¿Cómo sostener lo insostenible? ¿Cómo creer en lo que no existe? ¿Es posible ignorar la realidad? A través de un breve análisis, las teorías sobre la disonancia cognitiva nos permiten comprender un mecanismo de convencimiento tanto personal como colectivo. En última instancia, nos enfrentamos a un dispositivo de poder.
En el Chicago de los años 1950, Dorothy Martin lideraba una secta que divinizaba a los extraterrestres, conocidos como “seekers”. Gracias a contactos telepáticos, Dorothy estableció comunicación con los habitantes del planeta Clarion, que le avisaron una inundación masiva para el 21 de diciembre de 1954. Frente a la inminencia del Apocalipsis, los seekers lo abandonaron todo y se prepararon para ser rescatados por platos voladores durante esa noche nefasta. Al menos, ellos sobrevivirían en Clarion. Pasó la noche, y nada. Entonces sería el 24 de diciembre, sin duda. De nuevo, nada. Decepción. En ese momento, Miss Martin recibió un mensaje telepático: gracias al fervor demostrado por la secta, toda la Tierra había sido perdonada. ¡Estalló la alegría! Sin que Dorothy lo supiera, había una especie de Mago de Oz infiltrado en el grupo junto con otros colegas. Era Leon Festinger y otros psicólogos sociales. Así pudo observar el comportamiento de los “seekers”, que creyeron en la telepatía, en los OVNIS, en el inminente fin del mundo, asuntos reñidos con cualquier conocimiento científico. Y, frente al fracaso de las predicciones, lograron continuar con la misma actitud gracias a una interpretación a posteriori de los hechos que les aportara plena justificación de lo sucedido.
Es lo que relata Festinger en When the Prophecy Fails (Cuando falla la profecía), publicado en 1956. Lejos de decepcionarse, los seekers tenían entonces la prueba tangible del poder que ostentaban, pues habían salvado al mundo. Aumentaron el proselitismo, lo que evitaba cuestionamientos y justificaba la conducta adoptada, por irracional que fuera. De allí surgió A Theory of Cognitive Dissonance (La teoría de la disonancia cognitiva), que data de 1957. Veamos un ejemplo. Una persona suele considerarse inteligente, es algo que sucede a menudo entre los humanos. Pero resulta que esa misma persona comete un grave error en el trabajo. Aquí entra en conflicto la creencia en la propia pericia y el resultado negativo, lo que genera “disonancia”. ¿Cómo puede ser que si yo soy tan vivo me tenga que comer este semejante garrón? Surge la necesidad de reducir esa “disonancia”. Como el hecho ya sucedió, queda cambiar de creencias, actitudes o encontrar justificaciones que reduzcan el malestar provocado por la disonancia. “El individuo intentará reducir la disonancia cambiando elementos cognitivos, agregando otros que sean consonantes o modificando su conducta para restablecer la coherencia”, argumenta el autor.
Tal es la riqueza de ese marco teórico que no faltaron seguidores de Festinger para probar esas categorías en campos más vastos, como por ejemplo la disonancia a escala de las sociedades. Un ejercicio peligroso, pero que fue capeado con método y estilo en la publicación de Mistakes Were Made (But Not by Me), escrito por Carol Tavris y Elliot Aronson (2007). Significa algo así como “Se cometieron errores (pero yo no fui)”, una obra que merecería un lugar de privilegio entre las parodias políticas si no fuera tan trágico y real. En efecto, Tavris y Aronson sostienen que “la disonancia cognitiva” en política “es la razón por la cual la gente persiste en creencias falsas, justifica decisiones dañinas y defiende acciones inmorales”. Nada menos. Esta actualización doctrinaria parte de la obra de Festinger —centrada en la vida personal—, pero ahora se extiende al análisis de la política y las instituciones. Para los autores, la disonancia cognitiva no es sólo un acontecimiento psicológico personal, sino un hecho social que marca la política.
El portal estadounidense NPR refiere que la frase “se cometieron errores” recorre la política norteamericana. Desde que la pronunció el presidente Grant en 1876 frente a los escándalos de corrupción que beneficiaron a los “Robber Barons”; resurge en 1973, cuando el portavoz de Nixon habló en esos términos del caso Watergate; la utiliza Ronald Reagan en 1987 en referencia al financiamiento de la Contra nicaragüense en base a dinero del narcotráfico y la venta (prohibida) de armas a Irán; en 1998 Bill Clinton trató de apaciguar un turbio asunto de financiamiento electoral con las mismas palabras. Bush lo reformula en 2006 al hablar de la guerra en Irak: “Cualesquiera que sean los errores que se hicieron en Irak, el peor error hubiese sido pensar que si no hacíamos nada, los terroristas nos hubiesen dejado tranquilos”. El hecho de que no existieran armas de destrucción masiva —el motivo de la guerra— ya pasa a un plano secundario. “Ahora vivimos en un mundo más seguro”, siguió Bush, en el ejercicio contrafáctico que acompaña toda disonancia cognitiva. Es como decir que se frenó una hiperinflación de 17.000% anual, que jamás existió.
Por cierto, la guerra es uno de los temas que tratan Tavris y Aronson sobre los pasos de Festinger. Así, la guerra de Vietnam es considerada como una lucha de la libertad contra el comunismo, cuando en realidad fue una guerra colonial. Así es como las torturas, masacres y bombardeos cometidos contra una población campesina fueron justificadas por la necesidad de defender al “mundo libre”. Las atrocidades alcanzan la épica moral. Del mismo modo, era imposible retirar las tropas habida cuenta del empeño realizado. De nada valió que un lúcido consejero de Johnson le recomendara al entonces presidente norteamericano “declaremos la victoria y vayamos de ahí”. “Cuando un gobierno ha invertido vidas y recursos en una guerra”, afirman los autores, “admitir el error se vuelve casi imposible; cada pérdida aumenta la necesidad de justificar la guerra”.
