La pelea por los precios de los productos alimenticios está entrando en una etapa clave. Se dice que se exporta lo que sobra, pero en muchos casos se hace faltar para que sobre, una pequeña pista para entender la suba de precios de los alimentos al ritmo de su aumento en el mercado externo. Es que el incesante aumento de precios de los productos alimenticios amenaza con volver cartón pintado cualquier incremento efectivo de los ingresos y pone en muy serio riesgo la viabilidad del actual esquema económico.
Como añadidura, la alta concentración en la comercialización y elaboración de derivados, la inusual coincidencia de las distintas organizaciones que nuclean a los sectores productivos, el alto impacto de esos productos en el bolsillo -que supera con creces a su gravitación en los índices inflacionarios- y su carácter de indispensables -lo que sumado a la avidez del mercado externo-, hacen impensable cualquier clase de boicot, auguran un año conflictivo para las autoridades económicas y sumamente perjudicial para la mayoría de la población, que se verá una vez más impedida de mejorar su calidad de vida.
Frente a esto, el gobierno se encuentra enredado en una telaraña conceptual, dividido entre tácticas coyunturales en las que están ausentes las estrategias encaminadas a modificar la estructura productiva heredada de treinta años de neoliberalismo, y huérfano de fuerzas sociales y nuevos actores funcionales a esa indispensable transformación.
Si bien este diagnóstico a vuelo de pájaro sería en principio válido para cualquiera de las áreas que se quiera mirar, es en el sector rural donde el gobierno encontró más rápida y peligrosamente el límite de sus políticas y, tal vez, de su concepción.
En efecto, parecería haber cierto tufo conceptual en la insistencia presidencial en hablar de “un país normal”, como si el nuestro alguna vez lo hubiera sido o pudiera serlo, pero de todos modos sin precisar el significado de “normalidad”. Si acaso se aludiera, como es presumible, a aquellos países que son el numen del desarrollo capitalista, deberíamos convenir en que el nuestro carece de tres elementos clave para emularlos: un Estado activo y eficiente, una legislación estricta y sin excepcionalidades, un sector industrial productivo y no especulativo (la dichosa “burguesía nacional”, eslogan que entre nosotros siempre ha equivalido a contradicción en los términos) y una alta democratización, por así decirlo, en la propiedad de la tierra, en el modo en que se la hace producir y en los bienes que se producen.
Huelga decir -y este es otro de los abismos que nos separan de esa “normalidad”- que la producción entre nosotros no se asienta en el mercado interno, sino en los “saldos exportables”, que por lo general no son otra cosa que faltantes de consumo. En otras palabras, que no se exporta lo que sobra, sino que en muchos casos se hace faltar para que sobre, pequeña pista para entender la suba de precios de los alimentos al ritmo de su aumento en el mercado externo.
Las ventajas de ayer, indiferentes para hoy
Cualquiera sabe de la extrema volatibilidad de ese mercado, y más que ninguno debería conocerla, por ejemplo, el productor ganadero, en tanto que ayer nomás, apenas cinco años atrás, dependía desesperadamente de la menguada capacidad de consumo de los argentinos hasta el punto que la ingesta de carne vacuna era alentada por una intensa campaña publicitaria financiada por el Estado y a contramano de cualquier teoría dietética.
Pero no hay caso. El eterno presente es el karma de nuestros productores, particularmente los rurales, siendo ésa otra palada en el abismo que nos separa de la “normalidad”.
Que hoy los productores se quejan de llenos, hay pocas dudas. Mientras sus ingresos mantuvieron -y en no pocos casos, aumentaron- su valor en dólares, sus gastos se redujeron sensiblemente en la misma moneda, desde los fletes a los servicios (todos con precios congelados y/o subsidiados) pasando por los bajos salarios, cuya capacidad adquisitiva les importa un pepino.
La devaluación (junto, aunque suene paradójico, a la ausencia de crédito externo tradicional) es una de los resortes de la recuperación económica: mejoró los precios relativos, redujo gran parte de los gastos y en cierto modo incrementó los ingresos, no lo suficiente pero si lo bastante para incentivar el consumo.
Siguiendo las leyes de la oferta y demanda -que bajo ningún punto de vista son las de la lógica, que indicaría lo contrario- a mayor demanda se incrementan los precios. Para peor, los productores rurales pretenden que sus precios estén relacionados a la demanda externa que, en tanto y cuanto China e India así lo quieran, seguirán en aumento.
Si bien es cierto que en su momento infructuosamente Perón intentaba explicar las ventajas de incrementar las ganancias aumentando la producción sobre la política empresaria de aumentar los márgenes de ganancia con igual producción, el mensaje que hoy recibe la sociedad por parte de las autoridades es confuso, contradictorio y en bastante medida, vergonzante.
