La gran puta de Atenas

Historias reales que son de no creer.

Un lugar común, repetido hasta el bostezo, tiene a la prostitución como el más antiguo de los oficios. Se trata de un punto de vista ciertamente arbitrario que parte de una de las posibles interpretaciones del acto de intercambiar favores sexuales por beneficios materiales. Sin embargo, numerosos antropólogos abocados a la observación de grupos de chimpancés enanos, han podido establecer, por analogía, que el canje de sexo por alimento se remonta a los orígenes mismos de la especie humana y constituye el primer hito en el largo proceso de construcción social al que a veces llamamos historia y otras, cultura.

Parte I. Sexo viril

Mal que le pese a ciertos tradicionalistas, la consecuencia más previsible del machismo es la homosexualidad. Sin llegar a los extremos de los sambias de Nueva Guinea, entre quienes la mejor manera para un muchacho de convertirse en un guerrero varonil consiste en ingerir el semen que los compañeros de mayor edad tengan a bien verterle en su boca, puede afirmarse que en toda sociedad machista (con más razón en las pronunciadamente militaristas) la homosexualidad masculina es norma y la femenina, consecuencia.

Esta clase de sociedad concibe a la mujer como vehículo de reproducción, preferiblemente de varones. Suena razonable, ya que en las actividades guerreras las mujeres no pueden competir en igualdad de condición física que los varones, siendo más útiles para asear la choza, recoger frutos y amamantar a los futuros energúmenos.

Una de las sociedades más evolucionadas de la antigüedad fue la de los griegos, que conformaron un desparramo de ciudades autónomas en permanente litigio las unas con las otras y que pasan por ser los inventores de la democracia. El término significa “gobierno del pueblo”, y su sola mención desmaya de goce a las personas más sensibles, inmunes al sentido que los griegos daban al vocablo “pueblo”.

Para los griegos, el pueblo era una suerte de club inglés, una aristocrática asociación entre iguales, los ciudadanos, quienes lo eran por herencia u origen, independientemente de su situación económica (excepto que no pagaran sus deudas), su honestidad o sus luces. Fuera del pueblo, había otras gentes de menor valía, desde artesanos y comerciantes hasta esclavos y mujeres.

La distancia que separa a la cultura griega de la de los sambias es enorme, pero debemos convenir en que se parecen bastante, al menos en lo que atañe a la condición de las mujeres y a los vínculos entre varones, aunque con algunas salvedades.

Si bien sólo en un cierto, aunque restringido, sentido puede semejarse el vínculo entre un venerable filósofo griego y sus jóvenes aprendices con el de los salvajes guerreros de Guinea, es verdad que también en la Hélade los soldados marchaban a la guerra con jóvenes muchachos que les servían de compañía sexual y hasta hubo casos, como el del Batallón Sagrado de Tebas, cuya eficiencia en el combate se basaba en el amor mutuo de las parejas de soldados que, bajo las órdenes de Epaminondas, combatieron –literalmente– culo contra culo contra el aguerrido ejército espartano.

Sin embargo, nada hay en ese aspecto en la cultura griega que la diferencie de Persia o Bizancio, todas ellas caracterizadas por la expropiación de los cuerpos de los individuos de rango inferior, independientemente de su sexo, hábito que se ha extendido, inalterado, hasta la actualidad.

La condición de las mujeres sí era semejante a la que gozan entre los sambias y otras sociedades militaristas. Libradas a la función reproductiva y al “cuidado” de la ciudadanía –que se trasmitía de padres a hijos–, el adulterio femenino era duramente penado y las mujeres sometidas a un régimen casi de clausura, limitadas a ir de la cama al living, sin acceso a la educación, la cultura, la filosofía, el arte y todos aquellos vicios que dieron a los griegos fama imperecedera.

En semejante sociedad de machos binorma abocados al trasiego sexual en academias y cuarteles, sometida a la clausura, privada de la educación, el esparcimiento y hasta de las facultades ambulatorias ¿cuál, sino hacerse puta, era la alternativa de una mujer que abrigara inquietudes intelectuales?

Clases de putas y putas de clase

Como no podía ser de otra manera en un ambiente tan estratificado, las putas también estaban divididas en clases sociales. En el 594 A.C., inmediatamente después de que el sabio Solón dictara las leyes que habrían de regir la vida de los atenienses, las categorías de trabajadoras sexuales oficialmente reconocidas eran tres: dicteriades, auletrides y hetairas.

Las dicteriades eran mujeres de baja estofa que trabajaban en lupanares conocidos como dicteria. Al principio, eran manejados por lo que podríamos llamar el gobierno municipal, pero de a poco fueron pasando a manos de proxenetas privados.

Las destrezas de las dicteriades se reducían a abrir las piernas en el momento adecuado, para lo cual no era necesaria la educación formal, informal, ni nada que se le pareciera. Sus honorarios eran pequeños y estaban al alcance de cualquiera, por lo que fueron muy populares, constituyéndose en una importante fuente de recaudación fiscal, hasta el punto de financiar, en tiempos de Solón, la construcción de un templo dedicado a Afrodita.

Las auletrides (“flautistas”) eran músicas, cantantes, bailarinas, desnudistas y, naturalmente, meretrices. Se dice que la tarifa de las auletrides de mayor renombre para una noche de juerga en un banquete alcanzaba los dos talentos o 50 piezas de oro, que aun entonces era mucho dinero. Sin mencionar, desde ya, puesto que poco hay de novedoso en la conducta humana, que los embobados espectadores solían obsequiarles, a falta de papel moneda, anillos y joyas a modo de propina.

Con todo, fueron las hetairas las más importantes mujeres de Grecia. Contrariamente a las matronas –esos golems defectuosos que guardaban en casa los ciudadanos de Grecia–, las hetairas recibían una esmerada educación y no tenían impedimento alguno en salir a la calle para presenciar espectáculos o participar de simposios filosóficos con los pensadores de su tiempo.

Entre las hetairas más famosas pueden mencionarse a Pitonisa de Atenas, amante de Harpalo, Tesorero Real de Alejandro Magno y gobernador de Babilonia; Frinia, amante de Praxíteles, quien la usó de modelo para su famosa estatua de Afrodita, la primera obra escultórica en retratar a la diosa completamente en pelota; la siciliana Lais, vendida como esclava y comprada posteriormente por el pintor Apeles, autor de las obras “Afrodita Anadiomene” y “Calumnia” y del no menos célebre dicho “Zapatero a tus zapatos”; Thais, que acompañó a Alejandro a Persia, se casó con su general Tolomeo y devino en reina de Egipto; Safo, más conocida como poeta y lesbiana, regenteaba un gimnasio, ocupación característica de las hetairas. Pero, seguramente, quien descolló por encima de todas ellas fue Aspasia de Mileto, la amante de Pericles.

(continuará)

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