De cara a la elección presidencial de 2023 un canal de streaming propuso una novedad que vino para quedarse: el jingle, uno de los fenómenos en comunicación política digital más interesantes de los últimos años. En los días previos a la elección de medio término en la provincia de Buenos Aires, hubo uno particularmente llamativo; uno entre tantos, de esa que parece ser una usina inagotable de comunicación en una lengua otra, hecha de talento e ingenio, ¿y la única capaz de llenar estadios?
Con la pegadiza música de “La guitarra” (Los auténticos decadentes) el jingle muestra al pibe apático y por completo desinteresado de lo que se ponía en juego, y a su padre, un tipo con plena conciencia política. Dice el pibe de la canción: “Yo no quiero ir a votar, no me quiero pelear, no voy a sufragar/ No es importante mi opinión, que lo trabajen lo resuelvan y me digan…”. El padre no tarda en responderle: “Vos, mejor que milites, jugás para Milei, sos boludo o te hacés/ Hay que poner los huevos sobre la mesa, si no votás voy a romperte la cabeza…”. Una postal más de los desarreglos etarios en que anda la rebeldía.[1]
Las tecnologías se comportan —en este, el siglo de la prisa— como poderosos extractores de tiempo vital. Y de datos, en cantidades astronómicas. Un filósofo coreano, que vive en Berlín, advirtió respecto del smartphone como un objeto digital de devoción, incluso como un objeto de devoción de lo digital en general. Como el rosario, que es también, en su manejabilidad, una especie de móvil. Ambos sirven para examinarse y controlarse a sí mismo. “La dominación aumenta su eficacia al delegar a cada uno la vigilancia. El me gusta es el amén digital. Cuando hacemos clic en el botón de me gusta nos sometemos a un entramado de dominación. El smartphone no es solo un eficiente aparato de vigilancia, sino también un confesionario móvil. (…) es la iglesia, la sinagoga global (literalmente, la congregación) de lo digital”.[2]
Agrego que, por su devastadora potencia performativa, incide directamente en la construcción de subjetividad, de emotividad, de sociabilidad. Es verdad que hay quienes se convencen a sí mismos de que “yo domino mi relación con las pantallas”. No es demasiado diferente del discurso de quienes tienen serios problemas de relación con alguna sustancia y viven esa adicción en la convicción de que “la tienen bajo control”. Sin embargo, no hay iglesia con más fieles en el mundo: somos devotos de misa diaria, a toda hora, en todo lugar.
Enmendar lo roto
Mientras tanto —y los datos, en ese sentido, son abrumadores— lo que se va rompiendo, es la emotividad, la sociabilidad, la solidaridad, el encuentro con lo evidente: ni siquiera hace falta hacer una investigación de campo muy sesuda para saber que tenemos un problema gravísimo entre lo inevitable de la presencia de la tecnología en nuestra vida cotidiana, en nuestros espacios educativos, en nuestra forma de sociabilidad y la captura que de todos esos espacios se genera a partir de los dispositivos de poder performativos de estas tecnologías.
Una investigación reciente compara jóvenes 2010 versus jóvenes 2020, y se aprecia lo siguiente: un aumento del 134 por ciento de la ansiedad; un 106 por ciento de la depresión; un 100 por ciento la anorexia; un 188 por ciento (en las mujeres) las autolesiones de urgencia. Los suicidios aumentaron en un 91 por ciento en los muchachos; y, en muchachas, 167 por ciento.
Otro dato, esta vez relacionado con las relaciones sexuales en una Universidad de California, entre jóvenes de 18 a 30 años. El 38 por ciento no tuvo relaciones en el último año versus el 22 por ciento en 2011. En Francia el 28 por ciento de los jóvenes no tuvo sexo en el último año versus solo el 5 por ciento en 2006.[3]
El narcotráfico genera un cierto tipo de subjetividad en relación con la resolución del conflicto (un balazo en la cabeza, ¿o acaso no vieron a la muchachita de 14 años buscando a “la de Matemáticas”?). Las relaciones, los vínculos personales, cooptados por la pantalla, influyen en nuestro tiempo vital: genera otro tipo de subjetividad.
La inútil prepotencia de tener razón
No pocos analistas, en estos días agitados, se aferraron a una vieja regla de la política argentina para leer el resultado electoral del domingo 7: el único que tiene razón es el que gana. Ajá. Pregunto: ¿y desde cuándo tener razón es una máxima que pueda ser útil para construir la mayoría que resulta imperioso construir para salir de este delirio de crueldad y destrucción?
El desafío de la política —y el de la imaginación constructiva— fue siempre, y será siempre, el laborioso arte de encontrar razones comunes en un colectivo diverso por definición: un proceso político de construcción de identidad colectiva.
