“La figura del Che debe ser destruida.”

El lúcido autor de una de las tiras de historieta más leídas del país condena el vaciamiento de la figura del Che y su entronización como cadáver exquisito. Reivindica la reaparición del conflicto “como instancia de construcción democrática” en medio de la puja por las retenciones y sienta posición desde su lugar de guionista de la contratapa de Clarín: “No queremos que el humor actual trabaje sobre el repliegue del progresismo”.

El año pasado Rubén Mira estuvo en La Higuera, Bolivia, cubriendo el acto de homenaje por el cuadragésimo aniversario de la ejecución de Ernesto Guevara para una revista peruana. Trabó amistad con un compañero de ruta, corresponsal del Wall Street Journal, quien ahora lo invitó a presenciar en Rosario la instalación de la estatua conmemorativa del argentino más famoso del mundo junto a Maradona y Borges. Mientras espera el viaje propone imaginarse “cómo sería que la caravana que lleva la estatua a la ciudad pase por el piquete ruralista, sería una escena de una condensación ideológica mayor que la obra de Lamborghini”.

La presencia de la figura del guerrillero es una problemática sensible para Mira (Avellaneda, 1964, Licenciado en Letras en la UBA) desde mucho tiempo atrás (Ver subnota Guerrilleros…). Pero siempre en tanto y en cuanto pensar esa figura tenga utilidad —aún la utilidad de sortear un escollo— para engrosar herramientas actuales de una política de la vida.

—¿Qué uso le dio a la figura del Che para escribir Guerrilleros?

—La novela está basada en El diario del Che en Bolivia y en Sucesos de la guerra revolucionaria, que él escribe en Cuba. El diario… es un libro de un tedio total, el mero apunte de una rutina, uno de los pocos libros verdaderamente minimalistas de la literatura latinoamericana, si podemos hacer un esfuerzo para incluirlo en ese corpus. Cuando escribí la novela no se sabía que existía el Diario del Congo, que es un librazo impresionante donde hay un trabajo de reinvención de lo vivido en función de una historia mítica, con incluso sus referentes literarios: cuando el Che describe su encuentro con Fidel, cita a Jack London.

—¿Piensa los libros de Guevara como obra literaria?

—De la literatura latinoamericana de los ´60 me interesaban mucho dos textos que no tenían que ver con la literatura en sí: el Diario del Che y Las enseñanzas de Don Juan, que además son dos best sellers con cantidad de lectores imposible de calcular. En mi novela los guerrilleros son adolescentes, y estos libros son para mí los que de alguna manera inventan la juventud en Latinoamérica, invención tardía en comparación con el proceso de los ’50 en Estados Unidos. Aquí, amén por supuesto de un montón de motivos sociales, en lugar de esa experiencia contestataria que del beatnik fue a parar al hippismo, se implementó la experiencia guerrillera. Mientras escribía Guerrilleros estuve atravesado por una doble sensación: de alegría por la destrucción de lo mítico y de dolor al recuperar un pasado que tiene que ver con nuestros muertos queridos. La figura del Che Guevara es la figura perfecta para pensar eso.

—¿Por qué?

—Porque es el escritor más reciente donde se puede pensar la relación entre literatura y vida. En la idea resumida en la frase “seremos como el Che”, lo que funciona es la gramática del ejemplo. La gramática de la repetición. Que siempre tiene que ver con la idea de reparación del pasado; es mortalmente circular. Por eso hay que destruir la figura del Che: en ella trabaja el autoritarismo de la repetición a través de la gramática del ejemplo.

—¿No está ya destruida de algún modo la figura del Che?

