El doctor Rofo había mencionado a una extranjera estrafalaria que quiso ocupar el vacío dejado por la muerte de Eva, pero llevado por la competencia que había establecido con el diariero Miguel, terminó dictando una conferencia sobre la fábrica de aluminio, la bomba atómica y Ronald Richter.
-Un aventurero internacional de la física termonuclear –explicó el doctor– al que la enfermiza ansiedad de renombre del Dictador encumbró a la condición de sabio y lo proveyó de millones de pesos para que fabricara una bomba atómica.
La voz de la razón llegó, inopinadamente, por boca del Pelado.
–¿Y la negra qué tiene que ver?
El doctor pareció sorprendido.
–¿Qué negra?
–La estrafalaria que dijo usted.
–¿Yo dije?
–Sí, don Julio –explicó Miguel–, Josephine Baker.
El doctor se ruborizó.
–Sí, claro. Perdonen caballeros, pero tengo la cabeza repleta de información exhaustiva, datos puntillosamente recolectados, sistemáticamente verificados y cuidadosamente atesorados –el doctor llevó el índice hacia su frente– en mi memoria durante esta década de oprobio. A veces, algunas cosas se me olvidan, temporalmente, claro.
Todos asintieron comprensivos, excepto el Mudo.
–Haceme un café, Rodolfo –dijo–, antes de que se me olvide.
Mi tío fue hacia la máquina express, un artefacto gigantesco, humeante y lleno de ruidos que desde mi estatura resultaba tan intimidante como una locomotora a vapor.
–Cuente, cuente –alentaron Carlitos y Alberto Culacciati.
La papada del doctor Rofo palpitó, henchida de vanidad.
–Como era proverbial, ante la llegada de cualquier aventurero, máxime si era mujer, y con más razón si se trataba de una mujer de la vida, en este caso una bataclana en decadencia, el Dictador la consideró “huésped oficial” y ordenó que se le facilitara cuanto pidiera en sus andanzas de agitadora social por algunos pueblos vecinos a Buenos Aires.
–Quería reemplazar a la Eva –dijo Miguel.
–Pero andá –contestaron Carlitos y Alberto Culacciati–, mirá si iba a haber una Eva negra.
–Pues así fue. La pretendida Abanderada de los Humildes había muerto hacía pocos meses.
El Pelado volvió a distraer la atención del doctor.
–Menos mal, que si no…
¿Que si no qué? Debía estar pensando el doctor mientras miraba al Pelado como si fuera un latrocinio peronista.
–En fin –suspiró–, a los pueblos de la provincia de Buenos Aires se dirigió la Baker acompañada de una estrepitosa “claque” que, en cuanto bajaba del automóvil oficial que la transportaba, no cesaba de gritar: “Queremos que siga con la obra de Evita”. Se entrometió en los hospitales, asilos, manicomios…
–Ya que habla de manicomios –dijo mi tío Rodolfo–, ¿sabía qué…?
El doctor no quería saber. Silenció a mi tío pidiéndole otro whisky y reanudó su relato.
–Revisó los alimentos y vestimenta de los internados, gritó, protestó y amenazó en un idioma apenas inteligible.
–Hablaba en africano, claro.
–Pero no digás idioteces, Pelado.
–Tranquilícese, Miguel –dijo el doctor, y dirigiéndose hacia el Pelado como si se tratara de un niño y no de un deficiente mental, añadió–: Josefina Baker es norteamericana y reside desde hace décadas en la Ciudad Luz.
–Como hasta vos te podrías dar cuenta –se ensañó Miguel–, habla inglés y francés.
–¿Por qué francés?
El doctor se desentendió del Pelado.
–Lo que de todos modos le impedía comunicarse con el personal de enfermería y los funcionarios peronistas, que apenas si chapurrean el castellano.
–¡Qué barbaridá! –exclamó Carlitos Culacciati.
–Nadie sabía qué hacer con ella –explicó el doctor–, puesto que tenía el apoyo del amo. Pero una vez más, la desorbitada vanidad del Dictador le haría una jugarreta y la nueva maniobra publicitaria no sería más que un tiro por la culata.