¿Hay, acaso, un triunfador más claro que quienes visibilizaron —con su lucha tenaz— el desastre sanitario y científico que el gobierno desató contra el Garrahan?; ¿que nuestros viejos y nuestras viejas aguantando los palos, los gases y la humillación todos los miércoles, para ponerle un nombre a la dignidad insobornable?; ¿que las familias de las personas discapacitadas, y ellas mismas, mordiendo la rabia y la impotencia de ver que les sacaban lo poco que tenían en su injusta y desgarradora batalla cotidiana para que vaya a parar en el bolsillo de una chorra con carné? ¿que las científicas y los científicos del Conicet, en su labor silenciosa y cotidiana para que este sea un país soberano en la producción de conocimiento?; ¿que las mil resistencias que tejen el mapa solidario de las mayorías silenciosas que sostienen esa secreta intimidad llamada pueblo?
Allí hay que buscar a quienes ganaron el 7S porque dijeron fuerte y claro que un legado no se mancha con la mugre de una mafia a la que todos los días se le cae una prenda y va quedando con las vergüenzas al aire. Dirán que lo que el “votante” busca es solo bienestar. Nada de discusiones ideológicas, sino el sencillo expediente de una vida diaria un poco más fácil, algo imposible con desempleo alto y salarios estancados.
Mas, no es sólo lo económico. La LLA llegó a los comicios golpeada por un escándalo que involucró a la Agencia Nacional de Discapacidad, con denuncias que resonaron fuerte, y antes de la votación el Congreso revocó un veto presidencial que afectaba fondos para discapacidad, lo que vino a sumar a la percepción de falta de coherencia entre lo que se anuncia y lo que se hace.
Unidad y después
Por supuesto que, en ese contexto, la unidad expresada en Fuerza Patria fue clave. Porque, aunque pespunteada en la hora ultimísima y con puntos corridos aquí y allá, fue una sola manta y eso la definió como una herramienta que es preciso cuidar, aun cuando las primeras reacciones no hayan vestido los trapos de la necesaria modestia, sino los de una mezquindad que alerta sobre lo profundo que sigue calando el haber perdido la conversación cotidiana con nuestra gente. ¿O acaso alguno auguró la diferencia que sentenció la urna?
Ni una pizca de épica, más bien una estrategia de volver a lo seguro: movilizar lo propio, activar los canales de contacto, sacar provecho del malestar visible, y presentar una alternativa creíble para quienes tenían dudas. Y no solo eso: el peronismo en su cuna, desperezándose de su desconcierto, para asumir el reto de la historia.
La derrota del gobierno es más que un golpe de imagen. Es una señal de que los tiempos de tolerancia ante la adversidad económica se están acortando, y que el voto exige resultados concretos. Milei todavía conserva parte de su base, pero no podrá ignorar tanto los números como las voces que ya reclaman cambios tangibles. Este retroceso los obliga a revisar estrategia, discurso, acciones inmediatas. Para la oposición, ofrece un aire de esperanza: no por triunfalismo, sino porque sentimos —por primera vez en estos casi dos años— que ya no estamos solos. En los barrios bonaerenses, el humor sigue siendo mezcla de ironía y cinismo que, más que risa, trae alivio con aquello de que “no hay peor derrota que la esperanza defraudada”.

Mientras, en Tucumán, se va enredando enredando/ como en el muro la hiedra/ y va brotando brotando/ como el musguito en la piedra la paradoja nuestra de cada día. En la noche del miércoles, en la muy pituca Yerba Buena, el gobernador Jaldo, que se anotó entre los primeros y entusiastas mileístas, ahora se dice dispuesto a cortarle la peluca. Y, cuando nos disponemos a enviar este artículo, Karina Milei llegaba al populoso Club Villa Luján, con su demanda de tres por ciento y nada por aquí y nada por allá para ofrecer, salvo sangre, sudor y lágrimas porque, como está todo, no hay cometa que alcance. ¿Se siente en el aire de la provincia la brisa de esperanza que asoma en la inminente primavera de la inmensa Buenos Aires?
La victoria no se canta con euforia, y tiene más de refugio que de épica. “No es que los aman a ellos. Es que no nos bancan más a nosotros”, reconocía, off the record, un referente de LLA del interior bonaerense. Séneca, en sus famosas Epístolas a Lucilio, trata acerca de la convivencia como una arquitectura del cuidado: “La sociedad se parece a una bóveda, que se desplomaría si unas piedras no sujetaran a otras, y solo se sostiene por el apoyo mutuo”. Somos una urdimbre tejida laboriosamente. También eso dice el triunfo del 7S: que necesitamos salir de las discusiones que lo olvidan para asumir el reto impostergable de hacer nuestra la brisa de esperanza que está en el aire.
[1] https://www.instagram.com/reel/DNY2bv2x2ES/?hl=es
[2] Han, Byung-Chul (2014): Psicopolítica, Herder, Madrid. Disponible en: https://www.inep.org/images/2025/TXT/2021-Han-Psicopolitica.pdf
[3] Coloquio Gran Sur – Mesa 3: Re-pensar las nuevas tecnologías, apropiarse de ellas. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=XV9FXx8j4io&t=4461s