Por Víctor Hortel
Nuestra época ha sido justamente denominada “la edad de los derechos”. Ello, en virtud de la afirmación, en numerosos instrumentos, constitucionales e internacionales, del principio de igualdad y de universalidad de los derechos humanos, no sólo civiles y políticos sino también económicos, sociales y culturales. Y sin embargo nunca como en estos años la desigualdad ha alcanzado dimensiones tan notables e intolerables.
Miles de personas en la Argentina y el resto de América Latina, a pesar de los derechos sociales y del derecho al desarrollo, proclamados en esos instrumentos internacionales, están condenados a la miseria, al hambre, a las enfermedades y a la devastación de su medio ambiente natural.
Si estamos de acuerdo con esta descripción, entonces debemos preguntarnos ¿Dónde quedo la política?
En términos de Zygmunt Bauman, el arte de la política, cuando se trata de política democrática, se ocupa de desmontar los límites de la libertad de los ciudadanos, pero también de la autolimitación: hace libres a los ciudadanos para permitirles establecer, individual y colectivamente, sus propios límites, individuales y colectivos. Esta segunda parte de la proposición es la que se ha perdido. Todos los límites son ilimitados.
No obstante, la aversión a la autolimitación, el conformismo generalizado y la consecuente insignificancia de la política tienen un precio. Un precio muy alto, en realidad. El precio se paga con la moneda en que suele pagarse el precio de la mala política: el sufrimiento humano.
En alemán, “Sicherheit” es un caso inusual de condensación, ya que logra comprimir en un solo término un fenómeno complejo para cuya traducción hacen falta al menos tres vocablos: «seguridad», «certeza» y «protección».
En tanto, el derecho sufre una crisis de superproducción que está provocando el colapso de su capacidad reguladora. Paradójicamente la inflación legislativa va acompañada de una ausencia de reglas, de límites y de controles sobre los grandes poderes económicos y políticos que los sostienen.
Así corresponde a nuestra generación superar el formalismo de los aparatos judiciales tradicionales que escudados en un pretendido tecnicismo se limitan a reproducir el reflejo burocrático y des-responsabilizantes propios de los aparatos de poder.
El sistema judicial tiene la obligación de reivindicar como dimensión legitimante de su función, la apertura a los valores de igualdad y de dignidad de la persona, tanto más esenciales en una actualidad caracterizada por las crecientes desigualdades y las lesiones a los derechos humanos.
Enseña la profesora María Virginia Caferatta, que para que haya derecho, tiene que existir un discurso que lo reconozca como tal. Cuando el discurso jurídico sostiene que una norma integra el ordenamiento jurídico; cuando los jueces dicen qué es el derecho; cuando los juristas, los abogados y todos los operadores del derecho, dicen lo que se debe hacer y lo que no; cuando alientan algunas conductas y desaconsejan otras; están simplemente reproduciendo el orden social de la sociedad en la que actúan.
Ésta es la victoria de la dogmática jurídica: hacernos creer que estamos frente a una ciencia, neutral, objetiva, imparcial, imperturbable y usar el derecho sin la menor conciencia crítica. Soslayar, en definitiva, la función social que tiene la Administración de Justicia, haciéndonos incapaces de transformar las injusticias y negándonos nuestra responsabilidad al respecto. (“La Justicia y su función social”)
Hoy observamos la tendencia a una utilización demagógica y coyuntural del derecho penal como respuesta simbólica a problemas que bien merecerían otras respuestas. La demanda de seguridad acentúa las vocaciones represivas de la política criminal, orientándola únicamente contra la criminalidad de subsistencia, cuya prevención exigiría políticas sociales, mucho más que políticas penales.
Luego, los conflictos sociales son esencialmente conflictos políticos en los que se ponen en juego intereses de poder. Y tales intereses de poder no siempre se resuelven desde la norma y los procedimientos judiciales, sino que alcanzan grados de desarrollo y ejecución donde muchas veces el derecho establecido no llega a darles solución. Por el contrario, el derecho puede llegar a ser la principal causa de un conflicto social y, por tanto, en esos casos el derecho resultaría el instrumento más inadecuado para intervenir.
La justicia, aparece entonces como un recurso contra la implosión de las sociedades democráticas que no llegan ya a controlar de otra manera la complejidad y la diversidad que engendran. El sujeto, privado de las referencias que le dan una identidad y estructuran su personalidad, busca en el contacto con la justicia un remedio contra el hundimiento interior. Ante la descomposición de lo político, es a la justicia a quien se le pide la salvación.
La justicia se convierte así en la última guardiana de las promesas, y eso en tanto para el sujeto como para la comunidad política. A falta de mantener viva la memoria de los valores que las fundan, los políticos han confiado a la justicia la custodia de sus juramentos.
Pero debemos tener cuidado, la referencia irrazonada de todas las frustraciones modernas a la justicia, el entusiasmo ingenuo por su omnipotencia, puede jugar contra la justicia misma.
Los sociólogos y antropólogos nos enseñan que desde hace más de treinta años el crecimiento de los barrios de emergencia fue constante y que en ellos el aumento de la población es mayor y más veloz que en la denominada sociedad hegemónica. Además, la creciente marginalidad ha cambiado las condiciones de recepción cultural por parte de los sujetos allí nacidos; así la expectativa de desarrollo no se refleja en la sociedad hegemónica, sino en la propia, las condiciones y formas de aceptación son entonces distintas. La trama de significación, en definitiva, es totalmente diferente.
Esta diversidad cultural se refleja claramente cuando se “judicializa” a un integrante del nuevo sector cultural, porque es evidente que en la mayoría de los casos no está en condiciones de comprender su significado profundo.
