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La guerra de las sociedades

¿Cómo puede atribuirse la victoria electoral un régimen basado en la destrucción del bien común? Quizás haya que buscar los conceptos que expliquen la situación, recuperar la perspectiva histórica y acometer líneas de acción. Por Eric Calcagno.

Para Pierre Bourdieu, lo que caracteriza a una sociedad es el principio de poder. Este define la parte que cada uno de los diferentes tipos de capital existentes ocuparán en el conjunto, cuál será hegemónico, cuáles serán subordinados y cómo serán las formas de legitimación. Recordemos que para el pensador francés existen diferentes tipos de capital: el cultural, con eje en la educación; el económico, que son los recursos materiales; el político, o la representación institucional; el social, medido por la red de relaciones; y el simbólico, que hace al manejo de las percepciones.

La combinación de estos diferentes tipos de capital, siempre dinámica tanto en tiempo como en espacio, dará lugar a distintas sociedades. En el peronismo clásico de 1945 a 1955, por ejemplo, primaban la educación, la representación y la simbología, en un esfuerzo por transformar el campo económico y establecer redes de relaciones que no fueran monetizadas hacia adentro ni dependientes hacia afuera. Las dictaduras antiperonistas liquidaron la representación, desdeñaron la educación, impusieron símbolos foráneos para defender un determinado capital económico y clausuraron todo relacionamiento social que no sea el dominante.

Sobre la base de la experiencia argentina, creemos importante diferenciar algunos aspectos de esta generalización, en particular acerca del “capital económico”. En efecto, no es lo mismo una economía agropecuaria orientada a la exportación, que una economía orientada a la industrialización, aunque más no sea a través de la sustitución de importaciones, ambas distintas al sistema que otorgue mayor importancia a los bancos. Con razón, el economista alemán Hilferding denominó “capital financiero” a la unión de la gran industria con la banca, que es lo que veía en Europa a principios del siglo XX. Aunque en nuestro caso, podemos decir que es la articulación de los grandes propietarios agrarios o industriales con el sector bancario, y luego —por supuesto— las corporaciones mediáticas. No todo el capital económico es similar ni tiene el mismo comportamiento, en especial hacia los otros “capitales”, ni tiene la misma relación con el Estado; bien lo sabemos por aquí desde 1976, cuando, en las salas de tortura, se conseguían monopolios.

Si el capital económico ha primado por sobre las demás formas de acumulación, esta misma economía fue carcomida desde dentro por el sector financiero. Al menos en occidente y regiones dependientes. Ya no era solo el mercado liberal quien mejor asigna los recursos escasos para la mayor satisfacción de todos —o así decían— sobre la base de teorías y estudios de caso, sino que con el neoliberalismo es el mercado financiero quien prima por sobre lo demás. Son los tiempos del “Consenso de Washington”, pues donde hay una necesidad social nace un negocio privado. La ideología vencerá a la realidad. Cuarenta años después y frente a la evidencia del fracaso, al menos en cuanto a los proclamados objetivos de desarrollo, surge el libertarianismo. Despojado de cualquier fundamento teórico que no sea una cerrada visión moral, el capital financiero consuma el divorcio de “la economía real”, como dicen los periodistas, y subordina las demás formas de capital al propio mantenimiento. Es que sin la subordinación de los demás, la financiarización se cae por sí misma, habida cuenta de que no puede asegurar en el tiempo los mecanismos de la misma reproducción. Es que los sistemas que viven del endeudamiento caen cuando terminan de conseguir fondos frescos. En el caso de la Argentina, la posesión del Estado es necesaria para facturarle a la Nación los resultados de la timba financiera. Por lo tanto, subordina los demás elementos sociales a las necesidades del momento, siempre en una urgencia permanente, a la espera del milagro salvador que nunca llega. Donde hay una necesidad, hay un instrumento financiero. Y subordinarse a sí mismos a prestamistas extranjeros mientras existan, a organizaciones internacionales de crédito mientras se pueda, o entregarse a la banca privada internacional, como el Banco JP Morgan, y por supuesto a los Estados Unidos como nunca nadie antes. La subordinación de los demás hace posible la dependencia externa, que algunos festejan, pues hace rato confunden la Patria con el bolsillo.

Podemos rastrear ese comportamiento desde que Bernardino Rivadavia la emprendió contra los “vagos y mal entretenidos” en 1822 (gobierno de Martín Rodríguez), en espera de contraer el empréstito Baring en 1824. “No economice sangre de gauchos”, le escribe en 1861 Sarmiento a Mitre; este último tomará más deuda externa y dirá en 1871: “¿Cuál es la fuerza que impulsa este progreso? Señores, es el capital inglés”. Cuando se firmó el pacto Roca-Runciman en 1933, en plena década infame, producto del golpe contra Yrigoyen de 1930, no faltó quien dijera: “La Argentina es una de las joyas más preciadas de la corona de Su Graciosa Majestad». Perón dejó por primera vez a la Patria desendeudada, pero luego del golpe de 1955 la Argentina ingresa al Fondo Monetario Internacional y al Club de París, que despacha enseguida varios centenares de millones de dólares para la compra… de productos europeos. La (hasta ahora) última dictadura condensó la represión a militantes, sindicalistas y estudiantes con la apertura comercial, libre flujo de capitales y endeudamiento externo. “Terminó la represión financiera”, proclamó Martínez de Hoz con el Congreso cerrado y la Corte intervenida, pues la única libertad que merece existir es la libertad de la finanza. No las demás, ni los demás. Para eso sirve la suma del poder público.