Y ya que la política es la continuación de la guerra por otros medios, veamos el funcionamiento de la disonancia cognitiva en las motivaciones partidarias, según Tavris y Aronson. De nuevo, el humano se cree racional, y hasta respetable. Decide apoyar a un candidato que, o sea digamos, promete terminar con todos los vicios públicos, elevar las condiciones de vida y combatir una casta jamás bien identificada del todo. Además, se manifiesta contra el Estado, causa de todos los males del país desde hace más de cien años. Claro, no es el ejemplo que usaron los autores, pero calza a la perfección. Lo siento, tuve que hacerlo. Es que el propio Milei es un caso de “disonancia cognitiva” en grado extremo: odia al Estado, es jefe de Estado, pero es “el topo que destruye al Estado desde adentro”, con la dudosa épica de considerar que está “atrás de las líneas enemigas”. Al cabo de un tiempo, el votante de Milei advierte que sigue la corrupción e incluso aumenta; bajan los salarios, cae la actividad económica; aumenta el endeudamiento externo; la educación, la salud y la ciencia son desfinanciadas; aparecen escándalos ligados al narcotráfico. Quedan opciones: la persona puede cambiar el comportamiento y votar otras alternativas. Pero también puede cambiar las percepciones en busca de la imposible justificación. Es que “cuanto mayor el compromiso con una creencia o acción, más difícil resulta admitir que estaba equivocada”, afirman los autores. Es así como dirá que no había otro camino, que es mucho el trabajo por hacer, que los demás son peores, que hay que sufrir primero para estar bien después.
Por supuesto, ese movimiento de la conciencia no está solo, sino que se encuentra bien acompañada por los medios masivos de comunicación que propalarán las bondades de Milei y las maldades de los adversarios. De esta manera, aplanarán cualquier cuestionamiento, puesto que se trata de una lucha entre el bien y el mal, y nadie quiere estar del lado del mal, y encima equivocado. “Cuando la identidad política está en juego, la disonancia se convierte en una fuerza que solidifica la polarización”, escriben Tavris y Aronson. Es la construcción de un relato producido por la disonancia cognitiva que provoca y por las modalidades para reducirla, transformada ya en un dispositivo de poder. Los autores incluso evocan la memoria —personal, colectiva— como una instancia necesaria. Las vivencias que acreditan la reducción de la disonancia tendrán más importancia que los recuerdos que atestiguan lo contrario. ¿No me creen?
¿Por qué Cristina es culpable, aunque no haya pruebas? Porque nosotros la condenamos. ¿Por qué Nisman tiene razón? Porque “fue asesinado”, aunque la evidencia apunte al suicidio. ¿Por qué votar ricachones? Porque tienen tanta plata que no van a robar. ¿Por qué hay que pagar la fiesta populista? Porque fue un festival de planeros, aunque la cantidad de planes disminuyó en los gobiernos de Néstor y de Cristina. ¿Por qué hay que sacar las jubilaciones por moratoria? Porque no hicieron los aportes, incluso si tal obligación correspondía a los empleadores que los negrearon. ¿Por qué los libertarios pierden elecciones? Porque a los negros les gusta cagar en un balde, no por las catastróficas consecuencias de las políticas de ajuste perpetuo. ¿Por qué son pobres? Porque les gusta, o tomaron malas decisiones, o los papás —si tienen— no los mandaron a Harvard, pero no por la brutal transferencia de ingresos de los sectores populares hacia los estratos superiores a través de menores ingresos, precios y tarifas dolarizadas.
La disonancia cognitiva debe reducir el campo del pensamiento a un ejercicio en el cual cada problema tiene una respuesta que legitime el interés dominante, aunque no concuerde en lo más mínimo con los hechos. El intento de construir una consonancia cognitiva sobre la base del pensamiento crítico es descartado de inmediato. Una vez más, los medios: los colectivos que representan a las diversidades sexuales buscan castrar a los niños; las feministas asesinan bebés; la ESI pervierte a niños y adolescentes; los zurdos nos quieren convertir en Cuba o en Venezuela; los criminales son todos extranjeros; basta con aumentar las penas para bajar el delito… ¡No hay que perder el esfuerzo realizado! ¿Quiénes hicieron ese esfuerzo? ¿En qué consistió? ¿Para beneficio de quiénes? ¿Lleva a algún lado? Ah pero el “esfuerzo”. Que no se pierda, como el oro del Banco Central. O sea digamos.
Es aquí donde constatamos que en el campo político la disonancia cognitiva no es un tema racional, sino existencial. Y si algo falla, siempre es culpa de otros. Abandonamos la reflexión y nos adentramos en el “esencialismo”, estadio superior de la disonancia. Según el amigo Bourdieu, “el esencialismo es la matriz de toda forma de dominación simbólica: fija lo que es móvil, naturaliza lo que es histórico”. Nada mejor para establecer y mantener relaciones de poder. De algún modo queda sancionado el comportamiento de aquella secta que esperaba catástrofes y ovnis salvadores, como quien espera rescates en dólares de parte de Estados Unidos. Bien podríamos invertir una remanida frase atribuida al Quijote: “Cosas crederes que non vederes.”