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La guerra después de la guerra

Del campo de batalla al teléfono: la dominación ya no necesita armas. Por Eric Calcagno

“¿Y quién le vas a creer, a mí o a tus propios ojos?”
Hermanos Marx, Sopa de ganso, 1933.

¿De qué se trata la guerra cognitiva? El profesor Bernard Claverie, del Instituto Politécnico de Burdeos, nos brinda una posible definición en una entrevista realizada en febrero de 2025. “La aproximación en términos de guerra cognitiva trata al pensamiento como un objeto material, a partir de puntos de vista convergentes que provienen de diferentes campos del conocimiento: las neurociencias, la lingüística, la psicología, la filosofía y las ciencias de lo numérico (digitales), lo que incluye la inteligencia artificial. Los resultados muestran que es posible apuntar con precisión los propios procesos cognitivos y, por lo tanto, modificar el pensamiento del adversario”.

Por parte de la potencia agresora, el fin último de la guerra cognitiva es alcanzar objetivos estratégicos contra el enemigo designado sin el uso de la violencia armada en un conflicto abierto. El logro consiste en hacer que la sociedad atacada esté decidida a actuar en contra de sus propios intereses. Para ello es necesario destruir la confianza en el destino común, acaparar la opinión pública, socavar las instituciones y, si es posible, hacer desconfiar al individuo incluso de la realidad cotidiana. Supone una división sin límites, tanto en lo general como en lo particular, hasta sembrar la duda y la discordia en la propia conciencia de cada individuo. Y destruirla.

Consideremos entonces el campo de batalla. Cien mil millones de neuronas articuladas por millones de kilómetros de conectores (axones); entre diez mil y cien mil millones de contactos entre las neuronas (sinapsis); “una gigantesca red que orquesta nuestros movimientos, nuestras tomas de decisión, que interpreta lo que perciben nuestros sentidos y que es la sede de nuestra conciencia”. Al menos según el CNRS, el equivalente francés del CONICET.

Todo alojado en una caja craneana que la devastadora mayoría de las personas tenemos detrás de las cejas, aunque antes de la nuca. Digamos todo. Ese es el cerebro humano, el territorio donde ya se libran las guerras del presente. Incluso el suyo. Sobre todo el de todos, puesto que la guerra cognitiva tiene un arma secreta que está a la vista. Si no la tiene en su mano ahora, seguro está a mano. Siempre.

En efecto, según el informe de la Unión Internacional de Telecomunicaciones, de las Naciones Unidas, de 2023, el 78% de la población mundial de diez años en adelante tiene un teléfono celular, aunque los usuarios de internet se ubican en el 67% del total. Existe una disparidad regional: en el continente americano, Europa y Asia, el acceso a las redes ronda el 80%, mientras que en África llega apenas al 37%.

Sobre la situación en Argentina, el reciente estudio de Zubán Córdoba acerca de medios de comunicación y noticias no deja dudas. Allí leemos que el 64,8% consume redes sociales para informarse, mientras que el 34,4% prefiere los soportes tradicionales. Si bien todas las edades privilegian lo digital, existe una fuerte segmentación: entre los más jóvenes, el uso de pantallas alcanza el 93,3%, mientras que entre los adultos mayores esa proporción baja al 55,2%. También vemos que más del 97% utiliza smartphones para acceder a internet, donde permanece la friolera de 8 horas y 38 minutos por día, uno de los valores más altos del planeta. Al menos ahora sabemos que en la guerra cognitiva somos carne de cañón. Digital fodder.

Lo interesante es que las técnicas utilizadas en la guerra cognitiva son conocidas desde hace mucho tiempo. Así, en el siglo I antes de Cristo, Virgilio refiere en La Eneida que los aqueos dejaron a las puertas de Troya no solo el caballo de madera, sino también a Sinón —un actor— que debía convencer a los troyanos de que la trampa mortal era, en realidad, un regalo de los dioses. Funcionó.

Más cerca de nosotros, el publicista Edward Bernays (1891-1995) describió las modalidades para manipular la opinión pública en los Estados Unidos de los años veinte, y trabajó para gobiernos, dirigentes políticos, corporaciones y asociaciones civiles. Por su parte, el filósofo Jacques Ellul (1912-1994) analizó la genealogía del fenómeno en Propaganda (1962), donde advierte que es posible crear una persona “ingenua y crédula”, tanto como “masiva y solitaria”, en la medida en que la propaganda es utilizada como una fuerza de guerra. Ellul alerta que cuando los medios son privilegiados por sobre los fines, la democracia queda en riesgo.

En esa perspectiva, si bien ninguna técnica de la guerra cognitiva es nueva, lo que sí cambió es la tecnología, o más precisamente la posibilidad de aplicar esas técnicas en escalas nunca antes imaginadas, con resultados que superan cualquier expectativa anterior. Presenciamos en vivo y en directo lo que constituye un salto cualitativo.

En línea crítica con Hegel, Engels sostiene en Anti-Dühring (1878) que este tipo de transformación puede observarse en el agua, que según la cantidad de temperatura cambia de calidad al convertirse en hielo o en vapor. Este pasaje dialéctico se produce también en las sociedades cuando transitan de estructuras viejas a nuevas. La cantidad de modos de manipulación conocidos y ejercidos desde siempre se transforma en calidad gracias al arsenal tecnológico que parece no agotarse jamás. La guerra cognitiva congela a la política y nos convierte en vapor.

Pero ¿cómo?, ¿no era que “la guerra no constituye simplemente un acto político, sino un verdadero instrumento político, una continuación de la actividad política, una realización de ésta por otros medios”? Así lo escribía Clausewitz en De la guerra (1832), y remataba: “el propósito político es el objetivo, mientras que la guerra constituye el medio, y nunca el medio cabe ser pensado como desposeído de objetivo”.

Por entonces, la política ordenaba las relaciones de poder hacia adentro y hacia afuera de las naciones. Las potencias modelaban el mundo a su imagen y semejanza. Pero hoy son los mercados, y en especial el sector financiero, quienes poseen la capacidad de rehacer el mundo y las percepciones según la maximización de ganancias en el corto —cortísimo— plazo.

Ya no se trata, como en la modernidad política que transitó Clausewitz, de persuadir a tirios y troyanos de la bondad de tal o cual acción, aunque ello supusiera instalar un caballo lleno de guerreros enemigos. En los tiempos de la antimodernidad de mercado que vivimos, no es necesario convencer, ya que es posible controlar. A escala continental, estatal, social, sectorial e incluso susurrar al oído de cada individuo que es necesario romper las murallas de la conciencia para recibir el regalo mortal de los dioses del algoritmo.

Ya no es necesario gobernar las naciones desde lo político: basta con dominarlas desde lo cognitivo. En lugar de actuar sobre la voluntad, se condicionan el sentimiento y el entendimiento, sin los cuales no hay voluntad posible. Las redes sociales son la continuación de la guerra por otros medios, esta vez digitales.

Al mismo tiempo, una guerra como la cognitiva, basada en la destrucción de la razón, anula el principio organizador del conflicto, que es la política, pues es ella la que marca el inicio de las hostilidades y también el final de la contienda. Una guerra sin perspectivas de paz es una guerra perpetua, en la que no se busca quebrar la voluntad de lucha del enemigo, sino liquidarlo. La guerra cognitiva es, así, una guerra de exterminio, como puede constatarse a diario.

¿Y a quién le vas a creer: a la pantalla del smartphone o a la realidad?

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