–¿Qué maniobra?
Miguel se veía cada vez más indignado ante el ostensible escepticismo del Mudo.
–¿Cómo qué maniobra? ¡La de traerse una Evita de importación! Y para colmo, negra.
–Pirón si iba a cosar con la negra –aseguró Pablito Serún.
–Entonces, es verdad que se la …
Miguel dejó a mi tío con la palabra en la boca.
–El Tirano la recibió, la protegió, la nombró huésped oficial y le dio todas las facilidades –por las dudas, Miguel consultó al doctor Rofo–, pero nada más. ¿Verdad?
El doctor asintió.
–Pero si vos mismo acabás de decirlo.
–¿Qué es lo que dije? –preguntó Miguel, auténticamente extrañado.
–Que Perón la acogió.
–Por supuesto.
–¿Y entonces? –intervino el Pelado.
–¿Pirón cosó o no cosó con la Eva negra?
Miguel buscó con la mirada el auxilio del doctor Rofo. El doctor Rofo no se hizo rogar.
Aspiró una gran bocanada de aire.
–El Dictador puso a disposición de la Baker todos los recursos del Estado. Pero como la actuación de esta “Eva de ébano” excediera lo tolerable, Carrillo, el ministro de Salud Pública, escribió una larga carta al Dictador detallando las andanzas y escándalos de su desorbitada propagandista.
El doctor tomó un trago del whisky que acababa de servirle mi tío.
–La carta ha sido dada a conocer por la Comisión Nacional Investigadora y publicada en La Prensa del día de hoy.
Se calzó los anteojos y desplegó el diario.
–“Debo hacerle saber –leyó el doctor– que la señora Baker realizó un allanamiento al hospital psiquiátrico (ex hospicio de las Mercedes), acompañada de un empleado del mismo, a cargo de la Escuela de Psicoterapia por el Arte, un señor Gómez, sospechado de amoral y que es, según mis referencias, también empleado de la Subsecretaría de Informaciones”.
El doctor bajó el diario, sin plegarlo.
–¿Se dan cuenta? El Dictador tenía agentes del servicio de informaciones hasta en los manicomios.
Mi tío quiso decir algo respecto a los manicomios, pero el doctor había vuelto a leer la carta del ex ministro:
–“Después de esta inspección me buscó en mi casa para darme una ‘lavada de cabeza’ por las deficiencias comprobadas en una rápida visita, dirigida exclusivamente a ver lo malo, asesorada por el mencionado Gómez –empleado evidentemente desleal e indigno”.
Llevado por una creciente indignación, Miguel no se pudo contener.
–Esto da una idea del infierno de delaciones en que vivimos los últimos años. La gente de bien tenía miedo de hablar, hasta en la intimidad de su casa: podía haber un informante en la persona de la empleada doméstica o hasta en un hijo, adoctrinado desde niño en la escuela y fanatizado por el Tirano.
Temiendo que Miguel me hubiera descubierto, como quien no quiere la cosa me fui yendo a pasar el trapo rejilla a las mesas más alejadas.
–El Dictador –apoyó el doctor– corrompió a la juventud del modo más indigno, repartiendo a manos llenas pelotas, camisetas de fútbol, bicicletas, ¡hasta Siambrettas! Para cualquier competencia deportiva interna puso premios desproporcionados: motocicletas y automóviles carísimos, que los jóvenes conseguían más por “cuña” que por sus méritos.
–Una manera más de incentivar a los adulones y chupamedias.
Debían ser otros dos delitos peronistas, pero no quería que me vieran escribir en mi libreta y me concentré en limpiar prolijamente las mesas. Todo lo que pretendía era pasar desapercibido, volverme invisible, que nadie comprendiera que yo era otro de los miles de niños adoctrinados y fanatizados.
Cuando volví a mirar en dirección al grupo, el doctor había plegado el diario y peroraba con su índice en alto.
–¡Pero no pudo con la juventud culta, universitaria, vanguardia de la revolución libertadora y democrática!
