En los años de la dictadura yo trabajaba de redactor en una agencia de publicidad y, a la vez, escribía guiones de historietas, colaboraba en una revista de humor y, por las noches, me internaba en mi primera novela. ¿Por qué esta actividad desesperada? ¿De qué tenía miedo? No hace falta aclararlo: no era miedo. Era terror. ¿Qué delito había cometido? Como muchos, la mayoría de mi generación, había confiado que era posible un mundo más justo. Creíamos, por dentro o por fuera del peronismo, que la lucha de clases era el motor de la historia. No estábamos lejos de una verdad. Si lo hubiéramos estado no habría sido tan cruenta la represión que ejecutaron los poderosos. Desde este presente en el que se nos pretende convencer de que no hay más grandes relatos, al recordar ese período, los ‘70 y lo que vino después, el terrorismo de estado, es fácil adoptar un cierto heroísmo mediante la victimización. Pero, lo sabemos, presentar credenciales de héroe o de víctima, lo uno por lo otro, y viceversa, no garantiza alcurnia de sobreviviente. En mi caso, nada de eso. Sobreviviente, a secas. Por azar, si lo prefieren.
Elijo hablar en primera persona. Me hago cargo de mi historia. Porque no creo que pueda hablarse de una historia social si no se tiene en cuenta la historia personal. Por entonces yo estaba separándome. Con mi ex habíamos refugiado algunos amigos perseguidos. Era extraño pasar por mi ex domicilio a buscar a mi hija mientras controlaba con la mirada que no hubiera ningún Falcon verde a la vista. Todos los días uno se enteraba de la “desaparición” de un amigo, alguien cercano, un conocido. Fueron años de exilio. Para los exilados, los que nos habíamos quedado éramos sospechados de colaboracionismo. Para nosotros, los que habían logrado rajarse, quienes se fueron habían zafado. Unos y otros, exilados de nosotros mismos. Pude rajarme. Me quedé. Y esto tampoco me convierte en héroe. En la agencia de publicidad un redactor amigo repartía, en secreto, el periódico Ancla. En esa agencia también había un ejecutivo que se jactaba de haber bombardeado la Plaza del ‘55. Ese ejecutivo había descubierto que Ancla se repartía en la agencia y se había empecinado en descubrir al distribuidor y a sus lectores. Entonces, mientras en las calles los Falcon verde patrullaban buscando nuevas víctimas, mi padre, empleado municipal, fue sumariado por los funcionarios militares y padeció su primera esquemia. Entonces se despeñó en una enfermedad neurológica. Cerca de la casa paterna estaba el Olimpo. Me acuerdo del silencio que se instalaba en los colectivos cuando pasaban frente al chupadero. Aturdía ese silencio. Aún enfermo, una mañana mi padre quiso impedir que tres matones subieran a una chica a un Falcon verde. No pudo. La chica secuestrada gritó un número de teléfono. Mi padre volvió a casa llorando. En el camino a casa había olvidado el número.
Yo alquilaba un departamento en la 9 de Julio, un ambiente en un edificio de oficinas. Por las noches soñaba que venían a buscarme. Al despertarme, corría el colchón de lugar. Una mañana me desperté en la cocina, junto al horno. La amenaza te alcanzaba siempre, donde estuvieras. Una noche, con una amiga, cuando volvíamos de casa de unos amigos en Olivos, pasamos por la cancha de River donde se jugaba el Mundial. Ahí nomás estaba la ESMA. Transcurría el invierno de 1978. Nadie podía ignorar, aunque hoy muchos sostengan lo contrario, lo que ocurría adentro de la ESMA. Cada tanto uno se enteraba de alguien que había caído. Cada tanto, siempre, alguna, alguno. Mientras, yo escribía: todo el tiempo escribía. Sin parar. Bebía. Mejor dicho, chupaba. Por miedo a ser chupado, chupaba. Perdí el sueño casi por completo. Al emborracharme jugaba con el suicidio. Sin embargo, en los intersticios del terror, había algunas alegrías. Todas tenían que ver con pequeñas solidaridades. Un amigo me recomendó un psiquiatra. Fui medicado. Para simular una normalidad me hice adicto a las pastas. Me costó años librarme de esa adicción.
