La feroz interna entre los personajes más encumbrados del oficialismo giró en los últimos días hacia una táctica confrontativa singular: el “buchoneo amigo”.
Fue en vísperas al cierre de las listas electorales bonaerenses cuando salió a la luz una trapisonda que salpica al titular de la Cámara Baja, Martín Menem, quien, además, es el flamante ladero de la hermana presidencial, Karina Milei. A saber: los contratos millonarios de tres compañías vinculadas a él (Global Protection Service, Hitech Innovaciion y Tech Security) con el Banco Nación y la obra social de los trabajadores rurales, intervenida por el gobierno. O sea, este individuo es un proveedor del Estado, del que, a la vez, es funcionario. Y con la complicidad de su primo, Eduardo “Lule” Menem, otro nuevo cortesano de la mujer que se hace llamar “El Jefe”.
Lo notable es que el filtrador del asunto fuera Santiago Caputo.
En paralelo, trascendía de modo súbito la identidad de dos tipos no ajenos al caso de las 15 valijas no revisadas en la Aduana del Aeroparque. Se trata de Andrés Vázquez y Diego Colugna, designados respectivamente en la ARCA y en el directorio de Aerolíneas Argentinas por orden de Santiago Caputo.
Lo notable es que el filtrador del asunto fuera Martín Menem.
¿Acaso se trata de un empate técnico entre el otrora todopoderoso asesor del Poder Ejecutivo y el titular de la Cámara de Diputados?
Bien vale reparar en ambos para comprender esta trama.
El consiglieri
Caputo es un meritócrata de pura cepa. Y su ascenso a la cumbre del poder fue fruto de una equilibrada mezcla de oportunismo, perseverancia y azar.
Empecemos por esto último.
Durante un remoto día otoñal de 2021, fue visitado en su oficina, donde trabajaba de consultor político, por un antiguo condiscípulo del Colegio Marista Manuel Belgrano. Era Ramiro Marra.
Lo acompañaba un tipo de cabello revuelto que lo quería conocer.
Lo cierto es que el flechazo entre él y Javier Milei fue instantáneo.
Lo primero que a éste le llamó la atención fueron los tatuajes que aquel muchacho lucía en los antebrazos. Eran –según su explicación– símbolos de la mafia rusa que había copiado del libro Russian Criminal Tatoo Encyclopedia.
Milei, por aquellos días un simple panelista televisivos con ensoñaciones de gloria, se permitió entonces un comentario:
–Si me dan a elegir entre el Estado y la mafia, me quedo con la mafia, porque tiene códigos, cumple, no miente y, sobre todo, compite.
Fue una declaración de principios que selló el lazo entre ellos.
Milei no tardó en presentarle a la hermana; lo hizo confiándole un secreto, diríase, bíblico: él era para “Kari” –así la llamaba– lo que Aarón había sido para Moises. Un divulgador.
Caputo, fingiendo asombro, miró con calidez a esa mujer de cara alargada y ojos hundidos que le sonreía de oreja a oreja.
Ese fue el primer fotograma de una seguidilla de hechos y circunstancias que cambiarían su destino para siempre. Un destino con luces y sombras.
Dos años y medio después, durante el cierre de la campaña proselitista en el Movistar Arena, Milei dijo de él:
–Quiero agradecerle a alguien muy importante, que su enorme humildad hace que siempre esté ahí, detrás de la sombra.
Aquellas palabras tenían asidero: para Caputo, su campo de acción era la sombra, bajo la cual se movía como un felino.
Así hizo de la acumulación del poder su bandera más preciada.
Al poco tiempo, obtuvo la batuta de la orquesta del Estado. Suyos fueron los ojos y oídos del régimen libertario; desde la SIDE hasta la ARCA, pasando por las granjas de trolls. Y con tecnología de punta para vulnerar la intimidad de quienes se le daba la gana. El tipo tenía vía libre para la extorsión, la dádiva y los carpetazos, además de medios para infiltrar cualquier clase de aparato político y social. A lo que se le añadían sus alfiles en sitios claves del gabinete.
El sobrino pródigo
El destino de Martín Menem no fue menos providencial. Y ahora, que paladea su mejor momento, suele, de tanto en tanto, evocar sus tiempos de zozobra.
Ya se sabe que él, nacido en 1975, cumplió los 15 años convertido en una suerte de príncipe republicano: su padre, Eduardo, era el presidente provisional del Senado y su tío, Carlos Saúl, nada menos que el primer mandatario del país.
Sin embargo, la ambición por el poder no corría por sus venas. Más bien, en sus años mozos se perfiló como un auténtico tarambana; tenía debilidad por los autos deportivos y las mujeres bellas. Estudió Derecho en la Universidad de Belgrano, y el hecho de que su decano-propietario fuera Avelino Porto, quien había sido ministro de Salud y Acción Social en el gabinete del tío, le facilitó el diploma. Luego, tampoco brilló en el ejercicio de la profesión.
Durante una madrugada de 2002, sufrió un secuestro express.
En el aguantadero donde era retenido con las muñecas atadas y los ojos vendados, escuchó cómo uno de sus captores negociaba por teléfono el rescate con don Eduardo. El tipo exigía 2.000 pesos-dólares por su vida. Sin embargo, el papá no estaba dispuesto a pagar más de 1.800. Y regateaba.