Desconexión entre el sistema judicial y la sociedad argentina.
En este punto, tengo en cuenta las enseñanzas de la distinguida Alicia Ruiz, en tanto: “el Discurso crea una ficción, que legitima el poder, diciendo lo que está bien y lo que está mal. Estableciendo una neutralidad falsa, determina quién lo va a interpretar, con la noción de autoridad, ocupando el lugar de la verdad, interpelando al sujeto, que ficcionalmente es anterior al discurso, que, a su vez articulado con el imaginario social, constituye la fuerza y sin fuerza no hay poder, sin poder no hay orden, sin orden no hay cohesión social, sin cohesión social el discurso se desarticula”. (“Del imposible acto de juzgar”, en Idas y Vueltas. Por una Teoría Crítica del Derecho, Bs. As., Editores del Puerto, 1995).
Y reflexiono, si para que haya derecho, tiene que existir un discurso que lo reconozca como tal, ¿cómo opera el discurso cuando las diferencias culturales presentan tramas de significación absolutamente diferentes?
Pensar la justicia y realizar justicia, parecen ser dos momentos que hasta hoy no se han encontrado, y no porque no se haya buscado con tesón, sino porque durante mucho tiempo nos hemos dedicado más a pensarla, a construirla desde la razón, a elaborarla desde la teoría, que, a llevar a cabo la gran empresa humana, la de propiciar y generar justicia.
La tendencia natural del hombre a satisfacer sus necesidades conduce a que el gran proyecto humano sea, justamente, la manera como una sociedad construye el camino para alcanzarlo; no hay duda, entonces, de que entre la naturaleza humana y lo social emerge como resultado del conflicto la necesidad del acuerdo, como anhelo máximo para propiciar formas de consenso y transacción.
El camino del derecho debe contemplar, la búsqueda de la justicia, la paz, la libertad y la felicidad. El derecho, por lo tanto, no se agota en las leyes, ni su esencia consiste en el perfeccionamiento dogmático de ésta; su objeto no es la norma, su objeto es un imposible: la felicidad humana, y es allí donde radica su esencia.
Desde Hegel y Kant hasta Rawls se ha discutido que es el derecho, sin que aún exista un acuerdo, pero en lo que sí se está de acuerdo es en la necesidad profunda de que el derecho se vuelva más cercano, más vivencial, y más comprometido con la realidad social, con el diario vivir, con la experiencia y con la construcción que el hombre hace en la búsqueda por alcanzar la justicia.
Construir un derecho que pretenda alcanzar la satisfacción de las necesidades más profundas de una sociedad, un derecho al servicio de las aspiraciones más caras del hombre, que lo conduzca a un conjunto de leyes que permitan materializar la dignidad que, como humanos merecemos. La dignidad como tal sólo es posible partiendo del reconocimiento de que ésta sólo se alcanza a través de la acción y no de la sola promulgación.
Sólo emprenderemos esta tarea cuando nos hagamos cargo de las ansias insatisfechas o de los derechos pendientes, violados o negados.
Siguiendo al profesor Ferrajoli, -que se vale de la terminología de Ronald Dworkin-, entendemos que ya es tiempo de “tomar en serio” el derecho, reconociendo que el derecho es como lo hacen los hombres y, por tanto, como lo construyen los juristas, que son en buena medida responsables de él, y al mismo tiempo que el derecho mismo es un sistema normativo, de manera que los posicionamientos y comportamientos efectivos de los Estados que se hallen en contradicción con él no suponen “desmentidos” a su existencia, sino más bien “violaciones” cuya ilegitimidad debe ser obligatoriamente denunciada.
Ferrajoli postula una nueva versión del constitucionalismo, sosteniendo que el horizonte axiológico que hoy se impone a los juristas en su trabajo, supone liberarse de la falacia realista de la reducción del derecho al hecho, y asumir como tarea científica, y no sólo política, la crítica jurídica de las dimensiones de invalidez y falta de plenitud del derecho vigente y la formulación de las garantías del derecho futuro.
Consecuentemente, la gente del derecho debe asumir la responsabilidad que corresponde a su oficio. Y comprender que el trabajo de implementar un sistema de garantías efectivas no se construye ni en pocos años y ni tan siquiera en pocas décadas.
Debe asumirse un compromiso real y contundente con nuestra democracia y trabajar por una democracia representativa que recupere en plenitud el juego de lo político y en la que los distintos niveles de responsabilidades sean adecuadamente definidos y exigidos, en vez de mezclados, confundidos y pospuestos.
A través de la justicia, el anhelo democrático se enfrenta con la carne de lo social, con las pasiones democráticas, con la desmesura de los hombres, con el absurdo de la violencia y con el enigma del mal. Asumir la parte humana de la justicia llevará a hablar de las pasiones tanto como de la razón, de las emociones tanto como de la argumentación, de los medios de comunicación tanto como del procedimiento, de la cárcel tanto como de las libertades. Nuestra democracia tiene quizás menos necesidades de construcciones o de destrucciones teóricas, que de nuevas referencias para asumir las mediaciones que imponen nuestras obligaciones.
Así lxs magistradxs judiciales, serían operadorxs priivilegiadxs, para escudriñar los sentidos sociales que circulan y materializar los intereses generales de la comunidad, con disponibilidad para actuar tanto en la defensa de afectaciones particulares o individuales de las personas que asista, como de las amenazas y agravios generalizados, como portador de auténticos derechos públicos colectivos. Solo así, se podrá conformar un servicio de justicia creíble y eficaz, que realmente brinde a la sociedad la capacidad de solucionar sus conflictos de manera pacífica.