque si el número no era parejo, a los perros no se los contaba y listo. Y todo el mundo consentía, porque el fútbol es así.

Bueno, me distraigo; esa tarde el negro estaba embalado, le salían todas, hasta en el relato andaba inspirado. Porque quiero decirles que el negro no sólo que jugaba, sino que relataba el juego, tanto mientras la tenía él como cualquiera de los jugadores…un capo.

Sigo distrayéndome. El asunto es que el negro estaba parado pegadito a la raya invisible del extremo derecho del terreno. Esperando. El gallego Santitos la agarró en su área, se la dio Lorenzo desde el arco. Y el gallego tenía panorama, y ponía pelotazos mortíferos que te llegaban como puestos con la mano. Y lo vio al negro, y se la tiró, treinta metros más o menos. El negro la mató con el muslo y giró, porque antes de que el gallego se la tirara me había visto entrar por la izquierda y como siempre puteándolo, porque el negro era bueno pero como dije también, un morfón. Sobre el giro es que pasó lo que pasó, es lo que el dice aún hoy, y no hay porque desconfiarle.

Todo pasó sobre el giro.

Cuando empezó el giro era 1964, y cuando lo terminó dispuesto a dármela para que nada más la empuje, era 1971 y el negro con la roja número 6 de Independiente, le metía un pase gol en la reserva nada más y nada menos que al ratón Saggiorato. Yo me acuerdo de las dos jugadas, porque lo estaba puteando en la primera, y viéndolo debutar en la doble visera de cemento en la segunda. Pero también me acuerdo de lo que pasó en el medio, de todo lo que pasó entre una y otra jugada. Pero el Negro no.

El jura y recontra jura que es la misma jugada, que cuando giró lo hizo con tanta vehemencia al escuchar mi grito que medio se mareó, y que entonces no me vio, pero si lo vio al ratón Saggiorato corriendo de izquierda al centro pidiéndola con un chiflido corto…y como el Ratón no lo puteaba, ni le gritaba morfón…el negro se la dio.

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