La clasificación de las armas no tiene sentido

Por Patrick Barriot y Chantal Bismuth.- Edición Le Monde Diplomatique. El diplo Cono Sur Número 47 – Mayo 2003

La distinción entre armas convencionales (lícitas) y armas de destrucción masiva (ilícitas) resulta infundada, además de ajena a los sufrimientos humanos que unas y otras producen. La miniaturización y la dosificación de los efectos hacen pasar subrepticiamente a la misma arma de un rubro a otro. Simultáneamente, se borra la frontera entre ataques anti-fuerzas militares y ataques anti-ciudades, a favor de la noción de “objetivos militares legítimos” que incluyen sedes de prensa, como se vio en la guerra de la OTAN contra Serbia y en la reciente invasión a Irak.

¿Cuál es el fundamento de la distinción entre armas convencionales y armas no convencionales (nucleares, radioactivas, biológicas y químicas, llamadas NRBQ o armas especiales), oportunamente consideradas armas de destrucción masiva? ¿El criterio de discriminación se funda en su poder mortal desmesurado o en un mecanismo de acción letal bárbaro? En otras palabras, ¿se trata de criterios cuantitativos o cualitativos?

Para cualquier médico, la clasificación mecánica basada en los efectos o en los sistemas de acción del armamento, no sólo es inaceptable a raíz del sufrimiento que causan a la población, sino además infundada. El poder de fuego de las armas convencionales es tan mortífero como los efectos de las llamadas armas especiales.

Las campañas de bombardeos aéreos masivos y sistemáticos desde gran altura, parte integrante de la doctrina oficial de los países supuestamente civilizados desde hace más de cincuenta años, rivalizan en poder destructivo con las actuales armas NRBQ.

Sin embargo, las más atroces armas convencionales despiertan escasa reprobación oficial. Los tratados y las declaraciones de intención son incapaces de erradicar, entre otras armas, las minas antipersonales o las municiones de fragmentación, que mutilan a los campesinos y a los niños en las zonas rurales.

Por su parte los terroristas, tan pragmáticos como inhumanos, suelen recurrir a medios convencionales de probada eficacia: bombas caseras, vehículos cargados de explosivos, lanzagranadas.

Un kamikaze que hace estallar su carga explosiva en un lugar público mata más personas que los 39 Scud iraquíes disparados contra Israel durante la primera guerra del Golfo (1991). Un solo hombre basta para disparar un misil Sam-7, capaz de derribar un avión durante el despegue y causar cientos de muertos; un avión secuestrado por un pequeño comando suicida puede derribar un enorme edificio y causar miles de muertos.

Asimismo, el atentado con gas sarín cometido por la secta Aum en el metro de Tokio, el 20 de marzo de 1995, causó la muerte de doce personas; las cartas con ántrax mataron otras cinco en Estados Unidos en el otoño de 2001, y los atentados explosivos de Bali y de Grozny dejaron 192 muertos el primero y 80 el segundo.

Timothy McVeigh no necesitó una “bomba sucia” para desatar el terror en la ciudad estadounidense de Oklahoma City; una sola carga rudimentaria alcanzó para cometer un atentado mortal en la estación Port-Royal del metro de París, mientras que unos pocos cuchillos le alcanzaron al comando suicida que el 11 de septiembre de 2001 perpetró una verdadera matanza en Nueva York.

Destrucción tecnificada

En realidad, la única clasificación válida sería la que toma en cuenta los sufrimientos infligidos a los seres humanos. ¿Por qué una quemadura térmica clásica producida por una munición convencional sería menos grave que una quemadura química vesicante, o una causada por armas de microondas? ¿Por qué una bomba asfixiante como la “Fuel Air Explosive” (FAE), verdadera cámara de gas a cielo abierto, es más tolerable que una bomba de cianuro que bloquea la utilización celular del oxígeno? Para un médico no existe una forma convencional de destruir a un ser humano.

Por otra parte, los mecanismos de acción de las armas de última generación producidas por los laboratorios de distintos Estados, están protegidos por el “secreto de defensa” (en realidad “secreto de agresión”). Las autoridades desearían que se les otorgue un salvoconducto de arma “convencional”.

Las armas nucleares y radioactivas de última generación ni siquiera son mencionadas en los tratados, ya sean armas miniaturizadas de efecto selectivo, de microondas de gran potencia o de rayos de partículas. Especulando con la miniaturización y con la modulación de sus efectos, se logra mantenerlas en una penumbra de clasificación propicia a la violación de todas las convenciones.