Finalmente, arreglaron por esa cifra. Y él recuperó la libertad.
–La política es el arte de la negociación, m’hijo –le dijo luego, el senador, con tono didáctico.
Esa enseñanza cambió su conducta.
Primero, se convirtió en empresario. La política recién lo aguijonearía en 2019, tras conocer a Milei.
Dicho sea de paso, Martín suele jactarse por haber sido el nexo entre éste y su afamado tío, una deidad en la liturgia libertaria.
Ello ocurrió en 2020, cuando, a los 89 años, el estado cognitivo de don Carlos ya no era el mejor. Pero el pintoresco visitante lo deslumbró.
Aquel encuentro vespertino, que por iniciativa del anfitrión se prolongó hasta la medianoche, fue sublime. Gratamente sorprendido por el histrionismo de Milei, Menem lo lisonjeó con las siguientes palabras:
–Tenés condiciones para la política. Sos más menemista que éste –dijo, entre risas, refiriéndose a Martín. Y Milei lo miraba con humildad.
El anciano, entonces, se puso de pie, para rematar:
–Largate nomás. Porque vas a llegar a Presidente.
A su vez, Martín soñaba un gran futuro junto a su amigote.
Ya en Buenos Aires, el libertario no tardó en presentarle a la hermana, y lo hizo confiándole también el secreto bíblico que los unía.
Martín, fingiendo asombro, la miró con calidez. Y ella quedó fascinada.
Desde entonces, todo fue meteórico para él.
En las elecciones generales de 2023 fue elegido diputado nacional. Y el 7 de diciembre llegó a la presidencia de la Cámara Baja.
– ¡Ese es mi pingo! –exclamó, entonces, don Eduardo.
Ahora, ese pingo corre la cuadrera más trepidante de su existencia.
La geometría política
Observadas desde un plano totalizador, todas estructuras del oficialismo; desde la mesa chica presidencial hasta el último anillo del espacio partidario, son nada menos que un semillero de vanidades, ambiciones, intrigas y purgas. Sí, purgas; es decir, caídas en desgracia tan sorpresivas como estrepitosas. Y sin que nadie –excepto el líder y su hermana– esté a salvo de semejante karma.
¿Quién se acuerda, por caso, de Carlos Kikuchi o de Nicolás Posse?
El primero fue el gran arquitecto electoral de La Libertad Avanza (LLA). Pero, antes del ballotage, cometió el pecado de cuestionar el denominado “Pacto de Acassuso” con Mauricio Macri. Y su figura se desplomó como un piano.
El segundo, desde la Jefatura de Gabinete, fue el consejero de cabecera del nuevo mandatario y controlaba casi todas las áreas del Estado. Pero cometió el pecado de ladrar sin tener con que morder.
No está de más evocar este episodio.
Ocurrió en mayo, por una frase suya: “Pasala bien en Punta del Este”. Su destinataria: la ministra de Capital Humano, Sandra Pettovello, quien quedó de una sola pieza antes de romper en llanto.
Es que ella, en el mayor de los sigilos, estaba por emprender un weekend romántico en ese balneario con un “masculino”, según un paper que le enviaron a él desde la Agencia Federal de Inteligencia (AFI).
De modo que Posse no sólo espiaba a los funcionarios de LLA, sino que, además, se jactaba públicamente de eso.
Su expulsión no se hizo esperar. Y Guillermo Francos lo reemplazó
Eso, además derivó en el irresistible ascenso de Santiago Caputo al poder. Fue el paso inmediatamente previo al surgimiento del “triángulo de hierro”, así como el propio Milei llamó a esa suerte de politburó, que el joven asesor –sin cargo formal en el Gobierno– integraría con Karina y él.
¿Intuyó Santiago que su rol a ese trípode tendría fecha de vencimiento?
Al respecto, no está de más remontarnos a su última aparición pública.
Corría la noche del 19 de abril ante el portón de la emisora donde se haría el debate entre los candidatos que encabezaban las listas electorales porteñas, cuando se produjo el “apriete” de Caputo al reportero gráfico Antonio Becerra, del diario Tiempo Argentino, mientras era fotografiado por él.
Entonces, extendió una mano hacia Becerra para agarrar la credencial que le colgaba del cuello, antes de fotografiarla con su celular. Sin embargo, éste no interrumpía su trabajo.
Al día siguiente en la Casa Rosada, el vocero Manuel Adorni esgrimió al respecto una excusa antológica:
–En realidad, Caputo quiso saber quién era el periodista sólo para ver si había salido bien en la foto.
Aquella foto fue publicada minutos después en el portal del diario. Era un primer plano del rostro de Caputo. Un rostro desencajado y humedecido por la transpiración, con una mirada vidriosa y una horrible mueca en la boca; el típico semblante de quien está sumido en un consumo problemático.
Pero, a pesar de su expresión facial, nada hizo suponer que aquel hombre estaba por deslizarse en el tobogán del poder.
Aquello sucedería pocas semanas más tarde.
Así eran las reglas de juego: Karina no solo posee la lapicera sino también el borrador. Había comenzado el cuarto de hora del bueno de Martín.
El “triángulo de hierro” ya era cosa del pasado.
Gajes de la geometría política