Miguel y el doctor Rofo se incentivaban recíprocamente.
–¡Las cárceles peronistas estaban tan llenas que había presos alojados en los pasillos!
La revelación de Miguel me dejó estupefacto. ¡Presos en los pasillos! ¡Igual que las barras de oro que Perón se había robado del Banco Central! ¿Y cómo no iba a poder robarlas si en lugar de estar en bóvedas andaban desparramadas por ahí? De igual manera, iba a ser difícil evitar que los presos alojados en los pasillos se fueran de las cárceles como Pancho por su casa.
Evidentemente, algo muy raro ocurría con los adultos que les impedía entender lo que comprendía hasta un niño de segundo grado.
El Pelado y mi tío Rodolfo no se iban a dejar distraer tan fácilmente.
–¿Y la negra?
El doctor se vio, una vez más, sorprendido por la irrupción del mundo real. Que el mundo real tuviera la forma y la sustancia del Pelado y mi tío parecía razón suficiente como para evadirse de él.
–Volviendo a la carta de Carrillo –el doctor alzó el diario, se calzó nuevamente los anteojos y leyó–: “Debo hacerle saber”, dice el ministro en su carta, “que terminarán por sublevarse los hospitales de tuberculosos, donde basta media palabra de disconformidad o apoyo exterior para que las células comunistas de estos establecimientos entren en acción, lo que no ocurriría entre los locos ni entre los leprosos”. ¿Se dan cuenta?
Nadie se daba cuenta.
–¿De que todos los tuberculosos son comunistas?
–No, Mudo –dijo Carlitos Culacciati–. Lo que el dotor dice es que los tuberculosos tienen cédulas de identidad comunistas.
Miguel se sobresaltó.
–¿Pero de dónde sacás eso?
–Lo acaba de decir el dotor.
–¡No yo! –exclamó el doctor–. Lo escribió el ex ministro al propio Dictador. De puño y letra. He aquí –el doctor sacudió enérgicamente el diario– la prueba incontrastable, el fac-símil de dicha carta, que evidencia además la falta de ética de ese médico que actuaba en el más alto nivel del Estado. Y procedo a leerles más: “Estas dificultades comenzaron el maldito día en que tuve la peregrina idea de decir que en la Argentina no había problemas de negros, ya que los únicos eran algunos ordenanzas del Congreso, ella y el subscrito”.
–¿Y quién es el sucrito? –preguntó el Pelado.
El doctor miró a su alrededor con ojos desorbitados. Aspiraba el aire a grandes bocanadas, exactamente uno de los peces de colores que veía en el consultorio del doctor Niesser, donde mi vieja me arrastraba semanalmente para que me torturaran con dolorosas inyecciones de calcio.
–El sub –dijo Miguel, recargando la be y acentuando la ese–, el subscrito es el ministro.
–Ah. No sabía el nombre.
El doctor boqueó varias veces más y llegó al borde de la asfixia cuando Carlitos Culacciati comentó:
–¿Pero el sucrito no era Viernes Scardulla?
.–Acá a nadie le importa lo del Scardulla ese –protestó el Pelado–. Lo que queremos saber es lo de la negra.
–¡Qué obsesión tiene usted por esa negra! ¿Qué es lo que quiere saber?
Mi tío acudió en auxilio del Pelado. Al fin de cuentas, el cliente siempre tiene razón, aunque, como en el caso del Pelado, no pague su consumición.
–El Pelado quiere saber si Perón la acogió o no la acogió.
–¡Pero ya te dije que sí –gritó Miguel, al borde de salirse de las casillas–. Como lo hacía con todas las personalidades internacionales.
–Gina Lollobrígida, Archie Moore, el hermano de Eisenhower… –precisó el doctor.
–¡A la fresca! –se sorprendió mi tío.
Casi al mismo tiempo, el Mudo exclamó:
–¡Vamos Potro, todavía! ¡Viejo y peludo nomás!
En la mesita justo a la puerta de Lascano, don Manuel hizo unos movimientos convulsivos. Me parece que estaba aplaudiendo.