Así, los creadores de la minibomba nuclear B 61-11 (mini-nuke) ponen de relieve la versión liviana (0,3 kilotones en equivalencia TNT), pero se mantienen discretos sobre la versión más potente, comparable a varias bombas de Hiroshima. ¿Quién puede decir dónde se sitúa el umbral crítico de proscripción legal, más allá del cual un arma anti-fuerzas se convierte en una anti-ciudades, una táctica se convierte en arma pre-estratégica y luego en estratégica?

En cuanto a las armas biológicas, los progresos de la ingeniería genética permiten actualmente la obtención de la secuencia y la manipulación del genoma de los agentes biológicos patógenos para el ser humano.

Las llamadas armas de cuarta generación, que sólo están al alcance de los laboratorios de ciertos Estados, poseen o poseerán efectos que en un primer tiempo serán difícilmente detectables, descriptibles o clasificables.

Probablemente no diseminarán ni la peste ni la viruela, pero tendrán efectos cada vez más selectivos sobre ciertas funciones, en particular cerebrales. Efectos cada vez más sutiles y hasta se podría decir cada vez más “naturales”.

Esas armas podrán alcanzar a grupos específicos, desactivar genes muy precisos, producir fenómenos fisiológicos de muerte celular (apoptose). ¿Qué tratado describirá sus efectos? ¿Qué convención las prohibirá?

Las armas químicas también aprovechan los avances tecnológicos y la porosidad de las clasificaciones. La militarización de los medicamentos, a raíz de la militarización de los agentes biológicos, constituye una sustracción forzada a la medicina.

Actualmente se habla de “medicamentos de asalto” al servicio del antiterrorismo, a mitad de camino entre el gas anestesiante y el gas de combate. Las armas químicas del mañana posiblemente ya están ocultas en las páginas del diccionario Vidal de medicamentos. Presentadas como no letales, en realidad tienen un poder mortífero en dos tiempos: paralizan al enemigo antes de ejecutarlo.

Durante la toma de rehenes ocurrida en Moscú en octubre de 2002, que dejó al menos 117 muertos (además de los 41 terroristas chechenos), el problema esencial era saber si el producto utilizado estaba o no proscripto por la Convención Internacional sobre armas químicas. Al estar clasificado en la categoría de halógeno u opiáceo, su uso podía ser considerado lícito, y el drama del teatro de la calle Dubrovka podía ser comparado a un error terapéutico, ya que quienes utilizaron el producto sólo habrían cometido un error de posología.

Esos pases mágicos tecnológicos y semánticos hacen desaparecer el umbral crítico de prescripción y permiten pasar de una clasificación binaria de los sistemas de armas (autorizados/prohibidos) a una suerte de continuum del terror.

A mil leguas de toda forma de compasión o de humanidad, los sufrimientos humanos pasan a ser proezas tecnológicas y los hechos son suplantados por palabras. ¿Hay que eliminar de la lista de armas convencionales las bombas caseras llenas de clavos o de trozos de metal e incluir en la misma las armas de microondas o de haces de partículas?

Por otra parte, el ataque a un sitio industrial con bombas convencionales puede generar una contaminación (química, radioactiva o biológica) del medio ambiente, con consecuencias sanitarias catastróficas. En la década de 1990, la administración del presidente William Clinton había considerado la posibilidad de bombardear el reactor nuclear norcoreano de Yongbyon.

En Irak, durante la guerra del Golfo de 1991, la aviación aliada bombardeó la planta de armas nucleares de Tuwaitha, la de armas biológicas de Taji y la planta química de Fallujah. Durante la guerra contra Serbia (1999), la OTAN no dudó en bombardear el complejo petroquímico de Pancevo, lo que produjo escapes de productos tan altamente tóxicos como ciertos gases de combate.

Esa confusión de los efectos puede ser aprovechada para disimular la utilización de armas no convencionales en el marco de ataques preventivos. Nadie podrá decir si la contaminación registrada proviene de la bomba lanzada o del sitio bombardeado. ¡Sobre todo si se tuvo la precaución de convencer a la opinión pública internacional de que el Estado atacado dispone de numerosas armas no convencionales!

Los grupos terroristas pueden obtener el mismo resultado haciendo estallar una carga explosiva clásica en una central nuclear, en un laboratorio protegido de biotecnología (laboratorio P4) o en una planta química.

¿Entonces, para qué sirve la clasificación de las armas en convenciones que son sistemáticamente eludidas o violadas?