Las retenciones
Una de las herencias de Lavagna recibida de buen grado por las autoridades económicas y políticas, es la ambigüedad y hasta la tergiversación del sentido de las retenciones, explicadas y entendidas como “impuestos”, y por lo tanto utilizadas como tales. De ahí la “transitoriedad” que les daba el ex ministro, a quien no se le podía escapar, pero disimulaba, su carácter estructural.
Las retenciones a la exportación de productos primarios o con poca elaboración, básicamente los de carácter alimenticio, tienen la finalidad de diferenciar en los hechos los precios internos de los externos. Con mucha más razón cuando, como en el caso argentino, lo que se exporta es exactamente aquello que la sociedad consume, esa diferenciación es fundamental para mantener las “ventajas comparativas” que, al ritmo de la inflación, el país puede ir gradualmente perdiendo.
Es inútil -ya se ha visto- pretender que los productores comprendan que en esa diferenciación está la base de su actual rentabilidad, habida cuenta que ésta no se explica por el valor de venta de lo producido sino por la relación entre el valor y los costos de producción, a lo que debe sumarse el valor de cambio de su ganancia. Por ejemplo, no sería el mismo si, en consonancia con esa “dolarización” que pretenden para lo que venden, se dolarizaran también sus costos y aun sus gastos cotidianos. En otras palabras, de dolarizarse los alimentos ¿por qué no hacer lo propio con las tarifas, los combustibles, los peajes, la vestimenta, los útiles escolares, los salarios, etc?
Ése y no otro sería el resultado -y existen serias posibilidades de que en efecto, tarde o temprano, acabe siéndolo- de las presiones de los ruralistas si acaso puidieran torcerle el brazo a las autoridades económicas, una nueva versión de la convertibilidad, aun más desventajosa que la menemista, de la que, de no ser por su peculiar amnesia selectiva, el sector rural debería guardar el peor de los recuerdos.
A todo esto ¿a qué sectores cree estar defendiendo la Federación Agraria con su cerril oposición a las retenciones?
Los ruralistas sostienen que mediante ellas, el gobierno se apropia de gran parte de su dinero y de su trabajo. Sin embargo, la alta rentabilidad actual no se explica por una mayor laboriosidad, una inversión superior, ni siquiera factores meteorológicos favorables, sino por el valor del dólar (su sobrevaluación, según algunos cráneos que no hace mucho auguraron que se iría a diez pesos) y los altos precios externos. Si estos últimos son fortuitos, el sostenimiento del dólar -que de no mediar la intervención gubernamental se desplomaría a menos de 2.50- demanda un gran esfuerzo al Estado y supone para el sector rural una diferencia a favor de dos mil millones de dólares anuales, detalle que en un país “normal” cualquier alumno de primer grado advertiría sin menor esfuerzo y quienes, como nuestros ruralistas, pretendieran la chancha, los veinte lechones y la máquina de hacer chorizos, merecerían un expreso repudio social.
Fuga y misterio
Existe otro factor, de no menor importancia, que nos separa de esa pretendida “normalidad”: el tradicional y habitual comportamiento de los sectores económicos en general, del cual la más evidente prueba sería la existencia de depósitos argentinos en el exterior superiores al monto de la deuda externa en el peor de sus momentos, y la permanente venta de activos durante el lapso que se prolongó la convertibilidad (tan aplaudida entonces por esos sectores sociales), de activos tanto industriales como rurales, para destinar las ganancias a las inversiones especulativas en el exterior.
Dicho sea de paso, de sumarse a ese drenaje de divisas los ciento cincuenta mil millones de dólares que perdió el país por entregar graciosamente la renta petrolera, tendríamos una ligera idea de la capacidad de ahorro potencial que el país tiene, pero que se despilfarra por la poca consistencia conceptual de nuestras clases medias y altas, eternos cultores del pan para hoy, hambre mañana.
Inconsistencia que se vio agravada y alentada en las últimas décadas por la venalidad y en muchos casos similar inconsistencia de las autoridades políticas y económicas, y la prédica insensata e interesada de muchos economistas exagerando la importancia de la “inversión externa”, que en los hechos no suele ser sino el retorno de esos mismos capitales, con otra identidad y mayores exigencias.
El país tiene una enorme capacidad potencial de ahorro interno, que despilfarra sistemáticamente por acción y omisión, pero así como es inútil pretender que el sector rural consiga sumar dos más dos y entienda que es parte de una sociedad y no ombligo del mundo, también es ilusorio creer que los sectores económicos en general (y el rural en particular) puedan llegar a pensar y actuar con normalidad y entiendan que su propia existencia depende del desarrollo general del país.
Confusiones
Y este es el segundo y no menos importante sentido de las retenciones, el de instrumento de ahorro interno. El “detalle” pasa en líneas generales desapercibido y es lógico que así ocurra en tanto es el propio gobierno el que parece confundido en la materia. Al menos, no lo “muestra” ni con la palabra, ni hechos, ni siquiera con las formas, puesto que las retenciones siguen teniendo el mismo trato y destino de los impuestos. Dicho mal y pronto, si los impuestos son instrumentos de redistribución y equilibrio social, las retenciones son -o deberían ser- instrumentos de inversión y fomento.