—Lo que está hecho es el trabajo de deconstrucción del mito del Che, y lo que se abre como campo interesante donde plantar posiciones es en cómo se significa socialmente esa destrucción. Si lo vamos a destruir mediante todas la reversiones de su figura a las que asistimos, o como parte de una decisión de abolir definitivamente todas las gramáticas del ejemplo para pensar siempre desde las circunstancias presentes en que uno se desenvuelve. En Bolivia, por ejemplo, hay una bebida de gaseosa cola con ron que se llama “Cuba El Che”, es tremendo; hoy el Che es un cadáver exquisito, un muerto al que se lo usa de mil modos.

—¿Alguno de esos modos tiene fertilidad política?

—La historia se tragó al Che Guevara hace mucho tiempo, pero es una digestión muy lenta de la que brota un residuo, un ruido, una resaca que es una pregunta: ¿cuál es el valor de la vida, en términos de capitalizarla como experiencia? Que exista la pregunta, no hay que cerrarla, porque si hay un problema político hoy es el problema de la vida, ¿no? Y desde ese residuo hay que interrogar al conjunto de canonizaciones y reversiones de su figura. Ahora aparece el Che Guevara como prócer oficial casi, hay un vaciamiento de la ideología que es capaz de producir un sujeto como ese. El Che Guevara viene a ocupar el lugar que dejó vacío Maradona, que al estar vivo es indomable. El prócer nacional pop de Argentina tiene que ser el Che Guevara porque está muerto y puede ser vaciado. Como si no hubiera allí un tipo que mataba gente y estaba dispuesto a que lo maten. Entonces asistimos a una deportivización de los hechos armados; las guerras del Che se resignifican como aventuras. El deporte es la mímica del conflicto. Creo que es momento de pensar aquello que los usos actuales de la figura del Che Guevara silencian: el conflicto. La diferencia entre la práctica guerrillera efectiva del Che y el uso de su imagen como ídolo pop, lavado de todo vínculo con la muerte, muestra un camino por el cual la sociedad quedó escindida de la noción de conflicto para pensar sus dinámicas políticas. Entonces lo que tenemos que pensar es cuáles son los términos nuevos en que podemos reinstalar el conflicto sobre la mesa.

—¿En el enfrentamiento por las retenciones a la agroexportación encuentra una reposición del conflicto?

—Es una estafa emotiva. Porque lo único que plantea es angustia; no hay ni una mínima cuota de heroicidad en ninguno de los dos bandos. Lo que genera es desgano. La gente parece cansada, cuando la reaparición del conflicto se tendría que celebrar. Reapareció el odio de clase, y debería celebrarse, pero reaparece en una farsa entre Luis D’Elía y Fernando Peña. Habría que celebrar la reaparición del conflicto incluso como instancia de construcción democrática, pero sin embargo aparece como nuevo escalón del desencanto; estamos en el grado cero de una sociedad: el conflicto genera desgano. Esta situación produce una estructura anímica de la que es difícil volver.

—De alguna manera también se plantean esquemas de repetición, ¿no?

—Es el momento más perfecto para entender que la ideología es repetición. Porque los discursos no están armados sobre la realidad sino sobre bases ideológicas, bases que no negocian con la realidad. Y uno como sociedad empieza a no poder hacer nada. Fijate que cuando fueron liberados los chacareros que habían sido detenidos, la televisión tomó la escena exactamente con el mismo tratamiento formal con que está filmada la liberación de los presos políticos el 25 de mayo del ‘73. ¡Y estos tienen quinientas hectáreas cada uno! Son indefendibles. Creo que hay que pensar por afuera de la ideología, y ahí se desarman los dos bandos, que en verdad son parte de una misma lógica de pensamiento y práctica política. A Menem este lock-out le hubiera durado tres días, porque hubiera entendido de movida que se trata de un problema de dinero. No hubiera planteado ni permitido que le plantearan que se trata de modelos de país, como plantean ambos bandos falazmente. Todos quedamos involucrados por una discusión que es por un cinco por ciento. La discusión que podría plantearse es por el rol del Estado en la apropiación y redistribución de la riqueza, porque la propiedad por ahora nadie está discutiéndola.

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