Al desarrollar toda una gama de armas nucleares miniaturizadas y al lanzar su reciente programa de defensa antimisiles balísticos, Estados Unidos esquiva tanto el tratado de no proliferación mundial como el tratado de defensa anti-balística (llamado AMB) de 1972.

Al oponerse a todo procedimiento de verificación sobre su territorio en el marco de la Convención de 1972 sobre la prohibición de armas bacteriológicas, Estados Unidos hizo que la misma se volviera inaplicable .

Otros países firmantes de esa Convención continúan desarrollando programas de investigación ofensiva en materia de armas biológicas, afirmando que se trata de “investigación defensiva”.

Otro argumento frecuente es el de las armas inteligentes, que permiten realizar ataques quirúrgicos y destruir objetivos, limitando los efectos adversos. Esa arma puede compararse con un bisturí electrónico, cuya intensidad es regulada para extirpar hábilmente los tejidos patológicos sin afectar los tejidos sanos adyacentes.

Las guerras recientes mostraron que la frontera entre los ataques “anti-fuerzas” y los ataques “anti-ciudades” era sinuosa y estaba mal trazada. No sólo la población civil resulta afectada, sino que a veces puede ser un objetivo declarado.

Durante las guerras de la segunda mitad del siglo XX, el porcentaje de víctimas civiles pasó de 10% a 90%.
El bombardeo “convencional” de Dresde y el bombardeo “no convencional” de Hiroshima fueron comparables en su horror.

“Objetivos legítimos”

La doctrina Mitchell 2, en vigor desde la década de 1930, estipula que toda intervención militar estadounidense debe estar precedida de ataques aéreos masivos. Esos bombardeos aéreos estratégicos destruyen más que nada las instalaciones civiles e industriales, pero dejan intacto el potencial militar del enemigo.

Las normas de la OTAN imponen los bombardeos a gran altura (más de 5.000 metros) para proteger a los pilotos de las defensas antiaéreas. A esa distancia resulta ilusorio diferenciar visualmente entre civiles y militares. El concepto de “cero muertos militares” está vinculado con el efecto “90% de víctimas civiles”.

Durante la guerra contra Serbia, la OTAN admitió abiertamente su voluntad de obtener un “efecto Dresde”, es decir, el agotamiento moral de un pueblo que ve cómo son bombardeados sus edificios, sus puentes, sus hospitales, las antenas emisoras de la televisión.

La distinción entre ataques “anti-fuerzas” y ataques “anti-ciudades” desapareció en beneficio de los “objetivos militares legítimos”.

En la noche del 22 al 23 de abril de 1999, la aviación de la OTAN tomó como blanco los estudios de la Televisión Nacional de Serbia (RTS) situados en el centro de Belgrado, matando a 16 periodistas que estaban en sus puestos de trabajo. Los medios de comunicación entraban en la definición de un “objetivo militar legítimo”.

Durante la guerra del Golfo, en 1991, los depósitos de agua potable de Irak fueron deliberadamente atacados. Por su parte, los embargos económicos toman a todo un pueblo como rehén, generando carencias y privando a los más necesitados de los productos de primera necesidad, como los alimentos o los medicamentos.

El embargo contra Irak causó más muertos que la bomba de Hiroshima, tomando en cuenta las respectivas secuelas médicas. Por todos esos motivos, los médicos consideran con mucho escepticismo las nociones de ataque quirúrgico y de efectos colaterales reducidos.

El ambiguo concepto de “reducción de daños colaterales” tiene más que ver con la preservación del potencial económico de un país que con la reducción de pérdidas humanas dentro de su población civil.

También en ese caso se trata más de una contorsión semántica y de una manipulación del lenguaje que de la cruel realidad de los hechos. Por supuesto, los terroristas hacen lo mismo y no dudan en dañar ciegamente a personas inocentes.

Las armas de alta tecnología son presentadas como inofensivas para la población civil, argumentando que están dotadas de efectos selectivos “anti-fuerzas”: inhibición de los sistemas de comunicación enemigos gracias a bombas de grafito o a bombas electromagnéticas; mayor penetración en los búnkers gracias a armas nucleares miniaturizadas; mayor penetración en los blindajes de acero gracias a las municiones de uranio empobrecido.

Ahora bien, la bomba de grafito, capaz de “desconectar” todo un país, puede dejar sin electricidad los hospitales y las maternidades, y amenazar indirectamente la vida de los pacientes internados, como ocurrió en 1999.