En parte lo son -existe una gran inversión en obra pública- y prometen serlo -el incremento de las retenciones a la exportación de soja para subsidiar los precios internos- pero su instrumentación es discrecional, muchas veces insensata y en todo caso, como apuntan los ruralistas, “poco transparente”.
¿Hay sensatez y transparencia -para dar un ejemplo al paso- en subsidiar a un grupo de cafiolos vidalita que operan lo que quedó de los ferrocarriles, sin reconstruir un sistema ferroviario integrador del país y útil para el transporte de mercaderías, con participación de los productores, los trabajadores, las diferentes comunidades y municipios, donde los operadores privados estén sujetos a normas estrictas y racionales y no que sigan usando la infraestructura estatal para sus negocios y en vez de pagar, no sólo la usen gratis sino que encima cobren?
La “transparencia” no es en sí misma una “virtud cívica”, y nada ganaríamos con que fuera transparente el modo en que se despilfarran recursos o se hace todo mal, sino que se trata de otro instrumento, en este caso de participación, compromiso y transformación social. Que es lo que sistemáticamente olvida la presente administración, tal vez obnubilada por esa fantasía del “país normal”.
Éxodo y atraso
No hay “normalidad” posible con la actual concentración económica ni puede haberla en el sector rural -que de eso al fin de cuentas estamos hablando-, donde la concentración de la propiedad (que cobró acelerado impulso en los noventa) se ve agravada por la concentración del mercado, manejado por las grandes exportadoras y las multinacionales de semillas y agroquímicos (que provocan una acentuación del monocultivo), con la migración hacia las ciudades de trabajadores rurales, expulsados por la producción extensiva, y la conversión en magros rentistas o directamente maquiladores para los “grupos de siembra”, de los pequeños propietarios y ex pequeños productores.
Un peligroso proceso de emigración rural en tiempos en que el desarrollo tecnológico permitiría lo contrario, allanando las dificultades de la vida en el campo, permitiendo el acceso a la información y facilitando las comunicaciones.
Esta reversión del proceso no se podrá dar sola ni por arte de magia. Requiere de mejores caminos, de la reactivación ferroviaria, de la ampliación del tendido eléctrico, de la fijación de precios para el gas envasado, de más y no menos escuelas, salas de salud y hospitales públicos, del fomento a la diversificación productiva y a los mercados locales.
¿Cómo diablos creen las autoridades que podrán resolver el problema ganadero? ¿Con la suspensión de las exportaciones, desalentadora de la inversión en un rubro que la requiere a largos plazos? ¿Manteniendo al monopólico mercado de Liniers como artificial “fijador” de precios y sin dar participación y fomento a los frigoríficos recuperados por sus trabajadores o devolviendo a los municipios la autorización para la faena?
Ese es el principal sentido de las retenciones en tanto instrumento de ahorro e inversión. Pero requiere de la transparencia, no en el sentido de honestidad sino de participación, justamente porque esa “normalidad” a la que se aspira está íntimamente relacionada con la modificación estructural del sistema productivo y del modo concentrado en que, por esa razón, se toman las decisiones.
Descentralización real
¿Hay alguien más indicado que sus habitantes para determinar cuáles son los problemas más serios y urgentes de una zona? ¿No son acaso los ruralistas locales, con las intendencias o delegaciones municipales de los pequeños pueblos quienes sabrían darle el mejor uso a ese ahorro, que hoy utiliza en forma discrecional el Poder Ejecutivo?
Es ya habitual el retintín en sordina de muchos funcionarios: en este país no existen los empresarios. Es verdad. También es verdad que no existen organizaciones sociales capaces de comprometerse en un proceso de trasformación real y alejado de las prebendas. Pero es también verdad que ni con los mejores politécnicos habrá obreros calificados si no hay industria o cuadros políticos sino hay política. Y esto no es el dilema del huevo o la gallina.
En otras palabras, que lo que no hay es funcionarios capaces de motorizar procesos de transformación, de producir políticas capaces de incorporar a la decisión y hasta de crear nuevos actores, ahora ausentes, inexistentes o marginados.
Y decíamos al principio que el gobierno se está topando, mucho más rápido de lo que esperaba, con sus propios límites. Esto, debería ser a la vez motivo de jactancia, porque dice mucho del éxito de sus políticas, pero a la vez, de preocupación: de no avanzarse más allá de este primer momento de recuperación elemental, si no se remueve la estructura de poder económico e inanidad política que nos llevó a ese “infierno” del que habla el presidente, todo lo hecho hasta ahora será una pausa entre dos largos momentos de entrega nacional y destrucción social. Proceso este muy alejado de la “normalidad”.