Después, después del terror y una guerra, la democracia. Me acuerdo: los que volvían y los que nos habíamos quedado. Todos, quebrados. No obstante, teníamos una esperanza. Recién a partir del ‘83 creí volver, parcialmente, a parecerme al que había sido antes del ‘76. Sin embargo, ya no podía ser ese. Lo supe: no volvería a ser otra vez el mismo. Me había pasado algo de la índole del milagro: estaba vivo. Y quería contarlo. Lo intenté varias veces. Aún cuando intento alejarme de la temática de esos años, no puedo. Esa, esta, es mi historia. A ver si me explico: antes tenía miedo de ser secuestrado. Hoy temo que me pueda boletear un pibe chorro. Una anécdota: hace unos meses, en Villa Gesell, la localidad donde vivo, unos pibes chorros me afanaron la compu donde estaba escribiendo un programa de taller de lectura para esos mismos pibes. Ser escritor, ser “progre” y estar a favor de estos pibes no me iguala a ellos. Hay una sola forma de leer la contradicción que presenta esta anécdota personal. Y es desde la lucha de clases. Si ser democrático es aceptar esta realidad, tal vez no soy tan democrático. Resentimiento, se me reprochará. Tampoco me inquieta. Es un motor tan arltiano como potente el resentimiento. En consecuencia, no me disgusta pensar que a veces se escribe por venganza.
Cuando empecé a escribir esta memoria me disponía a recordar los años de democracia. No puedo, no me sale. Sí, en cambio, se me impone contar su antes: los años negros de la dictadura. La dictadura quedó atrás, me dirán. Por supuesto, algo cambió. Yo también cambié. Suelo ser más tolerante que estas reflexiones que escribo. Tuve dos hijas más. Y hace unos días, un varón. Cuando lo miro dormir a veces me resulta imposible no acordarme de quién fui en los setenta. Quien cuenta esta historia ya no es el que la vivió. Hoy la cuenta otro. Además, cuando uno escribe siempre es otro. Pero algo persiste de aquel que fui: esa memoria no se borra por más democracia de la que uno pueda jactarse. La memoria, a su manera, es dictadora. Aunque uno pretenda esquivarle el bulto a ciertos temas, tarde o temprano esos temas terminan arrinconándolo a uno. En consecuencia, soy de los que piensan que no hay cura para ciertos dolores. Reparación, me dirán. Sí, pero una reparación no es una cura. De acuerdo: no es poco lo que se ha logrado en derechos humanos. Y lo celebro. Aunque admiro y reinvindico la lucha de las Madres y las Abuelas, sigo pensando que por más castigo y juicio a los culpables que apliquemos, el daño está hecho. No hay cura. No hay retorno. Nadie nos devolverá los amores y los amigos muertos. Nadie. Tampoco, quienes hoy tienen mi edad, podemos cambiar de tema. Estamos marcados. Y esta marca, para emplear una metáfora de campo, es una yerra. Los enemigos, que ahora cambiaron la picana por una cacerola, son los mismos. Los perdedores también. Con una diferencia: los perdedores ahora son más. Y a veces piensan igual que el enemigo. Es que los perdedores, concientizados por la impunidad autoritaria de los medios que le chuparon los huevos a la dictadura, esos mismos medios que hoy se quejan de la falta de “libertad de prensa”, digo, hacen que los perdedores estén en más de una oportunidad a favor del enemigo.
Quizá, me pregunto, este sea otra vez, como en los setenta, el momento de pensar la democracia como una anestesia de la lucha de clases. ¿O es que no hay más ricos y pobres? Con la democracia, es cierto, aprendimos buenos modales, pero no todavía a solucionar los conflictos dramáticos de una sociedad depredada.