Rafael Correa irrumpió en la política ecuatoriana como un tifón. En tan sólo un año, con un partido (Alianza País) con más voluntad que cuadros y montado sobre el descrédito de “la vieja política”, alcanzó la presidencia con un margen considerable de votos. Diferencia que buscará utilizar para forzar a un Congreso, que desde el vamos lo tendrá en contra, a someterse a los cambios que le propuso al país, incluida la disolución del propio parlamento.
Con votos suficientes pero sin el más mínimo respaldo en el Legislativo, con una corta trayectoria política pero extensa en el mundo universitario donde se forjó como militante antiimperialista y economista enemigo de todo atisbo de neoliberalismo, Correa dice recoger “la espada de Bolívar que camina por América Latina”. Con ella impulsa una Asamblea Constituyente que no figura en la Constitución, una renegociación de la deuda externa y una “independencia” con el principal socio comercial del Ecuador, los Estados Unidos, que fácilmente puede traducirse en un enfrentamiento a juzgar por el tono con que se refiere a Washington desde aquellos 106 días de ministro de Hacienda de Alfredo Palacio, tras el golpe de Estado de Abril del 2005. Cualquier semejanza con Chávez no es pura coincidencia.
Correa se declara amigo del presidente venezolano. Amistad que comenzó como una simpatía de militante y se reforzó después, desde el Ministerio, cuando negoció la compra de bonos de deuda ecuatoriana en Caracas y un acuerdo para destilar petróleo a precios favorables. Aquel acercamiento terminó costándole el cargo pero le abrió las puertas a la presidencia.
Pero a pesar de los caminos similares al que Chávez adoptó hace 8 años, que escogieron Evo Morales en Bolivia o en que sucumbió Ollanta Humala en Perú, no hay en América del Sur dos países con coyunturas políticas y realidades económicas gemelas. Ecuador no es Venezuela y a pesar tener una considerables población indígena (40 por ciento) tampoco es Bolivia.
Correa no tiene pasado militar y tampoco de sindicalista cocalero. Carece de todo respaldo castrense y no puede ostentar el título de “primer outsider” de la política local, porque ese título lo ostentó antes Lucio Gutiérrez -de quien ahora dependerá en buena parte para que su proyecto no naufrague-, quien también había propuesto en su momento la Constituyente pero no quiso violar la Constitución y ahí quedó: preso de sus contradicciones de entonces y de un Congreso y militares impiadosos.
En la noche del domingo, en sus primeras declaraciones como presidente electo, este economista de 43 años, se mostró conciliador, de brazos abiertos para los opositores de “manos limpias”, pero no se corrió un ápice de su proyecto, a sabiendas que salvo las primigenias alianzas que viene tejiendo con el Partido Socialista (un diputado), el indigenista Pachakutic (seis) y con uno de los barones de la denostada y “mafiosa vieja política”, el ex presidente Rodrigo Borja de la Izquierda Democrática (ID, 13 diputados), carece de total apoyo en un Parlamento que en la última década está más acostumbrado a corromperse y a voltear presidentes que a llegar a acuerdos de gobernabilidad.
Mientras lo felicitaba por su triunfo y le deseaba suerte, Gutiérrez -quien liderará desde su casa la segunda mayoría del Congreso con 24 diputados de los 100 que lo integran- le advirtió que la Constituyente no pasará por encima del Legislativo y le pidió que “haga pública una agenda de temas para llegar a acuerdos mínimos y garantizar los cambios necesarios, incluso nuevas instituciones, dentro de la Constitución”.
Si a esto se le suma la primera mayoría de 28 congresistas que ostentará los derechistas PRIAN del siempre derrotado y despilfarrador Álvaro Noboa y del Partido Socialcristiano, liderado por el caudillo León Febres Cordero, el proyecto de Correa sólo es viable mediante una movilización popular de la que dudan hasta los analistas de izquierda como Alexei Páez, de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
Con una coyuntura económica favorable, al igual que los gobernantes vecinos, sustentado la dolarización -a la que denosta pero responsablemente no pretende romper en lo inmediato- financiada mediante la renta petrolera y por la remesas de un sector de las víctimas de ese neoliberalismo que fracturó al país, compuesto por 1,3 millones de inmigrantes, Correa contará con el margen suficiente para una política económica volcada a los sectores populares.
Por eso ahora le llegó la hora de reflexionar -El propio Borja advierte a quien quiera oírlo que “si me acerqué a él es porque se que se lo puede hacer recapacitar”-, en eso de evitar el choque de poderes y arriesgar a convertirse en la Correa de transmisión alternativa, distinta a todo lo conocido hasta ahora, de esa maquinaria de fagocitar gobiernos en la que se convirtió este país fracturado socialmente y fragmentado políticamente, amén de la polarización planteada en las urnas.
Sin duda el presidente electo, quien se adjudicó el rol de “instrumento del poder ciudadano” entró a sabiendas en una encrucijada. O aprovecha el margen de votos para forzar una negociación equitativa con esa “vieja política” o decide jugar fuerte con su proyecto extraído de la historia venezolana reciente. De uno de esos dos caminos y de la habilidad -en medio de su inexperiencia política-, que demuestre Correa, depende que su gobierno llegue al 2011 o que siga el camino de sus antecesores como Gutiérrez (2003-2005), Jamil Mahuad (1998-2000) y Abdalá Bucarám (1996-1997). O sea el de un país ingobernable contra el que intentaron expresarse los ecuatorianos.