Es en esa perspectiva que consideramos las elecciones del 26 de octubre. ¿Cómo es posible que tenga una mayoría relativa el régimen de Milei, que representa todo lo dañino? Quizás es porque encarna la dominación de las finanzas, por más predatorias que sean. La educación, privada de fondos, de la investigación a las universidades, escuelas y enseñanza técnica; la economía real es abandonada a la libre importación, con el saldo de desocupación; la red de relaciones de la sociedad civil sufre el ataque a “las organizaciones libres del pueblo”, como son los clubes de barrio y las sociedades de fomento… Dejamos para el final la representación política y la dimensión simbólica.

Durante mucho tiempo se afirmaba que “los pueblos tienen los gobiernos que se merecen”, no sabemos si como elogio o con desprecio, pues las relaciones entre gobernantes y gobernados pueden adquirir infinitas formas, a veces virtuosas. Igual no dejaba de ser un asunto de la sociedad civil, cuando existía, en correspondencia más o menos feliz con la sociedad política, cuando había. Pero como el capital político evocado por Bourdieu ha sido colonizado por el capital financiero, es probable que la representación responda a los dueños más que a los votantes. Es así que desembarcan en las bancas gatos de todos los sexos, cosplayers de dudoso talento, dobles apellidos hechos de naftalina y alcanfor, sin olvidar narcotraficantes, evasores fiscales, estafadores seriales, parientes medio lelos y empleados de embajadas, pues de eso está compuesto el capital político de las finanzas. Tampoco es inocente, puesto que contribuye al desprestigio de lo público, aunque reemplazar “la casta” por la resaca no deje de ser una apuesta arriesgada cuando las papas quemen. Y quemarán mucho el día que se acaben las divisas. Por el momento, el debate y la argumentación son reemplazados por una fe pagana, que permite decir y hacer cualquier cosa en acontecimientos performativos. Siniestro amateurismo. Tienen la suma del poder público.

El capital financiero también pretende el monopolio de los símbolos. Por un lado, debe aniquilar cualquier figura anterior. De allí la permanente mención a “los cien años de decadencia”, que les permite presentarse como redentores de un pasado que no entienden, puesto que viven en permanente instantaneidad, pero que no debe existir. La moneda conmemorativa del segundo gol a los ingleses omite a Maradona, que es lo mismo que señalar los pasos cordilleranos que tomó el ejército libertador hace dos siglos pero sin mencionar a San Martín. Nada debe ser anterior, todo debe ser nuevo, pues en el pasado más reciente encontramos los mismos errores y horrores que sufrimos hoy. Y si no es nuevo, debe ser escandaloso, pues el algoritmo vela en favor de gritones escandalosos. Eso se le escapó a Bourdieu. O no. La propia producción simbólica está en función del capital financiero, que para eso sirven los monopolios. La construcción de un nuevo credo debe hacerse sobre los viejos templos, así como los españoles construían las iglesias sobre los lugares sagrados de incas y aztecas. Uno de los resultados es la desaparición de la metáfora, que hunde al entendimiento en la literalidad, donde creen que la palabra “perro” ladra. O que Conan está vivo. El más alto grado de abstracción consiste en citar series o películas que entendieron mal. Lo simbólico son las pantallas, que legitiman una determinada realidad.

Al movimiento nacional le sobran antecedentes, títulos y paño para encarar las actuales circunstancias. Nos han bombardeado, prohibido, proscrito, torturado, desaparecido, exiliado, despreciado, empobrecido y hasta comprado en algunos casos, pero seguimos ahí. No es un mal resultado electoral lo que nos debe deprimir. Lo preocupante es no entender a qué nos enfrentamos realmente. Es cierto que eso puede alejarnos de las delicias sadomasoquistas autodestructivas de la interna (así no hay Bourdieu que alcance, muchachos), pero para resolver eso basta con el voto de los militantes. Creemos que nos enfrentamos a la peor forma del capital financiero, que, como dijimos, ha mantenido siempre la posición de entregar la Patria para preservar los propios intereses monetarios en nombre de la libertad. ¿Podremos definir el principio de poder en base a la soberanía nacional y la integridad territorial? ¿Atacaremos las causas en lugar de emparchar las consecuencias? ¿Estaremos a la altura de las circunstancias? Es lo que pregunta Néstor.

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