Nadie puede prever las consecuencias sobre la salud de la inhalación de partículas de grafito o de la exposición a las partículas radioactivas que emanan de las mini-bombas nucleares o de las municiones con uranio empobrecido. Muy pocas personas se preocupan de las consecuencias sanitarias y en particular del peligro de efectos cancerígenos sobre la población de las regiones atacadas.

Cabe recordar que durante la guerra de Vietnam, las autoridades estadounidenses afirmaban que la fumigación aérea de defoliantes era inofensiva para la población civil. Por otra parte, la distinción entre efecto “antimaterial” y efecto “antipersonal” sigue siendo muy poco clara respecto de ese tipo de armas. Por ejemplo, un arma a microondas puede ser utilizada para neutralizar sistemas electrónicos, pero también sirve para “cocinar” a seres humanos gracias a una regulación de su intensidad.

Por último, asistimos a la sustitución de una doctrina defensiva, fundada en la disuasión, por una doctrina ofensiva, fundamentalmente a partir del 11 de septiembre de 2001. Y una vez más se ve que, de manera voluntaria o no, los médicos participaron en el esfuerzo de guerra.

La noción de derecho de injerencia humanitaria, que implicaba lanzar a la vez bombas y víveres, produce una confusión que sirve a determinados intereses tácticos.

El progreso científico permitió el desarrollo de armas de alta tecnología. Poco después de descubierta la fisión nuclear, Frédéric Joliot, Lew Kowarski y Hans Heinrich von Halban patentaron su invento, titulado “Perfeccionamiento de las cargas explosivas”.

En realidad, las armas de fuego se modernizan con una llamativa regularidad desde la batalla de Crecy… En 1946. El físico Edward Teller, creador de la bomba A e inventor de la bomba H, afirmaba que la tecnología podría salvar el mundo libre.

Actualmente, los especialistas en ingeniería genética rivalizan con los físicos en el perfeccionamiento de los sistemas de armas NRBQ y en la creación de nuevas formas de Apocalipsis.

Esto permite prever una proliferación de los conflictos asimétricos y ningún santuario nacional estará protegido. Ni la vacuna contra la viruela, ni el escudo anti-misiles balísticos impedirán que los comandos suicidas, munidos de armas más o menos convencionales, siembren el terror en la sociedad.

Fuentes consultadas

Susan Wright, “El Norte, el Sur y la guerra bacteriológica”,

Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2001.
William Mitchell (1879-1936) teorizó sobre la utilización de bombardeos aéreos.

Ver también Sven Lindqvist, “La mort venait déjà du ciel”, Le Monde diplomatique, París, marzo de 2002.

Más bombas de uranio empobrecido

Con cada nueva guerra Estados Unidos perfecciona sus armas de destrucción. Según el comando central estadounidense en Qatar, sus fuerzas lanzaron “por primera vez en un conflicto armado, un nuevo tipo de bomba de fragmentación, capaz de desafiar todas las condiciones meteorológicas”. Los perjuicios humanos ya son considerables.

Las bombas de uranio empobrecido, ya utilizadas durante la primera guerra del Golfo en 1991, fueron utilizadas de nuevo en Irak, a pesar de haber sido declaradas ilegales por las Naciones Unidas. Según el Sunday Herald, una de esas bombas habría caído sobre un “blanco amigo” el 28 de marzo, matando a un soldado británico e hiriendo a otros tres. “Estamos en guerra contra Irak pues posee armas de destrucción masiva. Pero nosotros mismos usamos ese tipo de armas de destrucción. Ese doble lenguaje resulta repugnante”, declara el profesor Doug Rokke, ex director del programa “uranio empobrecido” del Pentágono.

Para los militares y los civiles alcanzados por esas bombas, lo mismo que para la población que vive cerca de donde cayeron, las consecuencias pueden ser terribles: cáncer, problemas pulmonares, malformaciones en los recién nacidos… Según numerosas fuentes especializadas, esas bombas de uranio empobrecido fueron probadas en Kosovo y utilizadas en gran cantidad en Afganistán.

Es un crimen contra la humanidad” se indigna Rokke. “Un crimen de guerra. No debemos utilizar armas que dejan como secuelas riesgos tóxicos y que pueden matar a cualquiera. Por todos los ciudadanos del mundo, debemos prohibir esas bombas”.

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Fuentes consultadas

Agence France Presse, París, 4-4-03.
Neil Mackay, “Us Forces’Use of depleted uranium weapons is illegal”,

The Sunday Herald, Glasgow, 30-3-03.

Robert James Parsons, “Horrores del uranio empobrecido”,

Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, marzo de 2002;

“Ley de silencio sobre el uranio empobrecido”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2001.

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