La Haiga

Aguardientes.

El diferendo se armó cuando Doña Vicenta llamó a Esteban, el albañil húngaro de Álvarez Thomas y le pidió que sacara la conexión del lavadero que iba al pozo ciego e hiciera un derivador hacia la colectora que daba a la calle. Nunca se supo la necesidad, hasta posteriores averiguaciones, de cómo esa septuagenaria que sólo hablaba gallego se había emperrado en que lo que había sido siempre de una manera debiera serlo de otra.

Lo cierto es que nosotros, los pibes del barrio, fuimos los primeros en alertarnos del inexorable desastre ecológico que se avecinaba. Claro, la gallega lavaba para afuera, un antecedente de los lavaderos automáticos que infectarían las ciudades veinte años después. Por supuesto que la automatización a mano de Doña Vicenta daba para que el agua de la zanja pegada al cordón de la vereda triplicara su ancho trayendo más modificaciones a las reglas del juego que la ley del off side, la penalización con tarjetas y la inclusión de minutos de alargue. Porque de eso se trataba para nosotros, se perjudicaba mucho la calle tomada por cancha especialmente en las épocas de colegio, cuando el tiempo disponible para darle a la de goma estaba limitado por las obligaciones escolares. Ni que hablar de las alteraciones en el biosistema, ya que sabíamos que el verdín, que habitualmente cejaba en el ángulo del cordón con la calle unos cinco centímetros, se iba a convertir en una línea demarcatoria fatal, sobre todo para los punteros como yo, de una sola pierna, a la hora de pegarse a la raya por la derecha un segundo antes del centro atrás.

Así que, medidos los riesgos, evaluada la política en la jabonería de Vieytes que se armó en la tornería de Saladino, y jugados al todo por el todo, decidimos armar el kilombo.

Había que mandar a alguien de edad al frente porque el mayor de nosotros tenía catorce años. Sabíamos que la ingeniería del conflicto tenía que ser perfecta, que debíamos jugar con los naturales antagonismos, las amistades y las indiferencias que formaban la red social de la patria del barrio. A Loly y a Manolo los dejamos afuera, un poco por connacionales de Doña Vicenta (aunque eran en realidad vascos) y otro poco porque había que proteger al embajador natural frente a la gallega, Santitos, un hereje de buenos modales hijo menor de la pareja. Ese sonriente y delicado bonachón era el que le pedía la pelota a la galaica cada vez que el animal del Potrillo la paraba de boleo por encima de la tapia.

Rápidamente decidimos melonear a Doña Coca, a la mamá de los mellizos y a la Irma, tres íconos del barrio que iban a ir de frente a cuanto atentado contra la libertad de expresión se diera en la comunidad. Y además era madres gallinas, sobreprotectoras y esencialmente hincha pelotas. Esas tres eran nuestros ases.

La guerra se declaró a la semana, con manifiesto y declaración. Doña Coca se le plantó en la puerta y le advirtió a la perpleja Vicenta que no tenía derecho a tirar la porquería a la calle que era de todos, haciendo la salvedad (que a mi viejo le pareció un poquito gorila cuando se enteró) de que ese era un barrio residencial y que no era lugar para instalar industrias ni talleres.

La gallega se largó con una perorata ininteligible de la que el fino oído musical de mi hermano Corcho rescató para siempre dos frases que aún hoy resultan incomprensibles: “Os paiaros majomen la lechuja” y “vapralá nonmejriten”.

La trifulca se había armado.

Irma, la primera histérica de la que tengo memoria, llamó al bloqueo de la salida de agua, para lo que convocó de nuevo al húngaro albañil que, a esta altura de las circunstancias, era el único beneficiado de la manzana.

Al día siguiente doña Vicenta tenía el patio inundado y un ataque de nervios. Salió a la calle gritando “ falen coi frai moisio…falen coi frai moisio..ele tem o direito…”.

Taseiro era una bestia noble, según mi viejo, que decía que para bruto le faltaba. Taseiro era nieto de gallegos, y se acordaba bastante de las cantiñas de su abuela. La paró a la Vicenta y le dijo algo que no entró en la memoria por ignorado. Media hora después, nos juntó a padres e hijos en la esquina de la carnicería de Don Natalio. Allí se explayó.

—Muchachos… que haiga tranquilidá porque si no, no se puede hacer funcionar la mollera. Acá nos están metiendo un bardo. La Vicenta dice que el que le dio la idea de tirar el agua del lavadero a la yeca fue Figueredo, el que cazó la manija en el Club Fray Mocho. Ustedes verán. Ese guacho lo que quiere es que le garpemos a los pibes el alquiler de la canchita en vez de jugar en la calle. Una cosa es que haiga problemas de verdá entre nosotros y otra cosa es que haiga turros como el Figueredo que nos vengan a sembrar con maíces la cizaña— remató con las cejas advirtiendo desde una altura de su frente inadmisible.

Al día siguiente el derivador fue roto por Esteban, que cobró por tercera vez, y nosotros recuperamos ese espacio público que en otro tiempo fue símbolo de lo que teníamos en común y no de lo que hoy nos es absolutamente ajeno: la calle.

Mi viejo sentenció la frase, reconociendo la inteligencia de la Bestia Taseiro: —Esto podía haber terminado muy mal, pero nos salvamos gracias a la intervención de los tribunales de “La haiga”.

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